Darte cuenta de que sos la única persona con una camiseta blanca en un toque de black metal es como vestirte para un casamiento creyendo que era una fiesta de disfraces. Mi amigo Diego me señala un puesto de camisetas improvisado en el cantero central de la calle Larrañaga y me dice que todavía estoy a tiempo para vestirme acorde a la ocasión. Casi como un contador Geiger que se dispara con la proximidad de la radiación, a cada paso que damos se escucha más fuerte el doble bombo de esa carpa repleta de camisetas con logos rizomáticos, complejísimos diseños frente a los que hay que forzar la vista para desbrozar y desentrañar el nombre de la banda. Lo único de black metal clásico que realmente escucho es Burzum, pero teniendo en cuenta que ese proyecto es esencialmente Varg Vikernes, y que este asesinó de una cuchillada en la cabeza en 1993 al guitarrista Østein -Euronymous- Aarseth, entonces líder de la banda noruega que se está presentando en vivo, la mejor opción indumentaria sigue pareciendo la simplona e inocente camiseta blanca.

Mayhem (caos) es la única banda sobre la que se puede mencionar al pasar, en el primer párrafo de un artículo, un asesinato, y esa es sólo una de las sangrientas historias que la envuelven.

Muchas cosas se dicen sobre Mayhem. Cosas como que Per -Dead- Yngve Ohlin, su cantante más icónico, había quedado tan obsesionado con una experiencia cercana a la muerte que antes de cada toque dejaba su ropa enterrada durante una semana para cantar sintiéndose envuelto por el hedor de la muerte. Que guardaba en los bolsillos pajaritos y ratones que cazaba y que apestaban a putrefacción con el paso de los días. Que una vez se cortó tan profundamente los brazos en el escenario que tuvo que ser llevado de urgencia a un hospital. O que finalmente decidió descubrir qué había más allá de la vida, pegándose un tiro en la cabeza en 1991, y fue descubierto por Euronymous, quien, en vez de llamar a los médicos o la policía, fue corriendo a buscar una cámara para fotografiar el enchastre de sesos, huesos y sangre que quedó sobre la mesa y convertir luego esa mórbida instantánea en la portada de un disco en vivo de Mayhem. Y también eso de que Euronymous regaló fragmentos del cráneo de su compañero a gente del ambiente, casi como un souvenir mortuorio. Y las quemas de iglesias. Y el ya mencionado asesinato. Y tiempo después, ya sin el loco de Euronymous vivo, cosas como los padres de un fan demandando a la banda por haberle quebrado el cráneo a su hijo tras lanzar una cabeza de cabra al público. O la discusión sobre si el vocalista húngaro Attila Csihar realmente se hizo crucificar en el escenario, y la discusión bizantina sobre cuánto tiempo de recuperación entre un toque y otro implicaría recomponer metacarpianos, tendones y músculos.

Lo particular es que mientras que en cualquier otro grupo alguna de esas historias podría formar parte de una leyenda medianamente mítica, en este caso todo lo que sucedió está documentado. El legado de Mayhem es el de una banda que fue más allá de la imaginería, que rompió el telón de todo lo que siempre jugó a ser el metal para llevarlo a la realidad. El actor saltando del escenario y mordiendo al público. Todo lo que dicen hacer otros cuando llevan cráneos al escenario, echan sangre falsa por la boca o hablan de matar, morir y pactar con el diablo, estos tipos sí lo hicieron.

Para la mayoría de los presentes en la puerta de Montevideo Music Box el domingo 16, el desembarco de Mayhem en esta ciudad era una de las cosas más impensables, una quimera hecha realidad gracias a la reciente disposición de muchas bandas a hacer giras por países recónditos como el nuestro y, en este caso en particular, por el esfuerzo conjunto de las productoras Noiseground y Bluzz Live.

