En tren de informar, lo primero que hay que decir sobre esta película es que dura cuatro horas y media. Es como para humillar, en extensión, a las mismísimas Lo que el viento se llevó o Lawrence de Arabia (ambas de menos de cuatro horas), y sin su espectacularidad. Sin embargo, puede ser una experiencia fascinante, intensa y bella para quienes aman la fabulación, el placer de la historia, del cuento largo, ramificado y entreverado. Sólo una duración así crea la sensación de meterse tanto en el mundo de los personajes, emulando el tiempo transcurrido, las distancias y la postergación de revelaciones.

Mistérios de Lisboa (1854) fue la primera novela notoria de Camilo Castelo Branco (1825-1890), máximo exponente del romanticismo literario portugués. En algunas ediciones supera las 1.000 páginas. Luego escribiría unos 260 libros más. Tiene muchos elementos autobiográficos: como Castelo Branco, el personaje principal es un huérfano de origen noble, criado en un internado religioso, que vivió aventuras diversas en medio de la nobleza, el clero y la alta burguesía lisboetas. La mayoría de los personajes provienen de clases altas: los pobres y mendigos son nobles caídos en desgracia, o desplazados porque el primer hijo varón heredaba toda la fortuna de la familia y sus hermanos menores se las tenían que arreglar como plebeyos cualquiera. Esas figuras están entreveradas en un laberinto folletinesco de vínculos y en una acumulación improbable de coincidencias y vueltas de tuerca melodramáticas.

Hay amores apasionados ilegítimos, duelos, revelaciones sobre inesperados orígenes familiares, padres o madres separados de sus hijos al nacer y que los reencuentran décadas más tarde, hermanos que se disputan el amor de la misma mujer, un hidalgo que se convierte en “gitano” y luego en un bondadoso cura, un matón de baja calaña que termina con una fabulosa fortuna, una bella duquesa obsesionada con vengarse del amante que la deshonró, una condesa mantenida en virtual prisión domiciliaria por un marido prepotente y psicótico, que decide vivir en pareja con una criada (con la que luego, por supuesto, nos reencontraremos en calidad de esposa de otro personaje importante). Y mucho más.

No son episodios separados, sino una ramificación a partir de la historia de João (el niño criado por el cura). Pequeños hechos misteriosos suscitan intrigas, que conducirán a diálogos reveladores -en la película, a flashbacks (y en algunos casos a flashbacks dentro de un flashback)- que nos explican cosas del pasado y que motivan otras cosas que ocurrirán luego. La acción presente tiene lugar entre la pubertad y la juventud de João (que resulta que se llamaba Pedro) en Portugal, Francia y Brasil, pero los flashbacks nos retrotraen al siglo XVIII, a la Revolución Francesa y a las invasiones napoleónicas, y las ramificaciones nos llevan por momentos a España, Francia e Italia. Aunque muchos aspectos misteriosos van a dar pie a sorpresivas revelaciones, algunas intrigas quedan por esa, personajes importantes son abandonados, hay líneas que no cierran. Paradójicamente, esa especie de desprolijidad narrativa termina dando a este enjambre de cuentos románticamente melodramáticos un componente de realismo: la película mira esas historias sin llegar a contenerlas, y varios de sus vericuetos, si uno se ocupara de ellos, podrían dar origen a otros flashbacks y desarrollos (de hecho, Castelo Branco publicó, al año siguiente de Mistérios de Lisboa, la continuación, Livro negro do padre Dinis, centrada en su más fascinante personaje).

El tono general es desencantado. Estamos ante algunas de las personas más privilegiadas de la sociedad lisboeta de la época, de las que tenían la vida intelectual más rica y el ocio suficiente para dedicarse a alimentar sus pasiones románticas, y sin embargo vemos una sucesión de desencantos, existencias inútiles e insatisfactorias, un devenir caprichoso que castiga por igual a justos y pecadores, una convivencia social pautada por la hipocresía, la injusticia y el olvido, apreciada con sarcasmo y cinismo, aunque también con compasión, por más que se trate de la compasión resignada de quien asume que la vida es esencialmente eso. Como dice el epígrafe de la película, la narrativa es un “diario de sufrimientos”.

Es comprensible que Raúl Ruiz se haya fascinado con ese material. Al igual que Castelo Branco, Ruiz fue prolífico (en el sitio web de IMDb, este film figura como su realización número 116), y las historias dentro de historias son características de varias de sus películas. Aparte de hacer cine, escribió una enorme cantidad de obras teatrales, publicó libros de estética cinematográfica, fue docente y gestor cultural. Nacido en Chile, se exilió en Francia en 1973 y, aunque filmó esporádicamente en su país natal, su carrera y su reputación fueron mayormente europeas.

