Es complicado escribir una reseña de cualquier película de la saga de La guerra de las galaxias, porque no son simples films de ciencia ficción, sino parte de un fenómeno sociocultural y corporativo con características propias y únicas. Esa excepcionalidad es la que obliga una y otra vez a hacer un poco de historia.
Emergente cultural de la generación de brillantes cineastas estadounidenses que rescataron y renovaron al cine de Hollywood a fines de los años 60 y principios de los 70, La guerra de las galaxias no sólo tuvo un rol decisivo en la reconquista del mundo cinematográfico por parte de la industria estadounidense, sino que también terminó desmantelando la propia revolución estética de la que era parte. Fue un triunfo de la visión individual, independiente y fermental de George Lucas, pero su éxito fue tan completo que terminó convirtiéndose en un nuevo modelo ortodoxo de cine; el clásico de Hollywood había muerto, y comenzaba la era de los blockbusters. Lucas y La guerra de las galaxias no inventaron las series de films con secuelas previstas por anticipado, ni los efectos especiales, ni el merchandising, pero articularon todo eso en una maquinaria indivisible y enorme que, más que el producto exitoso de una industria (la cinematográfica), es una industria por sí misma. Y la prueba es que lo lograron casi sin hacer películas buenas, o siquiera pasables.
Está claro que La guerra de las galaxias (George Lucas, 1977) y El imperio contraataca (Irvin Kershner, 1980) son dos clásicos que se complementan a la perfección a pesar de sus espíritus divergentes. El primero fue una magnífica actualización del universo de las fábulas de caballería y los conflictos principescos entre el Bien y el Mal absolutos. El segundo pateó el tablero y, aunque conservó el exquisito diseño de producción del film anterior (influenciado directa o indirectamente por el enorme arte del dibujante francés Jean Giraud, Moebius), ofreció desenlaces negativos, borroneó la línea divisoria entre héroes y villanos, y presentó un universo matizado, más próximo al de las novelas policiales noir que al de las space operas. Hasta ahí, todo perfecto -a pesar de las falencias de continuidad, las actuaciones enclenques y los malos diálogos-, pero entonces llegó El regreso del Jedi (Richard Marquand, 1983), con su insoportable infantilismo, y la primera etapa de la saga culminó con un regusto desagradablemente azucarado, más o menos disculpado por el amor que los fans les tenían a las dos primeras películas. En 1999 llegaron las precuelas dirigidas por Lucas, y fueron una prueba de amor demasiado difícil de superar. Ya se sabe, el director -enajenado, aislado del mundo y obsesionado con los efectos especiales- realizó tres películas que continuaron con la infantilización de El regreso del Jedi e incluso dañaron seriamente algunos de los pilares de la imaginería de la saga. Lucas era el dueño de la pelota y de la cancha, decidió hacer lo que quiso, y lo que quiso fue tan horrible que incluso cuando Disney compró los derechos de la saga y anunció que emprendería una nueva trilogía de películas -la primera de ellas a cargo del talentoso JJ Abrams-, las esperanzas resurgieron: al fin y al cabo, nadie podía hacer algo peor que La amenaza fantasma (Lucas, 1999). Y tal vez fue esa fe ciega, pura y acrítica lo que hizo que Star Wars: El despertar de la fuerza (Abrams, 2015) fuera recibida como el resurgir de un ave fénix galáctica, aplaudida a rabiar sin que nadie -salvo algunos críticos que aún merecen ese nombre, como Andrew O’Hehir o Stephanie Zacharek- se atreviera a decir lo evidente: no era la maravilla que todos elogiaban aun antes de verla, sino un ejercicio de fetichismo cinematográfico; más que una película, una idea de producción sinérgica que parasitaba descaradamente a los films clásicos de la saga.
Si la trilogía de precuelas había sido un fracaso, el relanzamiento fue también un desastre, pero por un motivo diametralmente opuesto. Lucas, encerrado en su rancho y sin escuchar a ningún asesor más o menos sensato, torpedeó la mitología más querida por los fans de La guerra de las galaxias, como si fuera Nerón quemando Roma. Abrams realizó un producto en el que cada fotograma parece haber pasado por una docena de pruebas de calidad y satisfacción a cargo de los posesivos fans de la saga, y por controles similares de sus detractores. De hecho, tanto fue el cuidado por satisfacer todas las demandas que no quedó nada mínimamente original o genuinamente emotivo que narrar (algo que por lo menos Lucas había intentado en su infausta trilogía): era apenas una especie de remake que ni siquiera se asumía como tal, y que pretendía -entre golpes bajos e inconsecuencias- compensar de un saque todas las desprolijidades ideológicas de los films anteriores, convirtiendo a la saga en el mascarón de proa de la integración moderna. Si hay algo por lo que vale la pena recordar aquel producto promocional, que impresiona al principio por algunos logros visuales pero se desmorona al repasarlo, es que nunca un film tan malo tuvo reseñas tan positivas.
