Un monumento es, si queremos rozar apenas su etimología, “memoria”, un recordatorio (de alguien o de un acontecimiento); un enorme post-it en materiales nobles (mármol y bronce son los favoritos) y sobre todo duraderos, centrado en figuras emblemáticas, declinadas según precisas iconologías. Por cierto, adquiere parte de su (a veces odiosa, a veces desafiante) solemnidad en pos de una supuesta inalterabilidad, tanto del material como de lo que representa: pese a lo directamente retórico que es, cumple todavía su función, incluso hoy, cuando otros tipos de esculturas, menos enfáticas en su moraleja, son tratadas de monumentos. En efecto, cuando se derroca violentamente a gobiernos controvertidos o dictaduras, lo primero que salta del campo simbólico, literalmente -con decapitaciones, destrozos varios y, ya pasado el calor del momento, remoción por parte del Estado- son los monumentos que celebraban aquel poder. Vale decir que el monumento es por antonomasia intocable, la obra menos “abierta” que se pueda imaginar y una que se puede borrar cuando, históricamente, lo que se exalta decae (para la mayoría, por lo menos). O como protesta individual y colectiva; ejemplo flamante: durante recientes manifestaciones posteriores a la elección de Donald Trump, se desfiguraron algunas estatuas dedicadas a la Guerra Civil estadounidense. Esa calidad de intocables de los monumentos, por ende, ha titilado desde siempre su manoseo, y por lo menos desde el tardío siglo XVIII -cuando Gustave Courbet propuso el abatimiento de la columna Vendôme parisina-, este ha sido práctica común entre los artistas, felices a menudo de jugar con el límite entre intervención estética y vandalismo. A cierto nivel, el shock es altamente probable, como sucede cuando se concreta la modificación de lo supuestamente inmutable.
De huesos y lunares
El caso uruguayo más traumático ha sido, notoriamente, una intervención que Ricardo Lanzarini hizo en 1996 sobre el monumento montevideano a Aparicio Saravia de José Luis Zorrilla de San Martín, ubicado en la intersección de Millán, Luis Alberto de Herrera y Joaquín Suárez: sin autorización, el artista colocó unos huesos sangrientos a sus pies, agregando dos frases “A lomo de caballo criollo se hizo la patria” y “Los caballos de la patria, como buenos caballos cagadores, tienen olor a podrido”. Grito en el cielo de varios ciudadanos y del Partido Nacional, medios en ebullición, causa y proceso a Lanzarini (finalmente absuelto).
Quizá en diálogo con aquel precedente, Diego Masi, a fines de 1998 y en el marco del Salón Municipal, esta vez autorizado por el entonces intendente Mariano Arana, volvió a meterse con equinos monumentales: cubrió la “piel” de los caballos de la estatua de El entrevero, de José Belloni, en la plaza Fabini, con lunares blancos adhesivos. Pese al OK de la municipalidad y a la fácil reversibilidad de la intervención (la de Lanzarini había sido más compleja y uno de los puntos candentes de la controversia), la obra Historia de caballos hace explotar la polémica. Asombra, mirando el sitio web de Masi, que reúne los recortes de prensa de la época, la cantidad e intensidad del debate mediático de hace 18 años: entre las comunes calificaciones de “espantoso” y “muy bueno” se hallan artículos de algunos jurados del Salón en defensa de la obra, de visitantes argentinos espantados por el maltrato del patrimonio oriental, de jerarcas a favor y en contra y, sobre todo, de la familia Belloni, que, defendiendo el derecho de autor de su antepasado, inició un juicio contra la comuna por haber dado a Masi su consentimiento. Muy curiosamente, y más allá de lo torpe que es pensar y querer inmutable una obra (más aun ante una transformación de esta con carácter temporal y breve), sorprende cómo, al revés de lo que ocurrió con Lanzarini -apoyado en su momento por una petición a favor de la libre expresión firmada por decenas de artistas-, en este caso la carta de unos 80 intelectuales fue escrita a favor de la inviolabilidad del monumento.
Si bien las dos intervenciones, por su cercanía temporal y sus blancos, se suelen asociar, es cierto que difieren en su postura, pese a la voluntad de resignificación de símbolos nacionales que comparten: para Lanzarini, en pleno clima de escándalos por corrupción política, se había tratado de “reformular la monumentalidad”, para que “el caballo de bronce” no siguiera “siendo de bronce”, sino que fuera “de verdad”. Una “revitalización”, pues, que tocaba nervios públicos con una intervención agresiva (la sangre y lo negro de la pintada). En el caso de Masi, quien siempre sostuvo que no había atentado a la obra de Belloni, se trataba de otro tipo de revitalización, una que estimulara a los transeúntes a detenerse nuevamente frente a aquel enredo de gauchos, indios y caballos sin nombre que sintetiza “las primeras luchas de la patria oriental”, según el sitio de la Intendencia de Montevideo, tal vez con evocaciones, en aquella separación epitelial entre animales y hombres, de la vieja cuestión “civilización y barbarie”. Ejercicio perfecto para un artista que había trabajado con insistencia la alternancia de blanco y negro sobre volúmenes más o menos acentuados, que de hecho resolvió perfectamente, a nivel formal, con la ejecución de la obra.
Remake
En otro contexto, propicio desde el punto de vista conceptual, vale decir el Primer Festival de Intervenciones Urbanas (que terminó hace unos diez días), Masi rehízo Historia de caballos: los mismos lunares en los mismos lugares. Empero, hasta donde pude averiguar, a nivel mediático y legal esta vez no pasó nada: la obra sigue teniendo un fuerte impacto visual, que sin embargo se evapora, de alguna manera, muy pronto, porque es mirada con ojos ya demasiado acostumbrados a la decoración de todo (y aquellos lunares, con su ritmo y vivacidad, resultan llamativamente decorativos). Desde el hoy, lo que hace dos décadas podía adquirir cierta inclinación irónica e incluso un reto desmitificador parece derretirse en una mera prueba de design. Quizá esto tenga que ver con nuestra familiaridad con la modificación desenfadada, estatal y privada, del escenario urbano montevideano, exacerbada en los últimos tiempos: véanse, a pocos metros de distancia de la estatua, las escalofriantes ornamentaciones navideñas. Paradójicamente, esta remake de la intervención original parece así funcionar más como transitorio monumento al monumento intervenido en 1998 que como alteración, y suspensión de lo habitual, en sí.
Historia de caballos, de Diego Masi
Intervención de El entrevero, de José Belloni, plaza Fabini. Hasta el 25 de diciembre.