Aquiles o El guerrillero y el asesino es, por el momento, la más reciente publicación póstuma del escritor mexicano Carlos Fuentes (fallecido en 2012), que ya en su ópera prima, La región más transparente (1958), había, asumiendo un ilustre linaje, puesto a prueba los límites de la novela, al conjugar mitología e historia. Y es que si la literatura en español en el continente tuvo en la crónica, el diario de viaje y la carta de relación sus primeros exponentes (con Colón como iniciador y el Inca Garcilaso de la Vega en su apoteosis), los mejores entre sus creadores no evitaron esa innoble herencia, sino que la llevaron a sus límites, mezclando con desparpajo y genialidad los géneros mientras hacían explotar la noción de ficción y rendían homenaje al padre de la novela moderna, Miguel de Cervantes.
En “Para darle nombre a América”, su homenaje a Gabriel García Márquez, Fuentes recuerda el día en que el colombiano entendió a México. Fue en el Museo Nacional de Antropología, frente al monolito de Coatlicue, madre de todos los dioses. En su casi ininteligible complexión, suma imposible de serpientes y calaveras, cuenta, la divinidad azteca proclama a la ciudad y al mundo: “Yo no soy Venus. Yo no soy una diosa humana. Yo soy diosa porque no soy humana”. Así, la novela que crearon aquellos renovadores de la narrativa en nuestra lengua que se llamaron “los escritores del boom”, nutridos a la vez de las enseñanzas de los grandes creadores europeos y estadounidenses de la primera mitad del siglo XX, de la gran novela hispánica, de la inmensa tradición de las cosmogonías indígenas y de los precursores de la literatura latinoamericana, parece no acallar su condición impura, su origen mestizo, y, por el contrario, celebrar su diferencia. Fiel a esa tradición, Fuentes se anima en Aquiles... a explorar el destino colombiano y busca, como García Márquez en Coatlicue, una puerta de entrada a uno de los países americanos de historia más turbulenta en Carlos Pizarro, guerrillero del Movimiento 19 de Abril durante 20 años, devenido candidato a la presidencia y asesinado en abril de 1990.
Cuando Domingo Faustino Sarmiento llamó a su obra mayor Facundo o civilización y barbarie en las pampas argentinas hizo un movimiento, voluntaria o involuntariamente, en dos sentidos: por un lado contrapuso los términos del nombre, y por otro identificó la dicotomía con la figura del caudillo Facundo Quiroga, que aparece a la vez como síntesis y símbolo de la pugna que, en su caso, se resuelve hacia el lado “malo” del binomio. Así sucede en la novela de Fuentes, que contrapone “guerrillero y asesino” (dos personajes claramente identificables con las figuras de Pizarro y de Kike, el sicario encargado de su muerte), pero a la vez le impone al protagonista ese epíteto doble y en apariencia contradictorio, al tiempo que lo enmascara con el nombre Aquiles, el de una figura por demás compleja que aúna al héroe ideal y al arrogante portador de desgracias, principio de la destrucción y motivo de la épica.
Esa tensión tiene su imagen en un ensayo incluido en la edición aniversario de La región..., donde José Emilio Pacheco recuerda una curiosa línea genealógica que, como el calendario maya, es circular: si Diego Rivera -dice- pinta uno de sus murales en base a Visión de Anáhuac, texto en el que Alfonso Reyes aúna las crónicas de los conquistadores y la descripción de un día en México, y a John Dos Passos se le ocurre transferir a la literatura el procedimiento de Rivera (y así escribir Manhattan Transfer y su trilogía USA), “el joven Fuentes lee a Dos Passos y se empeña en unirlo a Rivera y escribir como quien pinta un mural”. En efecto, esta es también la forma de Aquiles... O al menos ese era el plan, porque al morir Fuentes, como cuenta su editor Julio Ortega en el prólogo, dejó la novela inconclusa, sin revisar. Y se nota.
No obstante su irregularidad, esta mezcla de crónica, discurso periodístico, ficción y ensayo autobiográfico dista de ser una obra menor (aunque no sea de las mejores del mexicano) y merece ser leída y apreciada en la tradición que señalaba antes, aunque tal vez más como un testamento esperanzado que como el libro final de un escritor riguroso y por momentos genial, autor de novelas decisivas como La muerte de Artemio Cruz, Aura (ambas de 1962) y la más ambiciosa de todas, Terra Nostra (1975). De hecho, Fuentes se pone aquí, en un yo ficcional, como testigo de la muerte de Pizarro, y a partir de ella reelabora la historia, siempre bordeando el mito, en una narración que fluye pero no maravilla, que tiene momentos de gran densidad (el capítulo 18, por ejemplo) pero que a veces, previsiblemente, deriva. Aun así, en esa deriva, siempre debida a inconsistencias que una ya imposible corrección final habría eliminado, logra un complejo entramado, que presenta un devenir humano y lo proyecta como símbolo de un país que todavía (basta leer las noticias) transita un camino escarpado hacia la paz.