El negocio hotelero se funda sobre los cimientos de la invisibilidad. Todo el servicio circula alrededor de la percepción interna de que el recinto funciona como si fuera una especie de organismo que homeostáticamente se abre, cierra, regula y limpia por sí solo, con habitaciones cuya memoria material se resetea cada vez que uno sale de ellas.

Es más que la simple discreción de evitar ser visto: se entra a una habitación de hotel sostenido por una suspensión de la incredulidad, como si nunca antes alguien hubiera estado allí, y todo lo que uno hace en ella no sucediera. Por supuesto, y contra esa confianza ciega, la luz infrarroja de los hechos revelaría fácilmente que estampadas en sábanas, fundas de almohada, sillas, grifos de ducha, ventanas, vasos, pestillos de puerta, paredes y espejos hay manchas de vino, huellas dactilares, sudor, semen, hálitos densos, confesiones, gemidos y culpa. Las responsables de mantener ese pesado lastre de humanidad debajo de la superficie son las mucamas, que con sus pasos cortos y silenciosos se convierten en agentes y mártires del proceso de invisibilización.

Según ese estándar, Lynn sería la encarnación misma del ideal. Salida recientemente de un hospital psiquiátrico (las razones nunca nos son dadas del todo), lo único que la mantiene en su centro es la labor maquinal de realizar la limpieza en las habitaciones de un pulcro pero opaco hotel. Sin embargo, en la forma extasiada en que Lynn limpia, con minuciosa intensidad, cada objeto y detalle ínfimo de su habitación y de los cuartos, percibimos que hay un auténtico deseo en ello, algo que va más allá de la funcionalidad maquinal y despersonalizada de un trabajador, para ser algo pasional que guarda, evidentemente, una cuota de erotismo privado.

La mayoría de los films que se ocupan de las rutinas de limpieza suelen mostrarlas en sus aspectos más alienantes, como en la obra maestra feminista Jeanne Dielman, 23, quai du commerce, 1080 Bruxelles (Chantal Akerman, 1975), en la que la cámara registra minuciosamente (casi hasta el hartazgo), las tareas diarias de un ama de casa, y tratan la hiperpulcritud desde el lado más sintomático y angustioso del asunto. En La camarera Lynn, la relación de la protagonista con esas tareas es más del orden del fetiche que del síntoma, y el enganche fetichista no se plantea como un problema, sino que la manía de limpiar una y otra vez se adecua sin inconvenientes a la dinámica exigida por la empresa.

Sin embargo, la presunta invisibilidad la lleva un casillero más allá: después de hacer las habitaciones, a Lynn le gusta esconderse debajo de las camas para espiar a los clientes. No lo hace tanto desde una posición sexual voyeurística, sino más bien por el deseo de compartir, aunque sea de ese modo, una intimidad que no puede mantener ni siquiera consigo misma. Así, en el transcurso de sus rituales, conoce la voz y los tacones de una dominatriz, a quien rastrea y termina contratando.

El director Ingo Haeb maneja con maestría el perfecto enganche entre el fetichismo de la violencia y el del orden, salpicando la relación entre la mucama y la dominatriz con grumos de romance. Es un juego no sólo de posiciones, sino también de colores y ritmos: a la paleta pastel que tiñe la ropa de Lynn y todo lo que la rodea (la piel de su cuerpo está en un punto intermedio entre la porcelana y una goma blanda) se le oponen el pelo platinado y las prendas angulosas y negras de la dominatriz, y además se contraponen y complementan los movimientos suaves y los intempestivos.

Las escenas sexuales, más que eróticas, son retratadas inteligentemente como un ritual con sus propios ritmos. Por ejemplo, la rubia toma a Lynn y le cruza los brazos, moviéndola y colocándola en una posición ladeada y reducida tras varios pasos, como si fuera un mueble de Ikea desmontado en escala humana. No entendemos a la perfección la íntima lógica sadomasoquista de cada uno de esos pasos previos al castigo estandarizado, pero en los puntos que unen A con B hay algo realmente auténtico que escapa a la simplificación narrativa y conceptual, y toca terrenos de lo corporal y la danza.

La película se atiene, desde el lenguaje cinematográfico, a los ritmos de la protagonista. Quizá, en esa línea, al final se desluce un poco, intercalando un cierre poético medio descolgado con una escena onírica que cae en algún que otro cliché y no está a la altura de las otras intervenciones de Lynn cuando le narra sueños a su psicólogo. Aun así, La camarera Lynn nunca llega a perder del todo esa típica solidez de ciertas películas pequeñas.

La frase final “¿Sabés cuál es la mejor parte de limpiar? Que todo se vuelve a ensuciar” parece dejar en suspenso la idea de un cambio en la vida de Lynn, sugiriendo una continuidad gatopardesca de ese fetiche cerrado sobre sí mismo, como una víbora que se muerde la cola. Vemos el espacio enorme que separa el suelo de la cama de la madre, enmarcado por unas patas altísimas, y de golpe, sin poner nada en palabras, entendemos todo lo que no se nos había dicho de la vida de Lynn, una mujer cuya existencia sólo puede darse borrando sus propias huellas.

La camarera Lynn

(Das Zimmermädchen Lynn), dirigida por Ingo Haeb. Alemania, 2014. Con Vicky Krieps y Lena Lauzemis. Cinemateca 18.