Lo que viene comentando todo el mundo, y también me pareció, es que esta película tiene cosas que no son comunes en el cine uruguayo. Claro, varias de las obras más significativas y enterizas de la producción nacional se caracterizaron por un estilo relativamente ascético (pocas palabras, cámara mayormente fija, ritmo de montaje moderado, unidad de tiempo y lugar, una resolución más basada en la epifanía inefable que en la moraleja). Esta, al contrario, es una película frondosa: ocurren muchas cosas, la gente habla mucho, los personajes exteriorizan su deseo sexual y su morbo, y hay escenas de sexo. No es una “historia mínima”, sino una que abarca varios años, a lo largo de los cuales se producen varios cambios sucesivos en los personajes, hay una vuelta de tuerca importante y todo se despliega en un metraje generoso de dos horas y 15 minutos -o sea que se cambia la timidez de pensar que “la gente se va a cansar y aburrir” por la confianza en un relato poblado de ocurrencias anecdóticas-. Cuando termina, uno tiene esa sensación de tiempo vivido, de momento recargado, de haber acompañado un buen tramo de vida de esas personas ficticias. Está más cerca de una novela que de un poema lírico.
Los modernos tiene afinidad con -y diría que una importante influencia de- el cine de Woody Allen. El “canal Allen de percepción” se me abrió ya en los primeros segundos de proyección: uno ve todos los créditos principales en letras blancas sobre fondo negro, mientras suena una canción de las primeras décadas del siglo XX (en este caso, una de Gardel), y no puede pensar en otra cosa. El precioso blanco y negro, algo nostálgico, aplicado a una historia claramente del presente, puede asociarse con Manhattan, y hay un plano que es casi una cita literal del último plano con personajes de aquella película de 1979. La manera en que está filmada la rambla sur de Montevideo remite también al espíritu del plano emblemático del puente de Brooklyn en esa obra maestra. No se trata del tipo de asimilación pueril de una influencia en el que uno pueda percibir que los cineastas querrían ser Woody Allen y tratan de hacer que las calles montevideanas se parezcan a las de Nueva York, sino de una asimilación más productiva y madura de esa influencia, que les ha sugerido una manera de amar cinematográficamente a la propia ciudad. Varias otras cosas se vinculan con el referente de Allen: el hecho de que el personaje principal sea interpretado por uno de los directores y en un papel que se parece mucho a él mismo (lo pueden comprobar mirando alguna de las entrevistas con Mauro Sarser en internet); el importante componente autobiográfico (con respecto a ambos directores-guionistas) en la historia narrada; la banda musical dominada por canciones viejas; el espíritu y el concepto de la trama, que observa en tono agridulce (sin enfatizar lo agrio ni lo dulce) cómo las circunstancias van llevando la vida de las personas por rumbos impredecibles, así como las oscilaciones de la afectividad, vistas, en alguna medida, también como circunstancias imprevistas, en el sentido de que cosas como enamorarse, desenamorarse, darse cuenta de que en realidad uno estaba enamorado, sentir la pulsión de tener un hijo, etcétera, no siempre dependen de decisiones voluntarias. Como en Allen, además, la historia principal se ramifica en tramas secundarias, y los encuentros fortuitos ocupan un lugar importante.
Desde El dirigible (Pablo Dotta, 1994) no recuerdo haber visto en una película tantas imágenes bellas de Montevideo sin que me quedara la sensación de que los realizadores estaban retribuyendo algún favor del Ministerio de Turismo o lo habían logrado, en forma oportunista, ofreciéndolas a cambio. Las imágenes de lugares bonitos de la ciudad que aparecen en Los modernos parecen brotar realmente del afecto y estar destinadas a compartir resortes emotivos con quienes tienen entrañados esos paisajes (esencialmente entre la Ciudad Vieja y el Parque Rodó). El entorno social es de artistas de alrededor de treinta y algo de años vinculados con la producción audiovisual, el teatro, la fotografía o, periféricamente, la música. Junto a imágenes-homenaje a la rambla, a los bares Tasende y Tinkal o a la librería Más Puro Verso, está retratado con cariño incluso ¡el fichero de la Biblioteca Nacional! (en ese momento tuve la sensación sumamente grata de que el film me hablaba directamente como espectador posible).
La película se planta con orgullo e incluso con militancia en el mundo cultural y con respecto al tipo de intereses o de conversaciones propios de ese entorno. No es hermética ni exclusivista, pero sus numerosos diálogos giran en torno a cuestiones como la posmodernidad o el arte y contemplan en forma cosmopolita, sin provincianismo, la diversidad sexual y las opciones de vida alternativas a la familia nuclear y al trabajo estable (también se habla de cosas más genéricas, relativas a la pareja, los hijos, los celos, las aventuras, las responsabilidades, la falta de plata, los reproches y a una larga lista de etcéteras). Hay varios pequeños homenajes (el cartel de Noche de estreno -1977-, de John Cassavetes, un libro de Isaac Asimov, un preludio de Bach, una aparición en carne y hueso del pianista Horacio di Yorio tocando algo en espíritu de jazz romántico, aparte de las canciones que suenan en forma extradiegética).