Grey metalera

No hace mucho tiempo la sala de conciertos se llamaba Troya, y a veces coincidían, en una misma noche, la salida de un toque de metal con la transformación del recinto en un boliche de cumbia, una combinación comburente de públicos que con sus peleas campales hacían honor al nombre del lugar. Sin embargo, en Larrañaga y Joanicó todo es sonrisas, con una variedad de asistentes que va desde el veterano que conoció a Mayhem por fanzines metaleros cuando todavía no se había armado el mito alrededor del metal noruego, al adolescente que con la facilidad de internet ya tiene un PhD en géneros, subgéneros y entrecruzamientos del metal. Canosos con tetrabricks en la mano, pelados seudomilitares, pibes de lentes sin montura que podrían ser tu próximo reparador de computadora, mujeres que muestran lo bien que encastra el logo de Mayhem en un escote, darkies barriales y góticas discretas, metaleros proletarios sin camiseta y muchos barbudos de pelo lacio que no sé si lo saben o no, pero se parecen mucho a Jesús: casi ninguno de ellos entiende cómo pasó realmente esto, qué dioses nórdicos hicieron virar las corrientes para traer una embarcación vikinga como la de Attila (tras las voces guturales), Jan Axel -Hellhammer- Blomberg (batería), Jørn -Necrobutcher- Stubberud (bajo), Charles Hedger y Morten -Teloch- Iversen (guitarras) a las costas australes. Y más impensable aún es que se haya anunciado que la banda tocará en su totalidad su famosísimo primer disco, De Mysteriis Dom Sathanas (1994).

Uno de los criterios principales a la hora de justificar la compra de la entrada obedece a una puesta a punto con la historia, ya sea la del Metal con mayúscula o la de uno con el metal. Gabriel Brickman (ex guitarrista de Chopper, actual de Radical) no es tan festivo pero acepta la cita con un dejo de responsabilidad: “Yo tenía que venir, porque Mayhem es una experiencia por la que tenés que pasar. Me parece que es una banda aberrante, y como aberrantes que son, son lo más puro del black metal, porque el black metal no es lindo. Sobre todo el último disco, Ordo ad Chao [2007] logra generar esa no-música. Si hablás de black metal no hablás necesariamente de estructura, hablás de caos, y caos es justamente a lo que hace referencia el nombre de la banda. Filosóficamente estoy en las antípodas de la banda: no soy satanista, no soy neonazi. Me puse medio fundamentalista de ‘estoy en un momento lindo de mi vida, no quiero meter mugre de neonazis’, pero las circunstancias me llevaron a venir”. Las circunstancias son Valentín Guerreros, guitarrista de Hablan por la Espalda, quien pese a integrar una agrupación formada en base al hardcore (y posteriormente al candombe y el afrobeat), tiene un corazón bastante volcado al género. “Yo los conocí cuando vivía en Brasil, en el 93-94, por revistas de metal que siempre traían una anécdota de lo que pasaba en Noruega. A mí, en realidad, siempre me gustó más el death metal -el black me terminaba aburriendo-, pero hace unos años un amigo que vivía en Noruega volvió y me mostró un mundo que yo no sabía que existía, y en 2010 me trajo de regalo en vinilo De Mysteriis. Yo vengo porque es el tipo de evento que era imposible ver en Uruguay. Uno podía pensar como difícil que viniera Iggy Pop o que vinieran los Rolling, pero nunca en mi vida me imaginé que iba a ver a Mayhem en vivo en Uruguay. Eso era parte de otra dimensión de lo imposible”.

Entre los cultores hay una referencia casi ineludible a la cultura del fanzine y el peso que tuvo en la década de 1990 para que descubrieran a la banda. Tal es el caso de Alejandro Barreto y Javier de la Cruz, los dos unidos por Mayhem en el comienzo de un fanzine llamado Black Death. Estuvieron entre los que se enteraron del asesinato de Euronymous a manos de Vikernes el mismo mes en que sucedió.

