El jueves estaba haciendo tiempo en un bar, antes de ir a un show de rock en la sala Camacuá, cuando alguien de paso me dijo que Leonard Cohen se había muerto. Abrí Facebook y, efectivamente, la noticia se estaba reproduciendo en forma geométrica entre los comentarios de mis conocidos. Entonces recordé cuando hace unos 30 años leí, con las dificultades de mi francés rudimentario y adolescente, una nota en la revista Rock & Folk en la que hablaban de uno de sus discos, comparándolo en forma entusiasta con lo mejor de Bob Dylan. Me sorprendió, porque no tenía ni idea de quién era Cohen, y Dylan era muy grande. Poco tiempo después encontré en una librería de Tristán Narvaja, por una casualidad inaudita, una primera edición estadounidense de su segundo libro de poesía, The Spice-Box of Earth (1961), a un precio ridículamente bajo, que compré, que aún conservo y que me voló la cabeza de joven lector de poesía. Apenas unos meses después conseguí comprarme la edición en castellano de la biografía de Cohen de Jacques Vassal (que no casualmente había sido editada originalmente por la Rock & Folk), que contenía muchas de sus letras, así como grandes fragmentos de The Favourite Game y Beautiful Losers. Y no demasiado después, ya siendo un precoz admirador enfermizo de los versos del canadiense, me hice con las ediciones de Visor de Flowers for Hitler (1964) y Parasites of Heaven (1966), de las que llegué a memorizar fragmentos sin intentar hacerlo. Pero, curiosamente -ya que casi todos lo conocemos más que nada como músico-, demoré varios años más en llegar a conseguir por primera vez uno de sus discos, que eran de difícil acceso en aquellos tiempos. Un día entré en una sucursal del Palacio de la Música y habían hecho una gran importación de discos compactos baratos (todos conservaban la etiqueta de low cost), que incluía varios ejemplares de absolutamente toda la discografía de Cohen hasta aquel momento, incluyendo rarezas como su disco en vivo. Indeciso sobre cuál llevarme, opté por la recopilación de la CBS de 1975, The Best of Leonard Cohen, que contiene temas de sus primeros cuatro discos. La puse en el reproductor de CD con un poco de miedo: ¿qué pasaba si el que era uno de mis poetas favoritos resultaba ser un músico y cantante espantoso, o si resultaba un llorón impresentable? Pero no, comenzó “Suzanne” -cuya letra ya conocía de Parasites of Heaven- y me di cuenta de que estaba todo bien. Era la misma serenidad, la misma elegancia de sus textos, la misma autoridad religiosa de quien ha atravesado el nihilismo y emergido del otro lado, no para traer una revelación, sino simplemente para vivir el resto en paz.
En todo esto pensé el jueves mientras esperaba para ir a un show y alguien me dijo que se había muerto Cohen. Y no fui al show, y me tomé más de siete whiskis. Y les hinché las pelotas a todos los que tuvieron la desgracia de escucharme, hablándoles sobre el guerrero de “The Traitor”, que es puesto en la lista de los enemigos del amor por quedarse en brazos de una mujer en lugar de arremeter, junto a los soñadores, contra los hombres de acción en el campo de batalla, y sobre el extraño avaro de “Night Comes On”, que sólo necesita no tener nada que tocar. Y acto seguido les hablé de que en el mismo disco -Various Positions, de 1984- más tarde se convierte en el suplicante de “Hallelujah”, que justamente necesitaba tocar por no ser capaz de sentir. Y aun más tarde le avisé a una amiga que estaba a punto de cruzar el Mar del Japón, en mensajes llenos de errores ortográficos, que se había muerto ese tipo que nos gustaba tanto, y a miles y miles de kilómetros de distancia nos dijimos que era una noticia muy triste y qué cagada todo, ¿no? Aquí y allá. Y al final me dormí, y cuando me desperté estaba de vuelta en un mundo en el que ya no va a haber nuevos discos de Leonard Cohen, y donde no va quedando mucha gente a la que mirar hacia arriba. Pero quedan, sí, unos cuantos discos y libros que siguen hablando sobre un grupo de niños entre los que este mismo poeta anciano se contaba, niños arropados en harapos de luz, que siguen esperando a que la noche se termine.