Diane Arbus, una de las fotógrafas más emblemáticas del siglo XX, advirtió en 1963: “Quiero fotografiar las ceremonias del presente. Porque mientras lamentamos que no es como el pasado y nos desesperamos por cómo será el futuro, innumerables hábitos esperan por su significado... Esos son nuestros síntomas y monumentos. Simplemente quiero salvarlos, porque lo que [hoy] es ceremonial y particular y común, será legendario”. Con su habitual interés por las ceremonias del presente y su proyección hacia el futuro, el Centro de Fotografía (CdF) celebró sus 14 años con el lanzamiento de una nueva colección de libros, Fotografía contemporánea uruguaya, de entrevistas con autores que incluyen un importante repaso de su obra. La tríada con la que se inauguró la serie está formada por Diana Mines, Roberto Schettini y Magela Ferrero, y las conversaciones publicadas, a las que acompaña una breve reseña biográfica, se adecuan a las trayectorias individuales (comienzos, referentes, técnicas, exploración de lenguajes, formación), manteniendo constantes el formato y la cantidad de fotos (24).
Alexandra Nóvoa, investigadora del CdF, contó a la diaria que esas entrevistas fueron realizadas en 2009 y 2010 por Magdalena Broquetas, para comenzar a generar documentos y fuentes que se volvieran insumos para el estudio futuro de la fotografía uruguaya. Explicó que, cuando los investigadores trabajan sobre la fotografía, los documentos que anhelan son aquellos que les posibilitan reconocer la reflexión y la percepción asociadas con la producción fotográfica de la época que se estudia. En ese sentido, señaló que cuando trabajan sobre el fondo histórico que custodian se encuentran con muchos cabos sueltos, porque a menudo no disponen de documentación que informe acerca de pensamientos y metodologías, debido a que no existía la conciencia actual sobre la importancia de los archivos. Ahora se intenta “generar documentos que nutran el análisis posterior”.
En esta nueva colección también juega el reconocimiento a la trayectoria y al aporte al campo de la fotografía para que, en definitiva, se forme un mapa. Al seleccionar autores (para 2017 ya están confirmados Jorge Ameal y Héctor Borgunder), no se considera sólo el volumen de su producción o su búsqueda de lenguajes, sino también su influencia como docentes. En su momento, cada uno de los seleccionados trabajó en el CdF: Mines y Schettini participaron en F22 (un programa realizado junto con Tevé Ciudad), ella como conductora y él a cargo de un espacio dedicado a la técnica. “Son figuras indiscutibles en cuanto a su producción y su trayectoria docente, y Magela, que también es una fotógrafa muy importante, estaba trabajando en una muestra para el Centro Cultural de España que nosotros apoyamos. Madgalena hizo las entrevistas, y durante mucho tiempo tuvimos que postergar la edición. Después retomamos la iniciativa con Andrés [Cribari, responsable del diseño] y Carlos Contreras, que es el encargado de retratar a cada autor”, apuntó Nóvoa.
Lo personal, la culpa y el compromiso
Diana Mines es una reconocida docente, crítica y fotógrafa nacida en Paraguay, que vive en nuestro país desde los tres años. Su primer vínculo formal con la fotografía fue al inscribirse en 1974 como alumna del Foto Club, el único espacio donde se podía estudiar esa disciplina en aquel momento. “El año anterior había sido el golpe de Estado; estaba todo censurado, y todos los lenguajes de expresión que no fueran explícitos, que no estuvieran censurados, se llenaron de gente: la música, el teatro, todo”, cuenta. Pese a la resistencia de las generaciones anteriores, y a la transformación del Foto Club y su estructura, allí fue donde Mines encontró sus primeras líneas de expresión. A fin de año, cuando los alumnos participaban en un concurso con tema libre, ella presentó uno de sus retratos más emblemáticos, “Edades”, en el que se cruzan la cara de una niña y la mano de su abuela. “Edades es de principios de 1977. En noviembre de 1976 había muerto mi madre, muy mayor. Yo fui una hija tardía. O sea, estaba ahí todo el tema de las edades en la relación interpersonal. A esa foto la pensé, la armé, busqué el modelo. Es decir, había ya una necesidad de expresar cosas [...]. Éramos autodidactas, alimentándonos entre nosotros. Y la línea era entre contemplativa y militante”, explica. Así era como todos comenzaban a adoptar una mirada documental, en sintonía con el contexto político y social. Comenzaron a interpretarlo con el paso de los años: “De a poco se iban metiendo cosas personales que se hicieron evidentes años después [...]. Cuando pudimos echar una mirada retrospectiva a las cosas que habíamos estado haciendo, sí se notó que había mucha tristeza, mucha soledad, había todo eso que se respiraba en la época. Pero en aquel momento, creo que no éramos tan conscientes de cuánta carga personal había”. Y por eso mismo, a “lo personal, lo íntimo, lo individual hasta lo mirábamos con culpa, porque había que hacer fotos comprometidas, como la canción de protesta, había que denunciar. Cargábamos con ese peso”. Para ella, esa generación se concebía como portadora de un legado prohibido que debía mantener en pie, aunque fuera de forma casi dogmática. Pero después de unos años todo comenzó a perder pureza, porque “la gente nueva que empezó a entrar ya venía con ‘cabeza de dictadura’, como para pasarla lo mejor posible dentro de la situación. Se comenzó a traficar con eso. Se iba al cantegril a sacar una foto de pobres para ganar un concurso. Eso tergiversó mucho la autenticidad que tuvimos y creo que seguimos teniendo como generación”.
