“Cazar ratones es su placer, / cazando palabras paso yo las noches”, dice al final de su primera estrofa un poema irlandés del siglo IX, que canta las similares rutinas de un monje y su gato. Posiblemente esa sea la primera obra literaria escrita en las islas británicas de un hombre a su minino, pero no sería la última. Famosa es también, por ejemplo, la “Elegía por la muerte del gato favorito del Dr Johnson”, dedicada por Percival Stockdale a ese felino, llamado Hodge, en 1778. Se trataba de un gato atigrado, personaje recurrente en Life of Samuel Johnson, de James Boswell (1791), objeto de la adoración de su dueño (que le compraba personalmente ostras en el mercado); en Londres hay una simpática estatua en su honor, frente a la que fue la casa de Johnson, y que inspiró a Vladimir Nabokov y a Samuel Beckett en sus obras Pale Fire (1962) y Human Wishes (escrita en 1936 pero publicada recién en 1984), respectivamente.

Si a la anterior y escueta lista le agregara los múltiples gatos de la ficción (por ejemplo, desde el de Cheshire a Crookshanks), tendría caracteres como para llenar varias páginas, así que alcanza una anécdota más. Cuenta Silvina Ocampo que Jorge Luis Borges, cuando abría una puerta en la Biblioteca Nacional, preguntaba al gato que ahí vivía “¿se puede entrar?”, y que si ese gato estaba sentado en su silla él simplemente elegía algún otro lugar para trabajar. Algo de esa reverencia y de esa adoración hubo en la escritora británica Doris Lessing (1919-2013) y en este librito suyo, titulado Particularly Cats en su versión original, de 1967, y Gatos ilustres en la inexplicable traducción al español.

El libro, que se debe pensar en el marco de una tradición de obras difícilmente clasificables desde el punto de vista genérico, conjuga la autobiografía y la anécdota con esa escritura de miscelánea tan típica de la literatura inglesa, y a veces incluso suma a la mezcla un tono ensayístico para establecer caprichosas categorías, definiciones arriesgadas o imágenes sorprendentes.

Comienza, en realidad, con pájaros en África, donde Lessing pasó la primera parte de su vida y el catálogo de los gatos tiende vertiginosamente al infinito. Pasada esa inicial multitud (en el origen hay un gato en Kermanshah, su ciudad natal), de forma gradual el texto se va centrando en un par de gatos particulares (y no ilustres, aunque sí ilustrados en esta edición española), y a partir de su figura doble se pone en juego una serie de problemáticas que en principio pueden parecer ajenas al mundo idealizado de los animales domésticos. En efecto, mediante su gata gris y su gata negra, Lessing discute la maternidad, el sexo, la muerte, la comunicación, las posibilidades de “lo femenino” (y de “lo masculino”), el amor o los celos, en un equilibrio maravilloso que logra no animalizar a los humanos ni humanizar a los animales. No obstante estas preocupaciones, uno de los fragmentos más interesantes es el que postula una caracterización del gato salvaje en contraste con el “civilizado” y, finalmente, de la felina que, como el personaje femenino en la “Historia del guerrero y de la cautiva” de Borges, abandona la ciudad (en el sentido más laxo y metafórico del término) y se vuelve irreconocible para sus antiguos compañeros de casa. Esas tensiones entre “civilización y barbarie”, por usar una fórmula conocida, han movido de hecho la obra de Lessing a lo largo de su extensa vida en las letras, y se encuentran también en textos suyos paraliterarios, como los discursos de aceptación de premios como el Príncipe de Asturias (2001) o el Nobel de Literatura (2007).

Pero este libro, que pertenece a una suerte de trilogía gatuna (con Rufus the Survivor, de 1993, y The Old Age of El Magnifico, de 2000), no se queda simplemente ahí, sino que propone continuamente ideas interesantes, en algunos fragmentos bellísimos que superan en potencia expresiva a las ilustraciones de esta lujosa edición de Lumen, unos encantadores dibujos de Joana Santamans cuya pertinencia, sin embargo, resulta más que dudosa.

¿Cuál es el motivo de ese derroche? ¿No habría sido mejor, en todo caso, un libro un poco más largo (y barato) que incluyera, como hace la edición inglesa On Cats, de 2002, los tres libritos sobre el tema, y que diera un panorama mejor del mundo creativo de Lessing? ¿Debe una ilustración acompañar la escritura, comentarla, expandirla o simplemente adornarla? ¿En qué sentido afecta la lectura ver el dibujo de un gato al lado de su descripción? ¿De qué modo se enriquece la experiencia lectora cuando no estamos ante una novela gráfica como Playing the Game (1995), que Lessing escribió junto a Charlie Adlard, u otras obras en las que palabras e imágenes interactúan de forma más orgánica, como las novelas-collage de Max Ernst? Pero, finalmente, ¿quién más consciente de los juegos de las grandes editoriales que Lessing, que en 1984 escribió dos ignoradas novelas bajo el seudónimo Jane Somers sólo para demostrar las corrupciones de la industria?

Más allá de estos reproches, Gatos ilustres es un libro contundente en su aparente simpleza, agudo en su aparente banalidad, inteligente y divertido.

Gatos ilustres, de Doris Lessing

Lumen, 2016. 171 páginas.