Aún guarda misterios la literatura. Aunque la estadounidense Lucia Berlin (1936-2004) había publicado en vida algunas antologías en editoriales pequeñas y medianas, con cierta aceptación de la crítica, el éxito la eludió hasta 2015, cuando Farrar, Straus and Giroux publicó esta colección de cuentos, A Manual For Cleaning Women. A mediados de este año, afortunadamente, llegó por medio de Alfaguara la traducción al español. Si en vida Berlin fue premiada apenas con un American Book Award (en 1991, por Homesick: New and Selected Stories), este libro fue de aparición casi obligada en las listas de los mejores del año pasado en inglés, y seguramente lo mismo pasará ahora en nuestro idioma, porque es un encuentro con el genio en estado puro, con una escritura sorprendente y dinámica que estaba, como toda la buena literatura, más allá de su tiempo.
De hecho, las comparaciones obvias (con su maestro, Anton Chéjov; con uno de los renovadores del cuento breve, Ernest Hemingway; o con su coetáneo Raymond Carver) sólo realzan la originalidad de su prosa. Porque Manual..., como en parte dice el editor y antólogo Stephen Emerson en su introducción, se puede ubicar en la tradición de los muy escasos libros felices (junto a los Ensayos de Michel de Montaigne o Huckleberry Finn, de Mark Twain). Aunque las historias son a menudo desgarradoras, aunque los personajes viven situaciones terribles y a veces se asemejan a los que se tambalean por los cuentos de Charles Bukowski; aunque la mirada es más bien desaprensiva y de un realismo profundamente desencantado, la felicidad está en los períodos, en el material expresivo, en el tono ligero y casi risueño desde el que se enuncian los mejores de estos más de 40 cuentos.
Uno en particular, “Punto de vista”, funciona como arte poética. En cuatro páginas en las que se ve el proceso creador de la escritura, Berlin realiza un despliegue de talento y de potencia narrativa que combina pericia técnica (el uso de las voces narradoras, la construcción de personajes complejos, el manejo de los tiempos) y una expresividad que sólo puede definirse según la fórmula del juez Potter Stewart: “Lo sé cuando lo veo”. En efecto, la prosa es tan idiosincrática que para explicarla hay que reproducirla (como lo hace, en abundancia, Lydia Davis en su prólogo). El riquísimo uso del humor y de las expresiones coloquiales; el juego con los binomios realidad/ficción y mentira/verdad (sin una identificación simple entre el primero y el segundo) y la apropiación deleitosa de “lo otro” escapan casi a la conceptualización. Y es en ese “otro” que Berlin incluye en su discurso, de manera inigualada, donde se encuentra gran parte de su alcance y energía creadora.
Por medio de la inclusión como propio de lo que a primera vista parece ajeno, esta literatura es una celebración constante del lenguaje y sus posibilidades. La alegría en Berlin aparece, como en el poema de Charles Baudelaire, en un ir por la ciudad pateando palabras que se cruzan en su camino (oídas al pasar o vistas en carteles), dándoles un espacio de significación único para aislarlas y volver la atención sobre ellas, que se emancipan del argumento y hasta de los vívidos personajes (cuyos nombres se repiten en varios textos creando una sensación de microuniverso narrativo, un dispositivo inventado por otro de sus referentes, Honoré de Balzac).
En su relación estrecha con el español (omnipresente en sus cuentos, a menudo ubicados en ciudades del sur de Estados Unidos, en México o en Chile), que Berlin cita, por ejemplo, de Vicente Huidobro o de los libros del Chilam Balam (en este caso traducción de una traducción, del maya al castellano y del castellano al inglés), la prosa produce una fricción subyugante en la que incluso las palabras “propias” (de la “lengua materna”) se miran como desde afuera, con extrañamiento, y cobran una entidad casi corpórea (como en el cuento “Macadán”, que apenas supera media página). Así, la experiencia del idioma se vive de forma arborescente; los términos se llaman entre ellos sin llegar a ser nunca impertinentes, en un balance entre riqueza léxica y economía de recursos que permite cuentos brillantes de pocas páginas (o incluso de un puñado de párrafos cortos) y también algunos bastante largos en los que la concentración y el pulso no decaen.
Ese uso particular y libérrimo del lenguaje, esos finales que siempre desafían las expectativas del lector iluso, la adjetivación inesperada y la pasión por la acumulación de detalles que a veces parecen caprichosos pero que dibujan un destino, hacen de Manual para mujeres de la limpieza un clásico instantáneo, si acaso la expresión puede usarse en este caso de tardía justicia poética.
Manual para mujeres de la limpieza
De Lucia Berlin. Alfaguara, Buenos Aires, 2016. 432 páginas.