Salí de casa muy temprano para ir a tomar el ómnibus y llegar en hora a mi trabajo.

Apenas abro la puerta, el miedo inconsciente me inunda: hoy me van a gritar varias frases incrédulas, hoy un tipo me va a susurrar algo al oído, hoy me van a mirar lascivamente en el ómnibus y es posible que hoy me toquen, e imagino incluso que me violan.

A media cuadra de mi casa una bocina de camión me deja atónita, junto al grito de “cómo está eso, mi amor”. Me pregunto qué es “eso” y cuándo me puse de novia con ese hombre que me llama “mi amor”.

Enseguida, el mismo tipo de siempre, el de las tortafritas. “Buen día, mi amor, como está todo eso”. Los jugos gástricos se me revolvieron anunciando que comenzó el día. El volumen está a “20”. Si bien no quiero escuchar nada de quien no conozco, necesito saber con qué me voy a topar hoy. Llego a la parada.

A pesar de querer escapar de esos monstruos a los que les encanta contarme cosas sobre mi cuerpo, mi vestimenta y mi vida sin saber ni mi nombre, al bajar del ómnibus sé que me espera algo parecido: el pendejo del kiosco del estacionamiento me dice su número de celular -creo que ya me lo sé de memoria- y me dice que “estoy divina”, el cuidacoches de la esquina me saluda aunque nunca le conteste y se da la vuelta para penetrarme el culo con su mirada.

Tengo la suerte de tener un trabajo donde el respeto y la tarea van de la mano, pero soy testigo del acoso callejero (ahora laboral y más burdo) que se traslada a las oficinas en las que son empleadas algunas amigas, con un jefe que ofrece aumentos de salario a cambio de sexo, o que se limita a remunerarlas menos que a sus compañeros machos para la misma tarea.

Pasa el día y al salir de la oficina vuelvo a la rutina inicial, sólo que ahora con la calle oscura y los miedos redoblados.

Llego a casa con un estrés tan grande que me saca las ganas de comer. Luego me acusan de histeria. No es la menstruación ni las hormonas, es la lucha diaria que implica tener vagina o simplemente sentirse mujer.

Saliendo a la calle con mi pareja, mi hermano o mi padre, apenas algo cambia: no se atreven a interceptarme de cerca, pero sí a unos metros. Desafían a quien me acompaña como si fuera una cuestión de macho a macho, para ver “si aguanta”.

La calle es un campo de batalla.

Manifiesto

La puta que lo parió, la puta madre, hija de puta, putita, la gran puta, puta de mierda, flor de puta, en fin, la puta vida. Si uso remeras escotadas o algún short con el que se me ven las nalgas, soy una puta, y hasta si me visto de largo alguna vez me han dicho “mostrame lo que tenés abajo. Te vestís de monja pero sos re puta”. Además de ser puta por cómo me visto, a qué hora salgo, porque estoy soltera o porque me garcho a varios, porque no me até a alguien por un contrato casándome, porque no quiero tener hijos, porque dejé con mi pareja y me vieron enseguida con otro, porque salgo siempre, porque me maquillo exuberante. También puedo haber sido puta porque me violaron y yo estaba de pollera, porque me asesinó mi pareja, porque llegué tarde o porque lo engañé. Siempre voy a ser una puta. Si soy puta por ser libre, yo quiero ser una puta siempre. Una puta descarada que se come el mundo, que se garcha la vida. Que amanece orgásmica de masturbación y que no tiene prejuicios, que se pone las calzas más apretadas o la pollera hasta los pies, pero siempre porque quiere.

Quiero salir a la calle sin que tus gritos de puta vayan acompañados de un “lo que te haría con ese culo” y sin tu mirada lasciva en el transporte público. Quiero que me digas puta, si es que me lo vas a decir, con referencia a la libertad que me genera estar viva, y que la libertad con la que esbozás ese puto grito sea la misma que tengo yo para responderte que sos un sucio, porque jugás el juego dándote libertad sólo a vos. Quiero ser puta sin que otras mujeres me digan puta por estar viva, quiero ser libre y bien, bien puta.

Fiorella Rodríguez.