Que “nada del arte le fue ajeno” a Nelson Ramos -con la excepción de la esfera performática- se va aclarando de a poco, al vagar por los dos pisos del Museo Nacional de Artes Visuales que hospedan la gran retrospectiva que lleva ese título y ronda las 100 piezas. Por cierto, la frase se le aplica si hablamos de medios o de actitudes. En efecto -y según es evidente sobre todo en la sala 5-, se manifiesta en la muestra una especie de división del campo de acción, en neta contraposición y bien orquestada por la curaduría de Kalenberg, que de Ramos fue amigo además de exégeta. Por un lado, confusión, convulsión, angustia, muerte y suciedad en los tensos dibujos de los años 60, por ejemplo, a mitad de camino entre figuración y abstracción acalambradas en tejidos tupidos, blancos y negros, entre círculos vibrantes y calaveras incipientes. Por el otro, socarronamente pulcros elementos esculturales inflados, netos y limpios aun en su medular absurdo, o instalaciones jugadas sobre diáfanos contrastes de color y no color, pero inexorablemente tersas, plácidas. E incluso chistes fríos afuera y candentes adentro, como la instalación Ausencia, de 1999, con las tumbas de los “amigos” artistas fallecidos, entre artificiales efectos de bambalinas y el célebre dolor ficcional que duele más que el otro.
El Nelson Ramos que ya conocíamos gana en peso y especulación gracias a esta gran acumulación de piezas tan dispares (que incluye hasta una escultura cuyo elemento central es un inodoro) bailando siempre sobre el hilo de una cristalina taxonomía del mundo (sobre todo el mundo del Homo faber), con caídas hacia un lado (la desesperación) y otro (la voluntad de re-construir). Entre sus mejores momentos plásticos están aquellos en los que fusiona esas dos tensiones o polos creativos: todas aquellas maquetas quiméricas armadas prolijamente “mal”, que llenan, al revés, la sala del primer piso. Gozosa repetición -son decenas- de sus “techos” de material reciclado (maderitas, cordoncitos, papeles viejos, danza jubilosa del desecho, aunque siempre un desecho agradable), con el tema recurrente de la claraboya, especie de membrana celeste que divide público y privado bajo el cielo montevideano (un video en sala, en un loop brevísimo y un poco molesto por la música, muestra al artista armando una y definiendo a ese elemento arquitectónico como muy característico de nuestra capital). Arquitecturas precarias, plantas tridimensionales que alardean de la habilidad de sus manos, pero también la precariedad y lo orgánico como condición óptima de creación y tal vez escueta filosofía de vida (aunque Ramos, pese a cierto desnudamiento del artista que se vislumbra apenas en grietas, se desvía constante y felizmente del autorretrato): todo un canto a la pretecnocracia. La ciudad que, cuadro a cuadro, Ramos construye, quedándose con una paleta terrosa, sugerida por los mismos materiales dejados crudos, conforma un brillante, pero nunca fanfarrón, juego de volúmenes, de llenos y vacíos, que despliegan gran sentido rítmico, pero también evocaciones: por ahí se asoma Joaquín Torres García (con todos sus nietitos) y, tal vez, ecos más remotos, también Louise Nevelson o, incluso, los hermanos Pevsner.
Como los hilos eléctricos que se derraman en la tierra cuando el rayo se quiebra tocando el suelo, así la Historia infiltra varias piezas: enérgica y difusamente, como un shock. La serie de grandes cuadros/cajas, de los años 90, dedicada a la colonización española de América, es una escenografía de horror que Joseph Cornell podría haber armado si hubiese encontrado el mejor Joel-Peter Witkin: muerte, sumisión, esqueletos, calaveras, en atmósferas telarañosas y lúgubres, como si fuese un didáctico teatrito de títeres para perversos polimorfos (o sea, para niños en bruto). Y la historia se muestra durísima, también, en obras anteriores, aunque de forma opuesta, como decía al principio; vale decir, sin oropeles o efectos especiales, y más bien pulcramente. Los mismos escalofríos dan los tres Tapados: una falsa hoja (dibujada) con falsas chinches (dibujadas) que la sostienen cubre algo que, por lo que se entrevé, sería el típico dibujo caótico ramosiano: apenas se entiende, nos es negado, hay autocensura real y metafórica a la vez. El año de la obra es el detalle perturbador: 1976. Y, en definitiva, los varios “utensilios” desproporcionados, deformes, además de tantas otras cosas, se podrían leer como instrumentos de tortura: seguramente son objetos inútiles (con su larga tradición vanguardista, por supuesto), y también demostración de que la pintura y la escultura, para Ramos, intercambian ágilmente sus roles: los cuadros son a menudo tridimensionales, y la escultura, fina y colgada de la pared.
Sería demasiado dificultoso tratar de (des)cubrir todos los componentes de esta vital exposición: la visita es obligatoria, claro, y la lectura del lindo catálogo, altamente aconsejada, así que vayan, vean y lean. Sólo quiero terminar mencionando: 1) las impresionantes instalaciones de objetos cotidianos realistas, inalterados salvo por el hecho de que fueron totalmente pintados de negro y atravesados por una inquietante -y “estructurante”- línea blanca (entre ellos, lo que más abulta, dentro y fuera otra vez, son los bidones de 1967, por su poder memorativo, desde las barricadas hasta las parrillas de mediotanque, pasando por el petróleo); 2) los cuadros, ya de los 2000, compuestos por infinitas capas de papeles distintos, desgarrados con pericia absoluta y redonda parsimonia, especie de conjunción perfecta entre el tajo de Lucio Fontana y el décollage de Mimmo Rotella, François Dufrene y Jacques Villeglé. Ahí queda patente que, en cuanto voraz asimilador y reinventor de pulsiones externas (hay en varias de sus piezas rasgos del pop, del arte povera, del minimalismo y del nuevo realismo), traducidas en obras tan inmediatamente personales, ramosianísimas, que oscilan entre fuego y hielo, hay pocas figuras uruguayas de semejante estatura.
Nelson Ramos. Nada del arte le fue ajeno. Exposición antológica
Curador: Ángel Kalenberg. Museo Nacional de Artes Visuales (Tomás Giribaldi 2283). Hasta el 12 de febrero.