El film asume o naturaliza una serie de libertades sociales en materia de comportamiento, pero parece debatirse contra algunas otras tendencias de la sociedad y la cultura, ubicándose ante ellas en una actitud de resistencia nostálgica. Hay comentarios sobre el sinsentido del volumen ensordecedor de la música en las fiestas. Hay observaciones sobre lo sana que es la vida en determinada comunidad alternativa en un campo en Rocha. Clara conduce “uno de los pocos espacios de reflexión de la televisión uruguaya” en un canal público, pero el programa es discontinuado por la nueva directora de ese canal, que tiene el objetivo de “llegarle a la gente”, lo que se traduce en hacer programas idiotas.
Hay también un par de escenas que se burlan de ciertos intentos afectados de arte de vanguardia, pero la parodia aquí es un poco burda y no traduce la familiaridad y percepción fina que los realizadores muestran con respecto a los programas tontos de televisión. En todo caso, la opción estética de Los modernos se inclina, justamente, hacia una especie de “normalidad” fina. No se trata en absoluto de una cinematografía ostentosa de tipo publicitario, pero sí de una que incursiona decididamente en terrenos comunes de la “gramática” del cine mainstream, manejada con total soltura. Hay planos basados en una coreografía relativamente elaborada de los actores y de la cámara, con entradas y salidas en campo, y a veces aprovechando paredes o puertas para propiciar reencuadres. Hay bonitos efectos de iluminación (sobre todo en una de las primeras escenas de sexo, nocturna y en la cama). Se juega con los espejos, como si se tratara de un diálogo entre varios en el que Fausto está duplicado (él y su reflejo), otro personaje aparece sólo en forma directa y otro más únicamente en el reflejo. También se juega con los reflejos en las escenas en las que Fausto, en primer plano, mira por la ventana las conversaciones entre Clara y su ex marido (a quienes vemos reflejados en el vidrio), y el foco va cambiando de él a los otros. Se incluyen flashbacks y también escenas imaginarias (en las que se nos muestran las fantasías de algún personaje).
Hay una opción decidida por el naturalismo, y se lo alcanza como pocas veces en el cine uruguayo. El reparto, compuesto por actores con escasa o nula experiencia en cine, rinde excepcionalmente bien, y las líneas de diálogo sin duda cooperaron para lograr ese efecto. Los directores, sin embargo, pusieron un tope nítido a ese naturalismo en la medida en que priorizaron el orden, la claridad y la concisión de los diálogos, mediante una dinámica quizá un poco rígida: un personaje habla, hay un mínimo silencio, contesta el otro, se produce otro mínimo silencio, y así en adelante, incluso si se trata de una acalorada discusión de pareja. Hubo otra opción peculiar con respecto a los parlamentos que contribuye a la personalidad de la película: la de mantener los diálogos, en principio, siempre en primer plano sonoro, con independencia de la distancia de la cámara a la que estén los actores, lo cual contribuye a una sensación de compenetración e involucramiento, al mismo tiempo que libera a lo visual para que se presente en forma más paisajística. Eso contribuye en alguna medida a la retroalimentación afectiva entre ocurrencias personales y entorno.
El título es ambiguo: ¿estos personajes son “modernos” porque son muy de ahora? ¿O lo son porque de alguna manera están a contracorriente de la “posmodernidad”? En la primera acepción, la película se pelearía con la idea posmodernista de que lo moderno es algo que ya pasó; en la segunda, presentaría a sus personajes como sobrevivientes de una tendencia en extinción, y de alguna manera los agruparía con los lugares a los que homenajea, los referentes artísticos a los que cita y los elementos de su propio estilo (el clasicismo cinematográfico, el blanco y negro, Gardel, Woody Allen). Pero todo eso podría ser, volviendo a la primera acepción, una especie de oxímoron, una poética contradicción entre estilo y tema (con una actitud muy posmo).
Si el posmodernismo dejó un aporte importante a una posible evolución dialéctica (y esto es un pensamiento muy modernista), fue la idea de que ninguna trayectoria puede reducirse a una línea de dirección invariable y predeterminada: uno avanza y retrocede, y es imposible que ubique cada uno de sus estados en una misma progresión. Eso hacen la película y sus personajes, en su búsqueda activa de una manera de estar en el mundo y en la vida. La riqueza de la historia propicia esa cosa de que las personas salen del cine con mucho asunto para discutir y con muchos márgenes de opinión sobre si tal personaje es un crack o un pelotudo, sobre qué debería haber hecho o cómo sería estar en su situación. Es una realización notable, ágil, por momentos graciosa, por otros secamente tierna, entrañablemente uruguaya, aunque va por un camino propio, en el que se maneja con solvencia, swing, corazón e inteligencia.
Los modernos
Dirigida por Mauro Sarser y Marcela Matta. Uruguay, 2016. Con Mauro Sarser, Noelia Campo y Stefanía Tortorella. Grupocine Ejido; Life Cinemas 21 y Alfabeta; Movie Montevideo.