En un medio como el uruguayo, en el que no proliferan volúmenes centrados en la discusión artística (de los últimos dos años sólo puedo mencionar Dislocaciones, de Gabriel Peluffo, e Influencia: arte contemporáneo en el Uruguay del siglo XXI, de Jacqueline Lacasa, de escasa circulación y del que todavía no conseguí un ejemplar), Bisagras y simulacros, de Óscar Larroca, se destaca doblemente, por ser la obra de uno de los pocos artistas nacionales que ejercen con continuidad, desde hace por lo menos dos décadas, la escritura sobre su campo de acción.

No voy a trazar la larga tradición, a nivel global, de plásticos que se dedicaron (o dedican) sólidamente también a la tarea de ensayistas y teóricos, pero sí menciono la posición especial que generalmente ocupan: si por un lado el hecho de practicar aquello de lo que hablan enriquece -por ejemplo en el plano técnico- sus observaciones, por el otro -aunque no sea, por supuesto, algo sistemático- tienden con frecuencia a opacar los ámbitos que no comprenden su trabajo, exaltando los propios. Este último no es el caso de Larroca: por ejemplo, en los primeros, densos capítulos dedicados a la llevada y traída cuestión del realismo -tal vez el tema de las artes visuales del último siglo y medio- no escamotea críticas a ciertas derivas de aquel hiperrealismo al que, a menudo, él mismo ha sido asociado. Este distanciamiento, si queremos llamarlo de algún modo, no quiere decir que sus textos se mantengan lejos de la parcialidad: el libro trasuda política por cada poro de la celulosa que lo compone (y ese tema es a su vez el corazón del artículo “Arte, compromiso y poder”). Se trata, en efecto, de un libro que no sólo no huye de la realidad (vale decir, del desarrollo concreto de lo simbólico en el mundo), sino que especula para tratar de modificarla (y sin confinarse en la cerca de lo propiamente artístico, véase por ejemplo la nota “Alcaldes ‘o’ pescadores, la jerarquía de lo pueril” sobre las disfunciones de la televisión uruguaya). En cierto sentido, esa pulsión militante, de extrema crítica, se va espesando a medida que se avanza en el libro: si los primeros artículos afrontan los grandes nudos de qué es la representación hoy, a mitad de camino hallamos referencias más específicas al arte nacional con generosa distribución de latigazos, y una disputa con otro artista y ensayista (Luis Camnitzer), hasta que el conjunto se cierra, directamente, con una lectura entre semiótica y polémica de las últimas campañas electorales uruguayas. Algo por supuesto bien calibrado por el autor: en realidad, Bisagras y simulacros, como recita el subtítulo, está conformado por artículos (aparecidos en diferentes medios de prensa) de los últimos 18 años, pero ignorando su cronología y con una evidente predilección por lo producido recientemente, de 2012 a 2015. También es una mezcla de estilos, como el mismo Larroca advierte en el prefacio, entre lo más periodístico y lo más “armado”. Un viaje, en síntesis, muy variado, pero siempre estimulante.

Estimulantes son las muchas reflexiones sobre cómo y por qué representar la realidad y sobre la superposición de esta con la ficción, que componen el bloque de las primeras cinco intervenciones, siempre muy atentas a extrapolar ejemplos no sólo del mundo del arte, sino también de las crónicas o de los objetos de consumo más comunes -esta es una característica que une a todos los textos-. De ese modo acerca al lector no profesional a cuestiones que tal vez podrían pasarle inadvertidas: así, para diseccionar mimesis y simulacros, el ensayista cita al Pato Donald y su interacción con humanos, a Los Simpson y a varias películas (y hablando de simulacros, un referente, explicito en algunos casos, implícito en otros, es Jean Baudrillard, con el que Larroca parece compartir, a la postre, el escepticismo con respecto al uso del simulacro en la arena mediática). Con intuiciones a veces brillantes, se ilustran todos y cada uno de los peligros de manipulación audiovisual de nuestros horizontes vitales: por un lado, recalcando la máxima feuerbachiana de que la gente “prefiere la imagen a la cosa”; por el otro, exhortando a “diferenciar críticamente la ficción de la vida, la inmersión de la verdad, el juego de la guerra, la terapia ortopédica de la psicoterapia”. Contadas veces hay cierta fricción entre el análisis muy pormenorizado de algunos conceptos (imagen, percepción, etcétera) y categorías igualmente complejas cuyo significado casi se da por sentado. Cito sólo la más problemática: el cierre de “Sumergidos en la inmersión” anhela que “los tapujos no impidan buscar la verdad”, dejando de lado qué se entiende en este caso por verdad (aunque, una vez terminada la lectura del libro, probablemente se pueda reconstruir una posible definición larroquiana del concepto). Es posible que eso se deba sobre todo a un formato de escritura -digamos, el de ensayo para prensa, con sus límites espaciales-, que le impidió al autor explayarse sobre cada uno de los tópicos que toca, y no a un real vicio teórico: tanto es así que, en otros momentos, Larroca abre una temática y aclara inmediatamente que no la puede profundizar por razones prácticas, sin que su tesis sufra por ello.

