Algunas líneas poderosas, como solían ser las suyas, lo vincularon con Uruguay. Entre ellas, la imagen de un militar gorila en bicicleta, creada para apoyar la campaña por el No al proyecto de reforma constitucional de la dictadura en 1980; el uso de una de sus obras más famosas, Me vale madre (expresión equivalente a “me importa un carajo”), en la portada del disco La muerte (1984), de José Carbajal, El Sabalero; y huellas de su escuela en ciertos trabajos de otro grande de la caricatura, nuestro compatriota Fermín Hontou, Ombú, que lo conoció en México. O que estuvo entre los muchos que conocieron mejor a México mediante Rogelio Naranjo, porque el trabajo de este artista, fallecido el viernes 11, fue una elocuente explicación de su país, a partir de la comprensión profunda. Pero no fue sólo eso, y hay que aclarar algo antes de que termine el primer párrafo: Naranjo publicó más de 20.000 obras en periódicos, y la mayor parte de ellas expresa un punto de vista fuertemente politizado, pero no estamos hablando de un mero virtuoso de la propaganda, sino de un artista que, entre otras cosas, expresó sus opiniones y la rabia que le causaban las injusticias.

Había nacido en Peribán, un pueblo del estado de Michoacán de Ocampo, hijo de un sieteoficios que contaba entre sus talentos el artístico. Estudió en la Escuela de Bellas Artes de la Universidad Michoacana y fue luego docente universitario de arte, pero aunque en 1967 ganó el Premio de Arte Joven, decía que adquirió esa formación porque “no había escuelas para caricaturistas” y porque “no le hacía daño para dibujar”.

“Me fue jalando la caricatura más y más y me olvidé de las artes plásticas. Dije, no, esto no sirve para nada. Una caricatura la ven a diario, si publicaba en un periódico, miles y miles de personas con las que yo me estoy comunicando”, contaba. Y lo que quería comunicar tenía una honda raíz en su indignación ante la desigualdad social y los abusos. “Hay situaciones que me duelen mucho. Entonces trato de ser cruel con los responsables. No se puede tener clemencia, porque uno arriesga su propia sinceridad”, afirmaba, y aunque también se definió diciendo “no soy agresivo, no puedo serlo; soy más bien tiernón y papanatas”, los poderosos de su país supieron bien cuánto dolían los golpes certeros de aquel hombre, retraído pero valiente.

Sus representaciones de los hondos problemas sociales mexicanos mostraban rasgos extremos de la opulencia y de la miseria -retomando a menudo la tradición de las calacas de José Guadalupe Posadas para (des)encarnar en esqueletos a los desposeídos-, y políticos corruptos con rasgos de rata, de serpiente o de demonio. Fue un hombre de izquierda, comprometido formalmente con sectores políticos, y se abstuvo de emplear su arte para plantear críticas a figuras o sectores izquierdistas, pero poco tuvo de dogmático, y su sólida formación cultural -no sólo en el terreno artístico, ya que fue también, por ejemplo, un apasionado estudioso de la historia- lo había hecho comprender que “nunca tenemos una idea realmente exacta de cómo fueron las cosas”, aunque “hay libros que se acercan más a la verdad que otros”.

Recibió en 1977 el Premio Nacional de Periodismo, y no fue por casualidad. Colaboró con muchos periódicos y fundó unos cuantos, entre ellos Por qué? y La Garrapata, el azote de los bueyes, ambos en el convulsionado 1968 mexicano (“el 68 -recordaba- me llenó de indignación y fuerza; sentía que había que poner a los responsables de la represión en su lugar”). También, en 1976, la revista Proceso, junto a Julio Scherer García, cuando este fue expulsado de la dirección del diario Excélsior, mediante una maniobra gubernamental de la que fueron cómplices parte de los integrantes de la cooperativa que editaba ese periódico.

Si bien su oficio fue, como se dice en México, el de cartonista o monero, no lo desarrolló en torno al humorismo que se suele asociar con las caricaturas. Era evidente que poseía un fino sentido del humor y de la ironía (no del sarcasmo), pero incursionó poco en la historieta, porque consideraba que no se le daba bien la creación de situaciones graciosas simples. “No busco que la gente se ría, lo que pretendo es que use su imaginación”, sostenía, y para eso se esforzaba en usar la suya: una muestra excelente son los trabajos recopilados en el volumen Alarmas y distracciones, publicado en 1973, en los que estalla una creatividad a menudo emparentada con el surrealismo.

Como artista plástico era disciplinado, metódico y perfeccionista, con una intensa dedicación sostenida por dosis abundantes de café, cigarrillos y música. Su estilo más reconocible es el de los trabajos a tinta, con tramas de innumerables rayitas para lograr efectos de sombreado y de volumen, predominio de los trazos curvos y detalles ornamentales muy significativos, que retrataban “el ambiente” de las personas que caricaturizaba; pero también utilizó las acuarelas y la técnica del collage, y además de dibujante supo ser, en ocasiones y con logros muy interesantes, artesano de la madera, joyero y diseñador de muñecas de trapo.

En la genealogía artística que reconocía estaban presentes, por supuesto, el francés Honoré Daumier, el estadounidense David Levine (a quien se asemejaba en algunos aspectos de sus caricaturas “cabezonas”), y el rumano-estadounidense Saul Steinberg, de muy destacada obra en la revista The New Yorker. Y también, obviamente, grandes pintores que prefiguraron o bordearon la caricatura, como el español Francisco de Goya, el alemán George Grosz o el muralista y litógrafo mexicano José Clemente Orozco, a quien lo acercaba también el compromiso con las cuestiones sociales de su país. Dijo sobre él el escritor Carlos Monsiváis: “Rogelio Naranjo es el proyecto de un mundo personal [...], lo personal, en este caso, equivale a la siguiente sucesión de términos: original, preciso, irónico, melancólico, tierno, escéptico, contemporáneo, intransferible”.