2016 no se iba a ir sin llevarse a otra figura artística muy querida por una gran cantidad de personas. Esta vez le tocó a Carrie Fisher, para casi todo el mundo la princesa Leia de Star Wars, pero también una escritora y actriz inteligente y carismática. Hace apenas algunas semanas, Rogue One: una historia de Star Wars, culminaba con un plano de su rostro rejuvenecido por medios digitales, que bastaba para conectar emocionalmente con varias generaciones de personas para las que Star Wars no es sólo una serie de films.

Star Wars ha sido muy criticada por la casi ausencia de mujeres en su trilogía original y más venerada, algo que JJ Abrams intentó compensar a lo bruto en Star Wars: el despertar de la fuerza (2015), introduciendo como personaje principal a una chica exageradamente empoderada hasta para una franquicia exagerada como esa. Pero la presencia de Fisher -que tenía tan sólo 19 años en el primer film de la serie- en aquella trilogía fue tan fuerte que no sólo miles y miles de niñas y jóvenes se identificaron con ella, sino que también era el personaje favorito de otros miles y miles de varones, muchos de los cuales descubrieron sus primeros impulsos romántico-sexuales al verla en la pantalla (como le dijo una vez Fisher, graciosamente, al director Kevin Smith, cuando este le confesó su metejón adolescente con ella, la actriz los ayudó a “encontrar su sable láser”). Leia era una princesa, pero no como las tradicionales del mundo Disney. En ningún momento fue un personaje decorativo, pasivo o subordinado a sus compañeros varones, sino que se trataba de una mujer de acción, y la extrovertida personalidad de Fisher tuvo mucho que ver con eso.

Aquel personaje fue su salto a la fama, pero también su maldición: identificada ad eternum como la princesa galáctica con rodetes, a la actriz no le resultó fácil encontrar papeles más “serios”. El resto de su filmografía suele olvidarse o ha sido poco destacado en las numerosas notas necrológicas sobre ella (incluso esta, hasta aquí), pese a que tuvo roles importantes en clásicos como Hannah y sus hermanas (Woody Allen, 1986) y Cuando Harry conoció a Sally (Nora Ephron, 1989). Alcanzó, sí, un gran éxito en Estados Unidos como escritora, con varias novelas autobiográficas o casi. Era una auténtica hija de Hollywood -sus padres fueron Eddie Fisher y Debbie Reynolds- y de los excesivos años 70, y llevó durante décadas una vida marcada por las drogas, el alcohol, las relaciones sentimentales inestables y los problemas anímicos, temas a los que supo referirse con franqueza y sentido del humor en sus libros y en sus siempre entretenidas e inteligentes entrevistas.

El viernes, Fisher sufrió un grave ataque al corazón cuando viajaba en avión, y según partes médicos que había dado a conocer su familia, se estaba recuperando. Pero 2016 no perdona: ayer se supo que había fallecido, dejando a multitudes de niños, niñas, hombres y mujeres de corazón de jedi con una tristeza muy difícil de explicar a quien no la sienta.