Los hongos de papel maché de la colombiana Alicia Barney, psicodélicos pero discretos (se esconden en la hojarasca del magnífico parque Ibirapuera, cerca de la sede expositiva), divertidos pero engagé (¿cómo no pensar en alguna siniestra modificación de la naturaleza?), son una especie de resumen de la 32ª Bienal de San Pablo: incisivos sin caer en la espectacularización; enraizados en la naturaleza, exhibiendo problemáticas y utópicas relaciones de esta con los humanos. El equipo de curadores, liderado por el alemán Jochen Volz, “cubre” tres continentes: están la brasileña Júlia Rebouças, la mexicana Sofía Olascoaga, la sudafricana Gabi Ngcobo y el danés Lars Bang Larsen. Pese a uno de esos títulos excesivamente abiertos que marcan las grandes manifestaciones culturales del siglo XXI -Incertidumbre viva-, la muestra logra escapar de muchas de sus típicas trampas. No hay estrellas del art world (sí algún nombre destacado, pero fuera de los circuitos más glamorosos); las mayores instalaciones nunca asombran sólo por su tamaño o monumentalidad; y el diálogo entre obras, y entre obras y espacio expositivo, es tremendamente eficaz para promover su agenda política, abiertamente ambientalista. Pero nada de vagas quejas radical-chic, dirigidas muy genéricamente a las “multinacionales”, o nostalgia de tiempos mejores. Tampoco parece, salvo quizá en unos pocos casos (son más de 80 artistas, de una treintena de países, Uruguay -desafortunadamente- falta), que se haya optado por un multiculturalismo a toda costa. Por supuesto, hay intervenciones un poco dudosas (el armado hiperpop de video y osos de peluche de Heather Phillipson, o los escombros del español Xabier Salaberria, por ejemplo), pero dada la cantidad de las piezas exhibidas, es algo fisiológico.

Medioambiente por medio

Por recorridos etnológicos y filosóficos, siempre cargados estéticamente, se transitan varias aristas del complejo tema de la incertidumbre socioambiental que nos toca vivir, rozando también otras inquietudes comunitarias (la violencia racial y de género, la de- sigualdad económica). Parece que una de las formas favoritas de enfrentarlas, en esta Bienal, es la recolección, taxonomía y exhibición de objetos: una especie de significativa “puesta en orden” de la usual complejidad del mundo. El brasileño Bené Fonteles llena una enorme choza de tierra con artefactos antiguos y modernos, sofisticados e ingenuos, de la cultura popular de su país, en una celebración de lo sincrético; la paquistaní Maryam Jafri exhibe en frías vitrinas improbables e infaustos productos industriales estadounidenses, que fueron retirados del mercado para luego volver a atormentar a los consumidores; el puertorriqueño Michael Linares construye, a la Marcel Broodthears, un pequeño “museo” del palo, acumulando en un montaje prodigioso cientos de utensilios; el neozelandés Luke Willis Thompson presenta nueve lápidas de un cementerio de Fiyi, donde trabajadores pobres fueron sepultados en un área sujeta a inundaciones. Es permanente la presencia directa, con poca mediación pero potenciada, de tierra, plantas y madera. En esa línea sobresalen Dineo Seshee Bopape, con grandes porciones de suelo mezcladas con elementos que remiten a su cultura sudafricana; la portuguesa Carla Felipe, con plantas raras en macetas improvisadas fuera del pabellón, en diálogo con la vegetación del Ibirapuera; y las dos obras del brasileño José Bento: por un lado, cajitas de fósforos sobre mesitas hechas con todos los tipos de madera de su país, juntando en algo tan nimio la increíble biodiversidad de Brasil con el riesgo permanente de su destrucción; por el otro, un inmenso piso de parquet hecho con leños reciclados, sumamente inestable para el transeúnte. No faltan trabajos que se ocupan, a secas, de desastres ambientales; no siempre logran capturar la atención, pese a lo chillones que son, tal vez por demasiado didácticos: es el caso de la anglocolombiana Carolina Caycedo y su investigación sobre la privatización del agua, o del danés Rikke Luther, que nos provee de un mapa de contaminación y utopías fracasadas.

