Todo empezó con un saxo. Descubrí en los remises, de vuelta de fiestas de 15, un mundo paralelo, en el que en casi todas las radios tronaban saxofones cromados que se descargaban en solos y riffs sedosos, fundiendo sensualidad y melancolía en una sola sustancia. Uno ya había escuchado algunas de esas canciones, ya fuera por sus padres, una vaga reminiscencia de los años 80 o las bandas sonoras de aquellas películas en las que un yuppie de tiradores llegaba a su aséptico e inmenso loft después de una larga reunión y se servía un whisky mientras contemplaba la vastedad espejada de Nueva York. El nuevo milenio no había llegado y ni nosotros -pibes de corta vida- ni el ambiente general íbamos a abrazar una nostalgia ochentera, pero volviendo con la cabeza apoyada sobre las ventanillas de aquellos remises había algo, en ese saxofón y la forma desesperada en que aquel hombre cantaba “I’m never gonna dance again / guilty feet have got no rhythm” que parecía dolorosamente cierto, una vaga sensación entremezclada entre las bandas sonoras de aquellas películas eróticas que empezaba a ver en I-Sat y Cable Plus Satelital y la cara de dos o tres chicas que me gustaban y no me habían dado bola.

Aquellos viajes de regreso -¿lo que ponían las radios en la madrugada era para crearle ambiente al erotismo entre adultos? ¿era música sosegante para bajarles los humos a pibes sobrecargados de hormonas como nosotros?- fueron un curso rápido sobre el pop sofisticado y barroco de los 80 y el poder irrevocable del saxo, un instrumento que, tras ser relegado a terrenos del jazz o el funk, de golpe aparecía como un laminado en cualquier tema. Las razones podían ser múltiples, entre ellas la nostalgia de los 80 por los 50 (en los 60, las guitarras lograron condenar al exilio -por lo menos temporal y parcialmente- el uso de vientos), pero también que el sintetizador y la máquina de ritmos necesitaban un sonido más “gordo” y aterciopelado que el de las guitarras. En 1984 había en los charts una serie de temas en los que el saxo ocupaba un lugar casi santificado (aquel impecable hit de recepción de hotel que es “Smooth Operator”, de Sade; el siempre épico solo de Clarence Clemons en “Dancing in the Dark”, de Bruce Springsteen; “Caribbean Queen”, de Billy Ocean...), pero en ninguno de ellos hay un riff más icónico y reconocible que el de “Careless Whisper”.

Ya en el epílogo de la fructífera pero breve existencia del grupo Wham!, George Michael se despachaba con una canción que, por su tono melancólico y grave, contrastaba radicalmente con el universo pop colorido que había llevado al estrellato a aquella banda de remeras blancas de “Choose life”, guantes amarillos sin dedos y buzos rosados. Más allá del impacto dramático y sensual de aquel riff de saxo, “Careless Whisper” es un tema extrañamente maduro para un compositor que, a los 21 años, escribía con precisión sobre la culpa y la infidelidad sin caer en obviedades. De hecho, la letra “No voy a volver a bailar / los pies culpables no tienen ritmo / aunque es fácil simular / sé que no sos tonta / no debí haber cometido la insensatez de engañar a una amiga / y perder la oportunidad que se me había dado / así que no voy a volver a bailar / de la manera en que bailé contigo”, no habla necesariamente del drama de quien ha sido atrapado con las manos en la masa (como daba a entender el videoclip), sino de algo más profundo: la culpa y cómo se mete en uno, haciendo algo que altera cualquier instancia nueva con aquella persona. Uno puede volver a bailar, pero los pies culpables perdieron el ritmo y ya no va a ser igual en tanto esté aquel tema en la cabeza. El drama auténtico de quien engaña a su pareja y ya no puede ver las mismas fotos, hacer las mismas salidas y vivir las mismas cosas sin sentir que algo interno se quebró.

Por supuesto, a mis 15 años no sabía o era incapaz de entender mucho de aquella canción o de George Michael en sí. Difícilmente haya visto el videoclip y, de haberlo hecho, no creo que mi recepción hubiese sido la mejor frente a aquel hombre de traje y cabello con claritos deambulando entre cadenas y amarras de barco.

Escuchen sin prejuicios

Mi reencuentro con él llegó por el puente más inimaginable. Cuando el nü metal estaba haciendo furor, Limp Bizkit promocionaba “Faith”, una versión gritada hasta la ronquera de la canción más icónica del inglés. Recuerdo que en su momento el tema me parecía increíble, pero más allá de los gritos y las posibilidades de pogo imaginadas, había una línea melódica que rendía hasta con alguien de tan poco swing y encanto como Fred Durst. Cuando llegué al original, mucho más juguetón, me sorprendió volverme a encontrar con el cantante de “Careless Whisper”, sólo que esta vez con el pelo recortado, campera de cuero y lentes de aviador. Lo empecé a escuchar repetidamente, un poco por lo ridículo y gay que me parecía aquel videoclip (algo que no necesariamente había sido la primera reacción en los 80, cuando George Michael reforzaba su estatus de ícono sexual y masculino para un montón de chicas), pero con el tiempo fui descubriendo que volvía cada vez menos a la versión poguera de Limp Bizkit y más a la original.

