“Me he transfigurado en el cero de la forma y me he rescatado del lodazal de inmundicias del arte académico”. Eso proclamaba, altanero y drástico, el ruso Kazimir Malevich (1878-1935) en su Manifiesto suprematista de 1916, estableciendo los dos polos de su acción renovadora, embebida de agitaciones socialistas y radicalismo futurista, rociados con generosas gotas de misticismo: por un lado, la regeneración formal mediante un abstractismo rigurosamente geometrizante; por el otro, una separación neta de la encorsetada retórica realista decimonónica. Antes de llegar a aquel punto álgido -para su carrera y para el panorama pictórico del siglo XX-, Malevich atravesó distintas fases e inquietudes, acumuladas en la primera sala y parte de la segunda de la no muy extensa (unas 50 piezas) pero sí muy intensa retrospectiva que le dedica Fundación Proa. Se pueden ver un par de paisajes de 1906, que flirtean con el impresionismo más positivista (guiñando el ojo ya, quizá, a pulsiones abstractas) y algunos estudios para un fresco de corte bien simbolista, con un autorretrato del artista representado como demiurgo (un rol que a Malevich evidentemente le encantó desde el principio). Luego los vientos cubistas y futuristas lo llevaron a experimentar con el vanguardismo de aquel período turbulento. Formó parte del grupo Cubofuturista, pero siempre, parecería, con algún toque “extra”: en su Vaca y violín (1913) edifica un Picasso de talante lisérgico, y en el collage de La Gioconda (1914), sobre un fondo de planos y letras que podría ser braquiano, pega una foto de “Monna Lisa” tachada con rojo y de cuya sonrisa, según dijo, originalmente pendía un cigarrillo (luego perdido), todo un socarrón adelanto de los bigotes que Marcel Duchamp le aplicaría a la obra un lustro después.

El notorio Retrato perfeccionado de Ivan Kliun (1913) -caleidoscópico desmantelamiento de un rostro pintado para la posteridad- funciona como antecámara de la fase ya plenamente suprematista: los colores (¡ah, aquel rosado!) y formas (que tienden a lo largo y fino) de Suprematismo (1915-16) y Suprematismo supremus nº 58 (1916) ilustran bien la voluntad de tomar distancia no sólo de la figuración, sino también de la tierra, hacia un vacío metafísico y cierta “autonomía” de la pintura que crecería desmedidamente en las décadas siguientes, dentro y, sobre todo, fuera de Rusia. Muy acertada la cita que, en el catálogo, acompaña estas imágenes: en una carta de 1917, Malevich habla de cómo, pintándolas, imaginaba “estar en el éter, dentro de una madeja de líneas y puntos coloridos”, desapareciendo de pronto “en el infinito”.

Ganas de infinito, entonces, máximos sistemas, cielos, pura espiritualidad: es bien sabido que toda la camada de monstruos de la pintura de ese momento, inmersos en el variopinto lago de la abstracción -Vasili Kandinsky y Piet Mondrian, entre otros- tuvieron anhelos trascendentales con sabor a teosofía. Pero nadie llegó tan lejos como Malevich, que en 1915 presentó, en el efervescente marco de la muestra 0,10 -con la que los rusos se independizaron de las otras corrientes europeas- 39 piezas no figurativas, incluido el Cuadrilátero (luego renombrado Cuadrado negro), que fue una de las dos o tres piezas más importantes para el desarrollo del arte occidental del siglo pasado. En Buenos Aires no está esa versión primigenia, sino una de las otras dos que sobreviven -Malevich creó varias-, de los años 20 y que conserva toda su potencia, pero sí fotos de aquella muestra.