Un paso más allá va Gabriel el Vikingo, que cuando te habla abre los ojos con una seriedad nerviosa que por momentos recuerda a Gollum, el de El señor de los anillos. Gabriel tiene algo único entre el público presente: se escribía con Euronymous por medio del fanzine que manejaba (además de un programa de radio llamado Aguante el rock and roll). Cuando le pregunto cómo era aquel guitarrista (un ser en general amado y odiado -sobre todo odiado- por todos los que lo conocieron), el Vikingo responde que “era el tipo más amable que había”. “Los europeos siempre miran para arriba, no miran a Sudamérica. Él fue un tipo muy generoso con los latinoamericanos, ayudó a algunas bandas como Angkor Vat cuando fueron a Europa”, cuenta.

Cuando le pregunto a Gabriel por su situación actual, me cuenta que está desempleado, en parte por “no transar”. Se refiere a un elemento casi clave que ya aparecía en los libros sobre juventudes uruguayas de los años 80 y parece prácticamente incambiado en la actualidad: el sacrificio laboral que implica dejarse el pelo largo. De los entrevistados, cuatro dicen casi lo mismo sobre ese tema. Germán Rodríguez, con su voz abierta y aguda, me dice: “Yo no soy una persona que se etiquete. Esto lo hago, lo siento y punto. Lo que nunca, nunca hice fue cortarme el pelo. Negativo central. Si me ofrecen más de 30.000 pesos por mes, por ahí capaz que la pienso, pero por menos de eso, ni a palos”. Germán también está sin trabajo, pero con el despido pudo comprarse la entradas para Rhapsody y Mayhem ni bien salieron a la venta, ahorrándose tener que vivir varios meses a arroz y pan, como le sucedió cuando Black Sabbath fue a tocar a Buenos Aires.

A Leo le va mejor. Es tatuador y vive tranquilamente con su familia. En un tiempo curtió el ocultismo, sobre todo el satanismo de la corriente de Anton LaVey, pero ahora considera que es una etapa superada. Su primera camiseta fue una de Wasp a los cuatro años, y ahora le hace escuchar metal a su hija. Dice orgulloso que ella ya sabe hacer los cuernitos con la mano y que su disco favorito es uno de Cradle of Filth.

Bettiana cuenta que conoció a Mayhem por medio de Burzum, y cuando le pregunto qué es lo que la hizo colocarse del lado del black metal dice que, si bien hay un cambio de escenario notorio entre Noruega y Uruguay, “si te ponés a pensar, Uruguay es un país bastante oscuro, gris, la gente es bastante depresiva, con una alta tasa de suicidios, tiene esa cuota de oscuridad por más que te quieran vender la murga y el carnaval todo el tiempo”. Y agrega: “Lo único radicalmente diferente entre los dos es el peso del cristianismo, y sólo se puede entender el anticristianismo del género por la herencia de cómo los cristianos arrasaron con el paganismo. Acá, siendo un país ateo, no se dio así, pero podría pensarse en algo similar con la matanza de los pueblos originarios”.

Sus majestades satánicas

En medio de esa disertación, las luces se apagan y Montevideo Music Box queda envuelto en una especie de canto gregoriano con tres pasadas de pintura negra. Entre las brumas, el primero que hace su aparición es Hellhammer, con un palillo de la batería en alto al son de los vítores del público, que curiosamente, en varias ocasiones, grita: “¡Uruguay, Uruguay!”. A diferencia de muchos géneros en los que el fanatismo casi siempre circula alrededor del vocalista, en el black metal el interés está mucho más repartido. En este género (similar al death metal, de donde viene la tradición), los bateristas se elevan como grandes atletas del doble bombo, y siempre se quiere que lleguen un poco más allá, que toquen más fuerte, más rápido, con más precisión. No sorprende entonces que Hellhammer, aun teniendo delante figuras magnéticas como Attila, sea uno de los más aclamados. El fanatismo por el baterista (uno de los más antiguos integrantes de la banda, y también uno de los más controvertidos, por su habitual silencio sólo salpicado por algunos comentarios a favor de la eugenesia y contra la mezcla “de razas”) adquiere una dimensión extraña, ya que el abundante y denso humo lo oculta durante casi todo el toque, convirtiéndolo en una presencia de la que sólo recibimos sonido. De hecho, el único fan que logró treparse al escenario se dirigió a la gigantesca batería y le hizo una reverencia, segundos antes de que fuera arrastrado por un guardia de seguridad que era más fácil de saltar que de rodear.