Después comencé a interesarme más abiertamente por la música de George Michael, que en 1998 había sido inducido a “actos lascivos” en un baño por un policía de incógnito -algo que precipitó la confesión de su homosexualidad-. Me colgué con “Freedom 90’”, “Outside” (su reacción al lío en que se había metido, un videoclip que redoblaba las ofensas al moralismo) y “Fastlove”, que condensa todos los vicios de producción de mediados de los 90.

“Freedom 90’” es la declaración de principios de alguien que quiere romper con todo lo que fue. Habla de lo cansado que está de su estatus de ídolo pop, y de su necesidad de desmarcarse de la posición hiperviril que lo definía en “Faith”. El videoclip reforzaba esta idea con la ausencia de imágenes del músico; sólo aparecía la famosa campera de cuero del clip anterior prendida fuego, junto a una rocola y a la guitarra estallando una y otra vez. Sobre la voz de George, movían los labios como si cantaran las supermodelos Naomi Campbell, Linda Evangelista, Tatjana Patitz, Christy Turlington y Cindy Crawford, junto a modelos varones. El video de David Fincher se volvió uno de los más relevantes de los 90, y un poderoso alegato iconoclasta, no sólo en relación con el cantante y su persona pública, sino también con el mundo de la moda.

La canción no se puede entender por completo fuera del contexto del disco en que apareció, Listen without Prejudice Vol. 1 (1990), y las querellas legales que marcaron su lanzamiento. George Michael, que saboreaba los primeros frutos de su exitosa carrera solista, había firmado a los 18 años un jugoso contrato con Sony que lo ataba casi eternamente a esa compañía, y buscaba un arreglo con nuevas libertades creativas, entre ellas la de no aparecer en los videos ni hacer campañas de difusión en Estados Unidos (una suerte de suicidio comercial). En el disco hay un giro radical respecto del sonido y el ambiente de su predecesor, Faith (1987), con una oscura apertura de índole marcadamente social, “Praying for Time”, temas jazzeros en 3/4 como “Cowboys and Angels”, y una versión dos tonos más oscura del tema “They Don’t Go When I Go”, de Stevie Wonder. Vendió menos y, si bien fue un éxito en Europa, marcó un cierre casi definitivo (en materia de hits) del mercado estadounidense.

Tras un período en el que vivió recluido llegó Older (1996), ya separado de Sony y con una disparidad estilística que alternaba temas cluberos y bailables con baladas de piano, de marcada influencia jazzística, y no pocas veces un tono bastante triste y melancólico. Siempre me pareció que toda su obra estuvo rodeada por un halo angustioso, melancólico e incomprendido, de un inglés de familia chipriota que durante gran parte de su carrera trató de rebelarse contra todo lo que la gente pudiera pensar o esperar de él. Las canciones movidas parecen, por momentos, más que un lado B de su persona, un intento de poder salir de sí mismo (en Older, después de “Jesus to a Child”, acerca de la muerte de Anselmo Feleppa, su pareja por más de seis años, venía “Fastlove”, sobre las ventajas de un mundo de encuentros ocasionales y fugaces).

Desde entonces tuvo un nivel menor de exposición pública, con variadas colaboraciones y una vida mucho más política que lo esperable (en Youtube hay una participación suya en un programa periodístico llamado Hardtalk, de 2002, en la que le da un baile teórico al presentador sobre cómo una intervención en Irak sólo podía servir como caldo de cultivo para grupos fundamentalistas, algo que todos sabemos hoy que ocurrió).

Enterarme de la muerte de George Michael (una más de este sanguinario 2016) no sólo me entristece, sino que me hizo volver a aquellos años de adolescencia. Aquel pasaje de la versión rockera de “Faith” a la original fue la primera vez en mi vida en que el pop le ganó la pulseada al rock, un cambio de paradigma inmenso en tiempos en los que sentía que respetar los valores del género era cuestión de vida o muerte. Tiempos recientes pero muy distintos de los actuales en relación con lo gay, en los que la heterosexualidad de uno debía ser reforzada por muchos gustos y ritos de paso, y los acercamientos a la imaginería homosexual se daban sobre todo mediante la androginia -en el fondo siempre viril- de músicos de rock como David Bowie, Prince, Mick Jagger o Robert Plant, todos tipos que coqueteaban con lo femenino desde un lado distinto a lo abiertamente gay (ya fuera desde lo masculino o desde lo alienígena). En mi caso, el puente hacia aquello fue el pop de George Michael, donde lo masculino ya no era utilizado como pantalla y estaba todo medio a la vista.

Nunca dejé de escuchar rock, pero ahí, entre todos los discos de bandas llenas de solos de guitarras y densos bombos en negras, estaban los discos de George Michael, aun cuando más de una vez mis amigos me hicieran chistes sobre aquello. Hoy, cada vez que pongo a todo lo que da un disco de Juan Gabriel, veo una película de Almodóvar o cuando me permito voguear sin ánimo irónico en un cumpleaños al son de un tema de Madonna o Pet Shop Boys, creo que le debo algo a George Michael y a su música variada, contradictoria y siempre emocionante. Sin aquello, la vida habría sido otra, definitivamente mucho menos interesante.