“Puto el que lee esto. Nunca encontré una frase mejor para comenzar un relato. Nunca, lo juro por mi madre que se caiga muerta. Y no la escribió Joyce, ni Faulkner, ni Jean-Paul Sartre, ni Tennessee Williams, ni el pelotudo de Góngora”. Así comienza el cuento “Palabras iniciales”, del Negro Fontanarrosa, que luego desafía: “Hablan de aquel famoso comienzo de Cien años de soledad, la novelita rococó del gran Gabo. ‘Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento...’. Mierda. Mierda pura. Esto que yo cuento, que encontré en un baño público, es muy superior y no pertenece seguramente a nadie salido de un taller literario o de un cenáculo de escritores pajeros que se la pasan hablando de Ross Macdonald”. Este inconfundible rescate de los registros de la lengua popular -al estilo de “No te enloquesá Lalita” o “Traete un salamín, ¿querés?”- despojó al mundo de dramatismos y solemnidades.

Seguramente, el Negro habría disfrutado la presentación del libro 13 que cuentan: alejada de las formalidades, se concentró en un partido de fútbol entre los autores cuyos relatos integran el libro y un grupo de libreros. Así fue cómo, imponiéndose a una alerta meteorológica, los jugadores fueron llegando a la cancha, en La Comercial. Entre heladeras con cervezas, el programa de Julio Ríos y sus operaciones mediáticas, y un cartel que advertía “no colgarse de las redes”, la pelota empezó a rodar. Lejos del estereotipo del librero, desde el vamos, el equipo contrario -casi monopolizado por la distribuidora Gussi- fue una furia: enérgicos, rápidos e imparables, entre ellos se veía una camiseta de la Liga Universitaria y algunos veinteañeros talentosos que, luego del empate, lograron imponerse con un 8-6. El plantel de escritores, que conocía sus bajas previas y sus limitados recambios, encaró un partidazo: Rodolfo Santullo se lució en el arco, Leonardo Cabrera se mostró como un defensa recio a la uruguaya, Horacio Cavallo se destacó por su velocidad, Manuel Soriano como un mediocampista potente y preciso, y Richard Dutra, Damián González Bertolino y Matías Núñez fueron los delanteros del grupo.

Al cierre, la propuesta fue brindar en una cantina del barrio, que resultó ser el acogedor Club de Pesca y de Fútbol El Chulo, donde ensaya la murga La Martingala. Y así, entre la rocola y el pool, lejos de los círculos habituales, se cruzaron ejemplares, charlas y encuentros, y comenzaron otras historias, esta vez narradas en la mesa de un bar, volviendo a confirmar que el relato continúa y que se debe sostener, como en los grandes partidos, con dignidad hasta el final.

Apuntes

En general, el efecto de los buenos golpes siempre es liberador, y en el libro se da algo por ese estilo. Los 13 autores seleccionados (Martín Bentancor, Leonardo Cabrera, Horacio Cavallo, Leonardo de León, Richard Dutra, Damián González Bertolino, Martín Lasalt, Matías Núñez, Pedro Peña, Ramiro Sanchiz, Rodolfo Santullo, Manuel Soriano y Valentín Trujillo) fueron premiados en el concurso Narradores de la Banda Oriental que, desde 1992, ha oficiado como motor importante para la difusión y la consolidación de nuevos narradores. Siguiendo el criterio de antologías anteriores, la editorial se propuso reunir a los premiados que nacieron después de 1973 y que comenzaron a publicar en 2000 (obviemos la discusión de si ese año fue el último del siglo XX o el primero del XXI), trazando un muestrario y no un mapeo posible en relación con las demás producciones generacionales. En definitiva, lo que evidencia 13 que cuentan es la importancia -en algunos casos decisiva- de la existencia de Banda Oriental para los escritores de ese grupo. El prólogo, a cargo de Rosario Peyrou, menciona un pedido a los autores para que “respondieran unas pocas preguntas relacionadas con la percepción de su obra en tanto perteneciente o no a una determinada promoción literaria, y sus posibles vínculos con la tradición nacional, así como sobre lecturas y autores que hubieran influido en su formación”. Por razones de espacio, las respuestas finalmente no fueron incluidas, y es un lástima, porque habría sido una muy buena oportunidad para repensar esta radiografía de un importante grupo de autores, así como posibles pertenencias o rupturas compartidas.

Entre los relatos, varios se enmarcan dentro de una dimensión próxima a la intimidad familiar. Los dos cuentos de Cavallo parten de ese núcleo para componer historias marcadas por el vínculo entre un padre y un hijo sonámbulo: la tensión constante, el miedo al descuido y esa nada, terrible y agobiante, que puede sorprender en cualquier momento; mientras que, en la segunda historia, la muerte de la madre detona el derrumbe familiar y descubre a un padre violento y distante, que aparece desenfocado y hundiéndose lentamente, casi cruel, junto a tres hijos adolescentes que lidian con el duelo. Los dos relatos de Dutra profundizan esa sensación de indiferencia y desencanto, con acontecimientos mínimos que no hacen más que reforzar el hastío de personajes sin rumbo.

Dentro de ese mismo marco se ubica “Los bosques”, de Peña, en el que se convoca a un universo devastado y apocalíptico. Una familia intenta huir de una guerra, pero un grupo de hombres se ha propuesto “sustituir el mundo”, y sacrificar lo que sea para lograrlo. “Ellos estaban cambiando la ciudad [...]. Pero no era suficiente. La ciudad era apenas una manifestación de un estado de las cosas. Era necesario, además, cambiar a los hombres y las mujeres”. Como si se volviera parte de una narración cinematográfica, o un apéndice de La carretera, de Cormac McCarthy, la huida se transforma por esa escenografía del miedo, en la que se grita, se susurra, se denuncia y se intenta sobrevivir como sea.