Ruiz integró la generación post Nouvelle Vague, la de gente como Rainer Fassbinder, Werner Herzog, Wim Wenders, Chantal Ackerman, Marcel Hanoun, Jean-Marie Straub y Danièle Huillet, todos ellos aclamados por Cahiers du Cinéma como lo más notable del cine de los años 60 y 70 pero que, con excepción de los tres alemanes nombrados al inicio, no se acercaron a la notoriedad oscarizable de sus correlatos de generaciones precedentes. En Uruguay se llegó a estrenar regularmente una décima parte de su vasta obra, lo que no es poco. Salvo por la proustiana El tiempo recobrado (1999), le debemos todos sus estrenos a Cinemateca Uruguaya. Misterios de Lisboa, con su duración enorme y todo, fue su film más exitoso, por desgracia casi al final de su vida (murió en 2011).

Festín visual

Algunos elementos en el estilo de esta película parecen medio avejentados. Hay una tendencia teatral en la dirección de actores, aunque la excelencia de algunos de ellos -especialmente del premiado Adriano Luz y, por supuesto, de Léa Seydoux en su pequeña participación- puede hacernos olvidarlo. La música melosa (del chileno Jorge Arriagada) es insoportable, como la de un melodrama de los años 50 templada con influencias de Philip Glass (la referencia por excelencia del cine arty en este siglo). Los travellings constantes, a veces con movimientos de grúa, lucen demasiado floridos, como el gusto por ángulos estrafalarios (incluido un plano hitchcockiano tomado desde abajo, como a través de la superficie de una mesa). Los palacios, mansiones, jardines, bosques, vestidos y trajes, carruajes, azulejos, caballos, objetos y obras de arte, todos preciosos, se justifican por la anécdota, pero es medio forzado que cada personaje veinteañero sea interpretado por una beldad. Pero esta película, que nos traslada a una sociedad de otra época y alimenta el hambre de anécdotas interesantes y emociones fuertes, es también un festival para la vista.

Hay una notoria maestría en procedimientos infelizmente abandonados en el cine reciente. La puesta en escena es de increíble elaboración y riqueza, por la coordinación entre los movimientos de los actores en el cuadro y de la cámara para reequilibrar el encuadre y mostrar con claridad lo que el director quiere. Un ejemplo entre muchos es el plano de casi cuatro minutos en que el conde de Santa Bárbara persigue a Ângela por todo un salón de fiestas, los dos separándose, reencontrándose y cruzándose con otros personajes, entre parejas que bailan y músicos: con independencia de la anécdota, vale apreciar los patrones casi abstractos de esa compleja y magistral coreografía de cámara y actores.

La fotografía (del brasileño André Szankowski) es fabulosa. Son especialmente notables los interiores diurnos, con zonas directamente iluminadas por el sol que entra por las ventanas y otras en sombra: los personajes se mueven de unas a otras, y logramos distinguir qué ocurre en la penumbra sin que se saturen las áreas iluminadas. En su gusto por los movimientos y por retratar los amplios espacios de esas mansiones y palacios, hay pocos primeros planos y muchos diálogos en plano general, en los que hay que prestar atención para distinguir quién está hablando. Es un factor que fuerza la atención del espectador y lo mantiene siempre en vilo, activo, atento. Algunas cosas necesariamente se perderán, y el planteo al respecto de la película parece ser similar al vinculado con cuestiones anecdóticas que no se resuelven: es parte de la vida perderse detalles. Entre muchas cosas que me perdí, por ejemplo, no tengo idea de quién es el personaje que se suicida enseguida de la escena del duelo entre Pedro y Alberto de Magalhães (lo vemos en gran plano general). Hay también un gusto por los planos wellesianos con una casi imposible profundidad de foco, en los que hay algo en primerísimo plano pero el grueso de la acción transcurre al fondo. Muchas veces lo que vemos en primer plano es algún testigo silencioso -por lo general un personaje sin peso en la trama- que entreoye una conversación al fondo, como si fuera una fuente de identificación en una película sin personajes que generen especial empatía.

Aunque el tono es mayormente naturalista, hay detalles que se salen de eso en forma disonante, sobre todo cuando determinados personajes se deslizan en la imagen como si estuvieran sobre una cinta transportadora. Algunas secuencias son introducidas por imágenes del teatrito de juguete de Pedro, agregando un componente de artificio explícito. La pelea que involucra a Alberto, que vemos desde la ventanilla del carruaje del padre Dinis, con los pies de uno de los contrincantes flotando en el aire, tiene visos de farsa.

Hay algunos datos muy difundidos sobre esta obra, reproducidos incluso en el programa de Cinemateca, que hasta donde pude averiguar son erróneos. La película no fue realizada como una miniserie, sino planteada inicialmente como largometraje y al año siguiente expandida, usando material que no entró en el montaje, para convertirla en una miniserie televisiva, de seis capítulos de 60 minutos (el director declaró que prefería la versión cinematográfica). Y no fue el canto de cisne de Ruiz, que tuvo tiempo de finalizar una película más (La noche de enfrente) y empezar otra (Linhas de Wellington) que fue completada por su viuda, Valeria Sarmiento.

Misterios de Lisboa (Mistérios de Lisboa)

Dirigida por Raúl Ruiz y basada en un libro de Camilo Castelo Branco. Portugal/Francia, 2010. Con Adriano Luz, Maria João Bastos, Afonso Pimentel. Cinemateca 18.