Reducir el espacio de representación a un vacío blanco invadido por formas geométricas de distintos y excitantes colores, y por escasas formas negras, no fue el único logro del suprematismo, pronto legitimado por manifiestos, revistas y un grupo de destacados discípulos. Malevich supo utilizar de manera significativa el espacio: las piezas de 0,10 trepaban los muros y establecían un entramado asimétrico para que se destacara, en alto, colgado transversalmente entre dos paredes, el Cuadrado negro. Un marco blanco y, en el medio, ese cuadrado espeso, impenetrable pero magnetizador de miradas, lo más cercano a lo absoluto que se hubiera pintado hasta entonces: el artista lo ubicó como se solía hacer con los íconos religiosos, dotándolo así de un hieratismo particularmente tajante. Empero, la prensa de entonces no habló del gesto nihilista, ni del burlón, de posible matriz dadaísta, de quien está afirmando que Dios equivale a nada, sino del gesto de alguien que quiere alegar que esa (aparente) nada pictórica lo comprende, en realidad, todo. La centralidad de 0,10 se aclara, en Proa, en un breve pero útil video mostrado en loop, que omite un aspecto de aquella mítica muestra: al otro lado de la galería Dobychina, donde se desarrolló, se expusieron 13 trabajos del enemigo número uno de Malevich, aquel Vladimir Tatlin que colgó de la misma manera uno de sus Contra-relieves. Poner sobre la mesa de esta Retrospectiva aquella competencia -que encarnaba, entre otras disputas, la de la visión socialista de Malevich y la comunista de Tatlin- tal vez habría favorecido una mejor comprensión del pintor y de todo el futurismo ruso.

En Proa, la curadora Eugenia Petrova se ha atrevido a darle una ubicación “rara”, al estilo 0,10, sólo a otra pieza clave de la muestra, el Cuadrado Rojo (Realismo pictórico de una campesina en dos dimensiones), también de 1915, al que hay que mirar desde abajo, exaltándose así la ligera desviación de uno de los lados del cuadrado, que vendría a “suprematizar” la pollera típica de las campesinas rusas: buena elección (cerrando con los cuadrados, cabe mencionar que Malevich pintó también, en un 1919 ya posrevolución, un chocante Cuadrado blanco sobre fondo blanco, símbolo de la “acción pura”). Una pared divide actitudes diferentes: de un lado, tres obras impresionantes en su autorreferencialidad -el cuadrado, la cruz y el círculo negros de 1923-; del otro, las aplicaciones de los conceptos suprematistas a lo cotidiano, desplegadas en la escuela Unovis (Afirmadores del Arte Nuevo), que Malevich había abierto en los años 20 en Vítebsk: tanto en lo concreto (exquisitos sets de té en porcelana) como en lo puramente proyectual (maquetas de los ciclópeos edificios “arquitectones”).

El primer piso de la muestra cierra con la segunda fase “geometrista” de Malevich, la de un supuesto retorno a la figuración y a temáticas ejemplarmente rusas, que él llamó supernaturalismo: es claro que el sujeto clave es el campesino, y más genéricamente el hombre del pueblo, pero ya trascendiendo especificidades -ninguna cara tiene rasgos- y permaneciendo olímpicamente refractario a lo realista: más bien mecanización de los cuerpos, explosión colorista, altivo simbolismo, fundación rítmica de la composición. Asombran, en este sentido, piezas como Carpintero, de 1928-1929; Cabeza de campesino y Muchachas en el campo, del mismo período; o el archifamoso Ejército Rojo, de 1932. Pese a la reaparición de sujetos reconocibles, Malevich seguía felizmente anclado -dilatándola ostentosamente- a su idea de una pura objetividad, “donde el concepto prima sobre la práctica”, cuyas consecuencias sobre el arte posterior son harto conocidas.

El espacio principal del segundo piso está dedicado a la reconstrucción de los trajes de la obra teatral Victoria sobre el sol, posiblemente su primer momento de adhesión a las vanguardias, donde se vislumbra el prototipo del mismo Cuadrilátero. Una docena de maniquíes lucen el vestuario que creó en 1913, junto a la escenografía, para ese espectáculo futurista que hizo temblar a San Petersburgo: impresiona ver los bocetos y su reconstrucción minuciosa, llevada a cabo en 2013.

Caminar entre los maniquíes, rozando esas formas mutantes que parecen mezclas eufóricas de seres espaciales y robots, con atavíos de una commedia dell'arte posindustrial, evoca lo que debe haber sido ver aquel superespectáculo: música no armónica de Mijaíl Matiushin, libreto en lengua transmental záum de Alekséi Kruchónyj, e imaginario visual de Malevich, una de las figuras que han determinado nuestro uso, goce, comprensión e incomprensión del arte contemporáneo, como es fácil entender transitando esta imperdible muestra.

Kazimir Malevich

Retrospectiva. Curadora: Eugenia Petrova. Fundación Proa (Av. Pedro de Mendoza 1929, Buenos Aires). Hasta el 11 de diciembre.