“Hizo la gran Bowie” fue lo primero que comentamos con unos amigos al enterarnos de la muerte de Leonard Cohen. En forma muy semejante al Duque Blanco, que falleció en enero de este año, dos días después de haber editado su hermoso disco de despedida Blackstar -en lo que fue un elegante gesto dramático evidentemente planificado-, Leonard Cohen muere apenas un par de semanas después de haber lanzado el sombrío You Want it Darker, lleno de despedidas explícitas y reflexiones sobre el gran misterio de la mortalidad. El timing de esa edición y su partida fue tan involuntariamente perfecto que el título de su último disco (“lo quieres más oscuro”) resonó en forma inevitable como un comentario irónico acerca del advenimiento de la era Trump, proveniente de un artista siempre politizado pero jamás partidizado, que llevaba años advirtiendo que le llegaba el tiempo de parir a muchas bestias históricas embarazadas. Como si fuera poco, hacía escasas semanas que había fallecido uno de los grandes amores de su vida y la musa de algunas de sus mejores canciones, la excepcionalmente bella Marianne Ihlen, y esto, sumado a su avanzada edad, terminaba estructurando un escenario en cierta forma perfecto para que Cohen se despidiera. Y lo hizo; no se sabe exactamente qué día ni por qué causas, pero se fue, en el cenit de su gloria mundial.

Hay decenas de documentales y biografías muy completas sobre Cohen, y las notas biográficas -algunas de ellas completísimas- se han multiplicado en estos días, así que es mejor no caer en redundancias amontonando datos que pueden obtenerse con una simple búsqueda en internet, ni referirnos a sus influencias, sus amores, las traiciones de sus mánagers o sus retiros zen. Simplemente hablemos un poco sobre la relación que tenían -tenemos- sus admiradores con una obra que, más que prolífica, es asombrosamente amplia y crucial.

Hoy en día se ha hecho habitual que los músicos populares escriban libros de memorias, y algunos, como Bob Dylan, Pete Townshend, Viv Albertine y Richard Hell, lo hicieron demostrando una gran capacidad literaria. Hay incluso quienes, como Chico Buarque, se atrevieron a incursionar en la ficción pura, sin recurrir a recuerdos para demostrar la calidad de sus palabras sin ayuda de la música. Pero mucho más raro es que un literato reconocido se vuelque con éxito a la composición de canciones de orientación popular, y Cohen era el mayor escritor joven de Canadá cuando decidió editar en 1967 su primer disco, el perfecto y nunca igualado en su carrera posterior Songs of Leonard Cohen. Su obra previa a ese debut incluía cuatro exitosos y provocativos libros de poesía y dos novelas juveniles, desprolijas y brillantemente ambiciosas -The Favourite Game (1963) y Beautiful Losers (1966)-, y si bien no era una carrera económicamente prometedora, ¿qué necesidad tenía de ingresar al mundo de la música si era tímido, había pasado ya la edad en la que los cantautores debutan y su voz parecía un susurro? Además, con canciones desesperadas y sombrías, mientras el mundo entero celebraba el Verano del Amor y el inicio de una era luminosa.

Al igual que uno de sus grandes fans, el inolvidable Eduardo Darnachauns, Cohen desarrolló su obra bajo el karma de ser un compositor deprimente, algo que parece ser descalificador para quienes creen que la música es una mera excusa para bailar farándula con esa prima que está tan buena. El canadiense decía que sus canciones no era deprimentes, sino “serias”. Una definición bastante adecuada, ya que si bien en su discografía no hay obras que sirvan para animar una fiesta de 15, sus trabajos se diferencian claramente en sus grados y variantes de “seriedad”. Por ejemplo, Songs of Love and Hate (1971) sí se puede considerar una obra oscurísima y llena de pensamientos densos, negativos y suicidas, pero en su sucesor, New Skin for the Old Ceremony (1974), el sentimiento predominante es más bien una ironía combativa; en el posterior, Death of a Ladies Man (1977), priman la nostalgia, el humor y el deseo físico, y luego en Recent Songs (1979) lo más notorio es una calma melancólica. Tal vez estos matices no sean tan evidentes para el escucha ocasional, aunque la distancia musical, vocal y lírica entre la delicada chanson de aires flamencos de Recent Songs y el grave y belicoso tecnopop de I'm Your Man (1988) sea mucho más jugada de lo que parece. Porque si evidentemente no era un artista experimental o que buscara la innovación sonora, siempre estaba procurando nuevos recursos para ser escuchado. Y lenta y tardíamente había ampliado el círculo de sus oyentes mucho más de lo que sus primeros fans podían imaginar, aunque tal vez él sí lo había intentado con paciencia en los últimos 50 años.

El título de esta nota puede sonar ridículo para muchos, ya que el término “popular” es de los últimos que vienen a la mente al hablar del reflexivo y melancólico artista que fue Leonard Cohen, pero, ¿acaso conocen a otro poeta que en el siglo XXI haya sido capaz de atravesar tantas barreras idiomáticas y generacionales como para que su muerte fuera tapa de casi todos los diarios occidentales? ¿A cuántos otros poetas pueden citar muchos de los que sin embargo conocen perfectamente eso de que “hay una grieta en todo / así es como entra la luz”, de “Anthem”? Sin embargo, no es a su popularidad fáctica y comprobable a lo que me refería, sino a la voluntad expresa en su arte y poesía de salir de los claustros de la metapoética académica y tratar los grandes temas de la vida y la escritura sin relegarlos al círculo hermético de los iniciados, ni vulgarizarlos o simplificarlos hasta volverlos frases de marcador de libros. Cohen era un bardo enamorado de las cadencias repetitivas del más tradicional de los libros occidentales, la Biblia, y de quienes reproducían esas cadencias llenándolas de nuevos significados, como Walt Whitman, Allen Ginsberg o Federico García Lorca, e hizo exactamente lo mismo, inundando esos ritmos de descarnada sexualidad, existencialismo alternativamente vital o destructivo, espiritualidad sin dogmas, amor escéptico ante el romanticismo, una preocupación transparente sobre la decadencia del cuerpo y una lucidez política tan actualizada que por momentos parecía visionaria, y que no se podía poner fácilmente en ninguna estantería ideológica. Sería muy fácil caer en la tentación de remarcar lo insular de su pensamiento y su permanente esgrima con la modernidad, pero Cohen era un artista estrictamente comprometido con su tiempo, su tiempo pasado, presente y futuro. Y era un artista tan profundo como comprensible, si uno tenía ganas de comprenderlo. Su penúltimo disco, de título aun más significativo que You Want it Darker, se llamó Popular Problems (problemas populares), y no había ironía en ello. Es difícil pensar en un artista con la capacidad de resumen y la concepción de lo realmente importante que tuvo Cohen. Quedan muchos que seguirán refiriéndose a esos temas con mayor o menor talento, pero nadie tan claramente como él, que entre otras cosas realmente parecía saber de qué estaba hablando.