De nuevo a las trincheras
Con tan poco amable precedente, el estreno de la precuela Rogue One: Una historia de Star Wars no era, al menos para este crítico, la cosa más auspiciosa del mundo, entre otras cosas porque se presentaba como un spin-off orientado a ampliar la oferta de productos cinematográficos de la serie, expandiendo una vez más su ya enorme universo comercial. Sin embargo, apartarse un poco de la saga de los Skywalker y los devaneos con el Lado Oscuro le trajo un aire fresco inesperado a la franquicia. Lo cual es particularmente extraño, ya que la película trata de una historia sin demasiadas sorpresas: el hurto de los mapas de la Estrella de la Muerte de la primera (o cuarta, si se quiere seguir el orden propuesto por Lucas) película.
Con los elementos fantasiosos más acotados y las criaturas extraterrestres grotescas parcialmente ausentes, Rogue One es la más bélica de las películas de esta saga con nombre bélico. Es también, quizá, la más violenta y áspera de todas, y la de trama más concentrada y simple. Y, pese a algunos defectos laterales, el mejor film de La guerra de las galaxias desde el ya lejanísimo El imperio contraataca, de hace más de 35 años.
No era algo muy esperable; para empezar, el inconfundible aroma de lo políticamente correcto -que ya era asfixiante en El despertar de la fuerza- impregnó a Rogue One desde los afiches y las fotos de promoción, con un elenco tan multicultural y étnicamente variado como una asamblea de la ONU y, nuevamente, un personaje femenino en el principal rol de acción. Pero a diferencia de la película de Abrams, en este caso la selección no parece forzada ni culposa. Es decir, se puede considerar la inclusión del actor y artista marcial Donnie Yen como una concesión al mercado chino y las audiencias asiáticas, pero la verdad es que Yen siempre justifica su presencia en cualquier film, y a La guerra de las galaxias siempre le hizo bien la aproximación a la imaginería y la temática inspiradas en Oriente (en este caso, hay influencias claras de Los siete samuráis y la saga de Zatoichi). Por otra parte, el rol protagónico de la aventurera Jyn Erso (Felicity Jones) es mucho más equilibrado que el disparate ridículamente superempoderado de Rey (Daisy Ridley) en el film anterior. Eso sí, la diversidad sólo existe entre los héroes, ya que los villanos imperiales son todos masculinos, blancos, aristócratas y con acento europeo.
Como buena película bélica, Rogue One dedica buena parte de su metraje a batallas aéreas y terrestres de insólita duración, y muchos de los parlamentos son discursos motivacionales previos a la batalla. Los personajes están construidos a los hachazos, y los desempeños actorales van de lo excelente (Yen o el maligno Ben Mendelsohn) a lo espantoso (un Forest Whitaker completamente confundido), pero el tratamiento visual tiene una ines- perada elegancia y una grandiosidad general que sólo aparecían esporádicamente en la película de Abrams, y alcanza una inesperada belleza en las escenas de enormes naves surcando los cielos como palacios voladores. Por otra parte, la presencia de algunos de los personajes clásicos de la saga es medida y se integra a la historia, sin apelar, como antes, a la pura nostalgia. Ante todo, Rogue One funciona, y genera una inmersión en la fantasía del relato que era completamente imposible en el universo fetichista, cultista y autorreferente del Episodio VII. Y a pesar de la simpleza elemental de los personajes, el film parece haberse acordado también del público adulto, o al menos intenta volver a seducir a los fans envejecidos sin apelar (casi) a golpes bajos de recuerdo y reconocimiento.
Aunque Rogue One es un tanto calculadora y melodramática en su búsqueda de lo épico y lo emotivo, alcanza por momentos sus objetivos de grandeza, y lo logra, curiosamente, apelando a cierta contención y limitación voluntaria de la historia y sus escenarios. Con 200 millones de dólares de presupuesto (la misma suma que El despertar de la fuerza), no es, por supuesto, un film barato o un proyecto menor de Disney, pero más allá de su naturaleza de spin-off ajeno a los “episodios” principales de la saga, luce menos autoconsciente de su propia importancia. Paradójicamente, es a la vez solemne y modesto, y aunque esto último parece incompatible con un producto de La guerra de las galaxias, está ahí, flotando como esos destructores imperiales que ya hemos visto en la serie, pero que parecen redescubiertos en su enormidad. Está claro que nada volverá a impresionar a los fans de primera hora de la saga como la irrupción aparentemente interminable del vientre de una de esas naves en la película de 1977, pero ahora por lo menos es una visión agradable, estéticamente afectuosa y creíble, y no simplemente un misil dirigido a la billetera mediante el camino de la memoria y el corazón.
Rogue One: Una historia de Star Wars (Rogue One: A Star Wars Story)
Dirigida por Gareth Edwards. Estados Unidos, 2016. Con Felicity Jones, Diego Luna, Donnie Yen y Forest Whitaker. Grupocine Ejido, Punta Carretas; Life Cinemas 21, Costa Urbana y Punta Carretas; Movie Montevideo, Nuevocentro, Portones y Punta Carretas; shoppings de Paysandú, Punta del Este, Rivera y Salto.