La atenta lectura de varios fenómenos contemporáneos, artísticos o no, lleva al autor a pintar un cuadro bien sombrío de la actual situación cultural: esta, en sus palabras, parece constituir una especie de ring capitalista en el que se han desmantelado no sólo la escala de valores, sino también la idea misma de valor y el límite entre lo real y lo ficcional, para alimentar un uso cínico y comercial de, entre otras cosas, la provocación, el humor y el sexo (tratados respectivamente en “Algunos apuntes sobre Arte, apropiaciones y nomenclaturas afines”, “Humor no registrado” y “El ‘problema’ del desnudo”), bajo el gran dominio del mercado (cuyas reglas son detalladas, incluyendo una divertida digresión sobre la relación entre el tamaño de ciertas obras y su éxito comercial, en “Mercado versus Arte: una cuestión de peso”). Ahora bien, Larroca, en más de una ocasión, parece pronunciar la oración fúnebre del arte (y de mucho más), que sobreviviría rendido al chantaje de un sistema que permite todo porque necesita que todo se venda (en este sentido, es una versión amargamente aggiornada del posmodernismo). Por lo tanto, se podría pensar, apresuradamente, que el autor es uno de aquellos “intelectuales melancólicos” retratados por Jordi Gracia en un panfleto bastante reciente; sin embargo, la lucidez de las argumentaciones y los cuantiosos aciertos evitan que sus críticas se resuelvan en simples miradas nostálgicas hacia el pasado (que tampoco queda exento de reproches: ver, por ejemplo, el feroz ataque al mayo del 68 en, otra vez, “Arte, compromiso y poder”). Cabe mencionar un artículo que alivia el tono general gracias a cierta dosis de humor, ya parte de un terreno más creativo que especulativo: “Algunos comentarios sobre la exposición Bordes”, que, entre reflexiones sobre una de sus más destacadas muestras como artista, incluye una página dedicada al cambalache surreal que el viajero de los ómnibus capitalinos experimenta al subir a esos medios de transporte y a una sabrosa lista al estilo de Borges, ambas jugadas sobre la acumulación caótica (procedimiento que Larroca ha empleado también en su producción plástica).

Por supuesto, no coincido con algunas de las tesis sostenidas en el libro, y con otras sí, pero eso atañe a diferentes lecturas y posturas frente a fenómenos concretos. Dirimirlas aquí sería imposible y casi seguramente inútil, aunque se puede destacar que un par de textos resultan un poco lacónicos con respecto a su objeto de investigación (por ejemplo, “Acerca de las deposiciones (no cualquier deposición). Merde d'artiste”, que no llega a entrar en el detalle de la tan fructífera relación entre excrementos y arte), mientras que otros resultan logradísimos (por ejemplo, “Manuel Espínola Gómez y el polifocalismo”, sobre un artista-mentor al que Larroca cita con extrema frecuencia, y sobre el que ya había escrito felizmente un libro en 2007, La suspensión del tiempo). Lo cierto es que a la bibliografía artística uruguaya se le agrega, con Bisagras y simulacros, un ítem extremadamente fértil, acomodable en aquella noble línea que Roland Barthes inauguró en 1957 con sus Mitologías: diseccionar quirúrgicamente lo cotidiano capitalista por medio de sus artefactos culturales, en pos de su desmitificación.

Bisagras y simulacros

Ensayos escogidos 1997-2015, de Óscar Larroca. Montevideo, Estuario, 2016. 230 páginas.