Hay una anécdota muy conocida: cuando la meticulosa televisión francesa asumió la aventura de entrevistar a Onetti, el escritor notó que le miraban el único diente que le quedaba, y dijo: “En otro tiempo tuve una magnífica dentadura, pero se la regalé a Vargas Llosa”. Con ese solo diente Onetti sigue mordiendo más que toda la prolija delantera del peruano, pero esa es otra historia. “Tú tienes con la literatura relaciones matrimoniales. Yo, adúlteras”, le dijo Juan Carlos a Mario.
Como novelista, Vargas Llosa ha sido un artífice prodigioso, tanto de argumentos y atmósferas como de estructuras narrativas, con obras monumentales como La ciudad y los perros (1962) y Conversación en La Catedral (1969), y otras excepcionales como La casa verde (1966, la del burdel con orquesta que le arrebató el premio Rómulo Gallegos a Onetti) o La tía Julia y el escribidor (1977).
Una señal indiscutible de su prodigio fue cuando recibió -a los 26 años- el premio Seix Barral por su primera novela, la mencionada La ciudad y los perros. Un libro fundamental que ofició como plataforma de su obra posterior, centrado en la historia de un grupo de cadetes peruanos que sufren la hostilidad y la violencia de la institución militar en la que viven. Esta novela, que fue traducida a más de 30 idiomas, estaba ambientada en gran parte en el colegio militar Leoncio Prado, donde el propio Vargas Llosa estudió a principios de los años 50, obligado por su padre, en un intento de que la disciplina castrense alejara al joven Mario de la “mariconada” de leer. Pero lo que terminó produciendo fue una huella profunda luego convertida en consagración literaria mediante una decidida condena a la institución... a la cual, en 2011, terminó homenajeando junto a autoridades del Ejército. “El verde olivo del Ejército peruano brilla a su luz, señor Mario Vargas Llosa”, afirmó en aquella oportunidad el general Juan Urcariegui Reyes.
En esa novela fundamental del boom latinoamericano, Vargas Llosa construyó una narración fascinante y precisa, con algunos giros sorprendentes, sobre el micromundo de los cadetes, cautivando al lector con un vaivén furioso lleno de violencia, sexo, machismo y normas disciplinarias. La crítica ha destacado la contraposición del colegio militar y la ciudad de Lima, como espacios paralelos desde los que se moldea una concepción del mundo, de la sociedad y del futuro, mediante un tono y una musicalidad sorprendentes.
Conversación en La Catedral es un referente por sus exquisitas estrategias narrativas. Escritores como el cubano Leonardo Padura la identifican como una gran inspiración: “Es una novela que a mí me ayuda mucho a entender cómo se puede armar un libro [...]. Me la sé de memoria, pero la sigo leyendo. La manipulación del lector es una cuestión muy importante en la literatura. Y engañarlo, también, un poquito”, dijo Padura en una entrevista con el diario argentino Página 12. Fue la iniciación de Vargas Llosa en lo explícitamente político, al relatar la dictadura del general Manuel Odría y sus atroces medidas, además de la represión política y la corrupción militar en asociación con la oligarquía peruana. Con largas conversaciones yuxtapuestas y marcadas por la violencia y el autoritarismo, la mayor parte de la trama sucede en un bar llamado, justamente, La Catedral.
En La fiesta del chivo (2000) volvió a trazar un fulminante retrato social a partir de un atentado contra el dictador Rafael Trujillo, quien, durante 30 años (1930-1961), fue el demonio hostigador de República Dominicana. El propio Vargas Llosa ha explicado muchas veces, con palabras similares, que en Conversación en La Catedral intentaba describir una “sociedad bajo una dictadura en la que el dictador casi no aparece”, porque lo que le interesaba era narrar las consecuencias de las decisiones de ese dictador, y no “mostrarlo tomando esas decisiones”, pero que en La fiesta del chivo la apuesta fue otra, ya que quería acercarse al centro del poder. Asumiendo que la lejanía es lo que permite a un dictador aparentar ser una especie de superhombre “que genera sentimientos anormales en la gente” y se vuelve a la vez temido y querido, odiado y adorado, su desafío fue presentar al ser humano que palpitaba detrás del monstruo de Trujillo, un padre y un esposo en un cuerpo vulnerable y enfermo.
Unos años antes, en 1981, escribió La guerra del fin del mundo, una versión de la maravillosa Os Sertões, de Euclides da Cunha. Para cualquiera que haya leído esa novela de 1902, nada puede acercarse al friso obsesivo, sediento y sudoroso con el que logra captar la verdadera esencia del fanatismo, de la desesperación, de las ganas de vivir -o morir- por un propósito, sin importar cómo. Pero de todos modos Vargas Llosa volvió sobre la épica guerra de Canudos, a fines del siglo XIX y en pleno Sertón brasileño, en la que se enfrentaron el Ejército y los integrantes de un movimiento popular rebelde, guiados por el líder mesiánico Antonio Conselheiro.