Fuera del verde

No todo es naturaleza, folclore, bucolismo y denuncias, como pone de manifiesto la colosal instalación de la brasileña Lais Myrrha, dos columnas que “perforan” en altitud el edificio, erguidas una con los materiales típicos de las construcciones indígenas, y otra con los de las urbanas, vale decir orgánicos e inorgánicos. Bárbara Wagner, nacida en Brasilia, compone y descompone, con fotos y un video que parece de un MTV colapsado, el mundo de la brega, música pop del norte de su país. En el campo pictórico parece escasear lo inmediatamente ecologista. La alemana Sandra Kranich, experta en pirotecnia, quema con explosiones cuadros de chapas metálicas de estilo casi Madí; el belga Francis Alÿs crea, en cada piso, un montaje de cuadritos sencillos con frases ominosas sobre elegantísimas paredes de espejos; la sueca Charlotte Johanneson repropone versiones de sus tapices y dibujos de los años 70 y 80, que están entre los primeros ejemplos de computer art: una vieja Apple sustituye pinceles y tejido para lanzar proclamas políticas; el brasileño Dalton Paula pinta, sobre platos de barro de factura modesta, pequeñas escenas de explotación racista en la ruta del tabaco; el carioca Wladimir Dias-Pino, mítica figura del concretismo de los 60, reproduce su crepitante y coloreadísima “enciclopedia visual brasileña”, collage de dimensiones y ritmo portentosos.

Es muy estimulante el ping pong entre obras que invitan al público a la acción para completarse y otras que tienen vida propia y cambian, con o sin ojos que las miren. De las primeras, cabe mencionar el recorrido de la peruana Rita Ponce de León, con dunas de arcilla moldeadas para que la gente encaje sus cuerpos en ellas, y el ciclópeo cuerno acústico que el argentino Eduardo Navarro ubicó entre el interior y el exterior del pabellón Matarazzo: pone en contacto la oreja del espectador con una palmera, causando fáciles incomprensiones o novedosos coloquios. De las segundas, los invasivos tubérculos antropomorfos del brasileño Cristiano Lenhardt y las grandes rocas de sal colgando del techo de la zambiana Anawana Haloba, que se derriten muy lentamente. Hay perfecta armonía entre las dos posturas en el delirante proyecto de cultivo de seres vivos de los lituanos Nomeda & Gediminas Urbonas: en una especie de invernadero, se pueden mezclar esporas de hongos con otros elementos y dejar que lo híbrido se desarrolle, en una atrayente pero terrorífica biogenética do it yourself.

Algunos autores ya fallecidos completan el panorama; casi todos ocupan el tercer piso, creando puentes con lo que está debajo, o sea, entre pasado y presente: el argentino Víctor Grippo y sus papas libres de brotar; una completísima retrospectiva del poeta concreto sueco (paulista de nacimiento) Öyvind Fahlström; los grabados delicados y controlados del pernambucano Gilvan Samico, embebidos de simbolismo brasileño.

Tal vez, descrita así, esta Bienal (infinitamente más rica que lo que cabe en una página) parezca un sueño realizado de lo políticamente correcto: muchas “minorías”, predominio de artistas fuera del eje EEUUropeo, compromiso con causas sociales urgentes y abusadas en los medios. Sin embargo, con poquísimas excepciones, los curadores lograron reunir trabajos que, sin levantar polvo ni aflojar los tonos, abren espacios de pensamiento sobre cuestiones cruciales a menudo ridiculizadas, a la izquierda del progresismo por la adhesión de este al “buenismo” más tonto. Acá parece prevaler la vieja conciencia, la ya olvidada calidad de ciudadano, acosada, sí, por los excesos de la corrección política, pero también por una derecha oscurantista que desea decir y hacer cualquier monstruosidad.

Además, que haya entre quienes exhiben más mujeres que hombres, quizá por primera vez en la historia de las grandes muestras internacionales, le da a esta bienal un aura de hito.