Otros rememoran la infancia, como “i”, de Damián González Bertolino, uno de los textos más logrados del libro, aunque se trate de un fragmento de la novela inédita El origen de las palabras. “La lengua es un plebiscito cotidiano”, dijo más de una vez el sociólogo y ensayista argentino Horacio González, y en este caso esa consulta popular se refiere a la caligrafía. Alternando el ensayo y la narración, “i” se aproxima a la etapa de adquisición del lenguaje intentando resolver un misterio repleto de artificios. Con una fuerza deslumbrante y con un pulso narrativo preciso, González Bertolino alterna el humor, la parodia y el ingenio, y a partir del énfasis en una vocal, habilita un desvío delirante. “Cuando llegábamos al final de una de esas largas y sacrosantas sesiones de dictado y casi todos suspiraban, tiraban el lápiz sobre el banco y se sacudían la mano agarrotada, yo miraba hacia el escritorio y buscaba llamar la atención de la maestra poniendo una petulante cara de ‘¿sólo esto?’ o ‘¿nada más?’. Y en los momentos en que leían en voz alta y nosotros seguíamos la lectura en silencio desde nuestros propios libros, yo esperaba agazapado: sabía que iba a llegar una palabra que la maestra pronunciaría mal”. A este notable retrato en el que palpita esa franja incierta de la infancia, ese intento de construir una imagen que se distancie del resto, de esos compañeros desganados desparramados en sus bancos, se suma su ahínco por escribir, con la mayor precisión posible, la vocal “i”. Hasta que, de pronto, entre el terror y la estupefacción, descubre la herejía mágica de Miguel: “A mi izquierda, en la fila que estaba contra la pared, y en un banco con una posición por delante del que se hallaba a mi lado, una presencia extraña desarrollaba su respiración amenazante y desaforada: Miguel, que se había aplicado como todos nosotros a la tarea, se detuvo en uno de los puntos; o visto de otra forma: no pudo abandonar la i para dedicarse a escribir la i del espacio siguiente. Su lápiz se hundió sobre el punto en cuestión, o fue el punto, con su perfil de abismo, el que lo dominó. No lo supe bien en ese instante. El punto de la i que Miguel escribía aumentaba. Crecía, crecía y crecía. Una mancha color pizarra que tomaba, como una nube maligna, el renglón superior (la órbita de las mayúsculas) y que ascendía luego renglón a renglón por el resto de la hoja, y también acortaba la distancia de los márgenes. Dejé de hacer mi trabajo y me puse a contemplar con estupor cómo el punto no se detenía, cómo Miguel se inclinaba cada vez más sobre la hoja y se entregaba a una voluntad que le exigía una demostración de fidelidad espasmódica y creciente”. La peor falla de todas, un acto impúdico que, de inmediato, es sancionado por la mirada adulta y que, a lo largo del relato, oficia como disparador y vuelta de tuerca, contra la literalidad extrema y el imperativo tedioso de la razón y la norma.

Desde otro registro, Soriano ensaya un notable relato sobre tres preadolescentes, el ninjitsu y un club de tenis; continuando lo que ya había iniciado en Fundido a blanco (2013), en el que las consecuencias de la dictadura militar se filtraban en el hijo de un torturador preso, en este cuento esas derivaciones pautan la caída de Guido y ese batacazo que, desde el aire, siempre araña al resto.

Las historias de Santullo y Cabrera recorren relaciones de pareja contrapuestas: “En la noche”, del primero, cuenta cómo Darío va rastreando -junto con el lector- el modo en que su vínculo, lejos de la vertiente imaginaria del comienzo, se ha ido dinamitando; mientras que en “Cielo de hule”, de Cabrera, una mujer se aleja de un hombre violento y sexista, para comenzar la exploración de su soledad y su embrollo existencial, rodeada por los ecos tranquilizadores de un balneario, antes de que llegue el furor del verano.

“Un lugar cercano a la arena”, de Sanchiz, ensaya evocaciones de un tío Hilario y sus cuentos que, de a poco, comienzan a compartir ese abismo difuso del recuerdo. A su vez, en “Borges recuerda”, De León cambia el tono y delinea un encuentro entre Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares mientras el autor de “El Aleph” intenta comprender la ceguera y la posibilidad de retener los recuerdos, en un inmediato gesto de salvación. Bentancor reedita el cuento “Procesión”, al que anexa “Los cinco”, sustentados ambos en las supersticiones camperas y el universo rural frecuentado por el autor, donde habitan seres que lidian con la soledad y el desamparo, al tiempo que se enfrentan a los hábitos y suspicacias de sus zonas más primitivas. Por su parte, Núñez se traslada a China y compone una sorprendente “Ópera de Beijing”, a partir de un ecléctico elenco: un empresario demente y déspota, una supervisora ventajera y calculadora, y un uruguayo intentando sobrevivir a esa psicosis. Por último, “Noches del Indra”, de Trujillo, se remonta a la vida nocturna de posguerra, con un dealer que intenta encubrir su pasado nazi y un supuesto crimen, camuflado en los suburbios y exiliado de ciudad en ciudad. Así, intentará sobrevivir como pueda, aunque muchas veces, tomando cerveza, “fumando detrás de un vidrio u oliendo el perfume de Else”, se preguntará por qué.

13 que cuentan

De Martín Bentancor, Leonardo Cabrera, Horacio Cavallo, Leonardo de León, Richard Dutra, Damián González Bertolino, Martín Lasalt, Matías Núñez, Pedro Peña, Ramiro Sanchiz, Rodolfo Santullo, Manuel Soriano y Valentín Trujillo. Montevideo, Banda Oriental, 220 páginas.