Los malos tiempos
Después de recibir el Nobel de Literatura en 2010, con un discurso en el que repasó sus grandes referentes literarios -desde Gustave Flaubert y William Faulkner hasta Cervantes, Thomas Mann y Jean-Paul Sartre-, Vargas Llosa publicó El héroe discreto (2013), que narra, en paralelo, la vida de dos empresarios peruanos: Felícito Yanaqué, el dueño de una pequeña compañía de transportes de Piura, e Ismael Carrera, exitoso e influyente hombre de negocios de Lima. Una mañana, la apacible vida de Felícito se trastoca para siempre, cuando una supuesta mafia comienza a chantajearlo por medio de misteriosas esquelas callejeras, a las que se impone con decisión, sin ceder un ápice de su dignidad, mientras se confirma como un pequeño héroe discreto de ese espacio perdido. En contrapartida, el octogenario Carrera decide casarse con su empleada doméstica para vengarse de la maldad de sus hijos, un dúo verdaderamente perverso. En esta historia, Vargas Llosa volvió a demostrar que conoce como nadie a ciertas estirpes de individuos oscuros y eclécticos, y que maneja a su antojo lo que sueñan y piensan las distintas clases sociales peruanas, a través de diálogos, descripciones, flashbacks y suspensos.
La gran decepción que nos guardaba el escritor peruano -aparte de sus posiciones derechistas-, se titula Cinco Esquinas (Alfaguara, 2016): su última novela se presentó con una cobertura especial de la revista Hola y fue promocionada como una “denuncia del periodismo amarillista” durante la dictadura de Alberto Fujimori, que “utilizó el periodismo de escándalo como un arma política para desprestigiar y aniquilar moralmente a todos sus adversarios”. Al mismo tiempo, se dijo, muestra “cómo el periodismo, que puede ser algo vil y sucio, puede convertirse de pronto en un instrumento de liberación”. En realidad, se trata de una obra que a nivel narrativo resulta irritante y banal, con un relato impostado sobre la reacción de la clase alta durante los últimos años de la era Fujimori.
Cinco Esquinas comienza con el despertar de una relación sexual entre las esposas de dos millonarios, pero esto no se convierte en el puntapié inicial de nada, salvo de una serie de episodios de porno soft. Se suceden abordajes livianos de temas cruciales y complejos, como el terrorismo, la dictadura, la corrupción o el poder, mientras las mujeres organizan viajes a Miami para escapar de los claustrofóbicos toques de queda (“Maldito toque de queda. Pero claro, el terrorismo era peor. Chabela se quedó a dormir y, ahora, María sentía la planta de su pie sobre su empeine derecho”...).
En contrapartida, en el barrio pobre Cinco Esquinas funciona una revista amarillista, utilizada por el monje negro de Fujimori, Vladimiro Montesinos, para extorsionar a sus adversarios. Entre ellos, el exitoso empresario Enrique Cárdenas, esposo de una de las mujeres del comienzo. En ese barrio orillero se cruzarán distintas clases y personajes (“Su vida había estado día y noche en la cuerda floja: ¿no vivía en Cinco Esquinas, uno de los barrios más violentos de Lima, con asaltos, peleas y palizas por doquier? Muchas veces ella y su jefe habían bromeado sobre lo que arriesgaban con los destapes escandalosos en los que eran expertos. ‘Algún día nos pegarán un tiro, Retaquita, pero consuélate, seremos dos mártires del periodismo y nos levantarán una estatua’”, recuerda una de las columnistas de la revista). Lo que sorprende es la simpleza argumental y narrativa utilizada por Vargas Llosa, disgregada en páginas y páginas y páginas sobre fotos comprometidas, soluciones posibles, nervios, escapes y tensiones, en un proceso melodramático berreta.
Hay una serie de clichés desafinados en un collage soso, y el Vargas Llosa que supo ser un escritor admirable parece ausente. “El futuro es nuestro, por prepotencia de trabajo. Crearemos nuestra literatura, no conversando continuamente de literatura, sino escribiendo en orgullosa soledad libros que encierran la violencia de un cross a la mandíbula. Sí, un libro tras otro, y que los eunucos bufen”, escribió Roberto Arlt en el prólogo de Los lanzallamas. Eso había logrado Vargas Llosa en varias de sus obras, pero en Cinco Esquinas más bien parece víctima de sus propios golpes.