Si bien considera que el trabajo en prensa sigue siendo una de sus materias pendientes, a lo largo de la entrevista recuerda cuando retrató a personalidades como Juan Pivel Devoto, la época en que escribía críticas en Jaque, sus trabajos vinculados con el teatro y con puestas de El Galpón, la Comedia Nacional o dirigidas por su primo Alfredo Goldstein. En lo que tiene que ver con el campo fotográfico y con su modo particular de mirar, Mines prefiere limitarse a identificar una búsqueda constante: “Con cada muestra me planteo encontrar alguna respuesta que no sé si la encuentro. Pero la búsqueda es lo valioso”.
Encuentros, cuerpos y memorias
Cuando Ferrero se inscribió en 1987 para estudiar fotografía en la Casa Municipal de Cultura de Montevideo, fue alumna de Mines. Después trabajó como reportera gráfica, ilustró discos, libros y revistas, estuvo a cargo de la foto fija de películas como Whisky (2004) y El viaje hacia el mar (2003), y se dedicó a intervenir sus fotografías a partir de diversas instalaciones plásticas y poéticas. “Creo que empecé a vivir la fotografía cuando me fotografiaron -dice, recordando la felicidad de su padre al momento de tomar la cámara-. La fotografía no es solamente la que uno hace, sino la que le hacen a uno. Así que diría que empecé con mi papá”.
Un día, cuando llegaba a la Casa Municipal del Prado, la sorprendió una visita: “Llegó a nuestra aula Diana Mines. Recuerdo mucho ese día, inolvidable para mí. ‘Esto es lo que quiero, quiero que esta persona sea mi maestra’, pensé [...]. En la clase que dio nunca habló de fotografía. Llevó un libro, leyó un cuento, y nos pidió que intentáramos acordarnos de cinco palabras. Era la parte de mi deseo en relación con la fotografía que de alguna manera nunca había verbalizado, o sea, ella verbalizó lo que yo sentía, y por eso fue tan hermoso. Para mí la fotografía era todo. Porque todo puede ser la fotografía”. Por eso mismo, lo que pretende provocar en el público es un encuentro, que puede ocurrir de diversos modos; tantos como los posibles abordajes de la propia foto: “No necesitás estar siempre con la cámara en la mano para estar trabajando en la fotografía. Uno trabaja en ella con todo su cuerpo, toda su memoria y toda su afectividad”.
Redescubrir el mundo
Schettini comenzó a fotografiar en 1972; ocho años después se convirtió en docente y coordinador de talleres. Cuando esperaba a su primer hijo, sintió el impulso de aprender sobre técnica e historia, pero su aproximación al mundo visual fue casi lateral: “Me acuerdo de algunas cosas que visualmente comenzaron a llamarme la atención. Primero fue el deslumbramiento de la naturaleza, lo que siempre había vinculado a la música, que era lo que yo tenía como forma de expresión. Para mí era la música... yo escuchaba las olas, no miraba sus formas y colores”. Compró una cámara y continuó explorando el cruce entre la música y la fotografía, así como el lugar de la técnica: “El movimiento punk se basó, entre otras cosas, en formas de expresión en las que la técnica no cuenta, cuenta el mensaje y la rebelión contra el sistema. En muchos grupos punk ninguno de sus integrantes sabía tocar. Aprendieron a tocar después de tener suceso haciendo ruido. Un ruido que daba una forma expresiva y los lleva a hacer un proceso inverso. El proceso debe ser de la otra manera: se tiene que aprender, se tiene que conocer”.
Tal vez por su modo de crear y de percibir el mundo, Schettini se siente mucho más próximo a los poetas y a los músicos que a los artistas plásticos, y le cuesta asumir a la fotografía como parte del territorio de estos. Lo que más le atrae es la gente -“más que nada su interior”-, y lo que le interesa es descubrir, por medio de las imágenes, cómo piensa y siente esa gente. Por eso considera que el fotógrafo tiene una misión irrenunciable: “Redescubrir el mundo en términos visuales, observando con su mirada única y mostrándoselo así a la gente, [para que termine] de formar un mundo distinto en sus propias cabezas”. En cuanto a los límites éticos de este recorrido, Schettini está convencido de que, si no lo mostrás, no lo sacás. Reconoce que esto se da, sobre todo, frente a casos como el de la mencionada Arbus, fotógrafa de culto cuestionada en varias ocasiones por sus retratos. Para Schettini, no mostrar un enano, un drogadicto o el vello púbico es hipocresía social. “Ser cómplice de esa pauta hipócrita es un problema ético”, afirma.