Después de una introducción climática, Attila entra al escenario con una túnica, una máscara y maquillaje que lo hace ver como una versión satánica del villano Dr Doom. Hablar de sutileza a la hora de referirse a un estilo vocal dominado por lo gutural puede parecer extraño, pero Attila se diferencia de muchos cantantes del ramo por su enfoque más volcado a la textura de lo vocal que al volumen, algo que también se ve en una modalidad de canto más operística que veloz, una especie de virtud que hasta en lo más urgente y abrasivo parece parte de un himno. Luego de “Funeral Fog” llega “Freezing Moon”, uno de los temas más esperados por los fanáticos. Cuando la banda aprieta el acelerador, con Teloch encorvándose sobre la guitarra, sin que casi se le vea expresión alguna en los ojos, perdidos entre manchas negras sobre maquillaje blanco, se arma un tremendo mosh (un tipo de pogo especialmente orientado al choque), sin recaudos relacionados con altura y peso de los participantes. Hellhammer contó una vez que el tema había sido escrito por Dead pensando en música que hiciera suicidarse a quienes la escucharan, pero lo que se percibe entre el público es algo más bien vital, una alegría física y sudorosa, y los golpes no tardan en volverse abrazos.

En “Cursed in Eternity” las luces pasan del azul glacial a un rojo intenso, y el escenario adquiere un aire infernal. Attila, con su túnica hecha flecos, hace movimientos que por momentos adquieren una tosquedad mussoliniana y de pronto emulan la delicadeza de un cisne. Uno mira sus manos y parece que estuviera todo el tiempo abriendo y cerrando puertas imaginarias, como en una especie de santiguado invertido al público.

Más tarde, el vocalista aparecerá vestido como un cura, pendiendo de su mano un incensario de bronce. Dicen que el incienso de mirra puede simbolizar las oraciones elevándose a los cielos, pero en la caja negra del boliche todo queda flotando entre el vaho de sudor y el humo de máquina.

La banda sigue rigurosamente el orden de los temas en De Mysteriis. El público también. De hecho, a veces la voz de Attila se entremezcla con los gritos guturales sumamente entrenados de gente del público. Algo notorio, cuando uno empieza a fijarse en los asistentes, es que casi todos, de una forma u otra, han incursionado en el metal, ya sea formando una banda, manejando un blog o armando un fanzine. Y es que Mayhem, más allá de lo estrictamente musical (si bien conserva la medalla de haber sido de las primeras, en varios aspectos técnicos y compositivos ha sido superada por otras), parece ser de esas bandas que promueve, más que un género, un estilo de vida.

Tras el primer bis, los integrantes de la banda reaparecen despojados de varias de las máscaras y maquillajes. Hedger se saca la capucha y de pronto parece, por los músculos y el bigotito, un dibujo de Tom of Finland. También cambia la luz y se los puede ver con mayor claridad; algo de eso hay en la música elegida para despedirse: temas más viejos, de su primer EP, Deathcrush (1987), que tenían un ataque más directo y menos trabajo en lo atmosférico. Para quien firma, es el momento más intenso de la noche, con un sonido mucho más físico y filoso, mientras los músicos se vuelcan sobre las manos que los tocan, hacen saludos casi militares o forman cuernitos.

El toque termina y el público va abandonando el recinto. Al ver los rostros, es curioso comprobar que un género tan oscuro genera tanta alegría y hermandad. Me vuelvo caminando, con Diego, su novia y un amigo metalero que se vino del Chuy, y aún me siento como una botellita blanca flotando en esa mancha negra que avanza por las calles, derramándose sobre carritos de hamburguesas y paradas de ómnibus.