A medida que se acerca el 31 de diciembre, comienzan a emerger las listas de “lo mejor del año” y, a diferencia de la tendencia de los últimos tiempos, parece que en 2016 no hubo documentales que se destacaran con ventaja en el panorama cinematográfico general. Esto, por supuesto, no quiere decir que hayan faltado documentales de excelente calidad, sino que los que más llaman la atención -los referidos a temas político-sociales- posiblemente tuvieron un perfil más bajo, o menor impacto, en un año en el que la realidad mundial en vivo y en directo pareció superar en asombro a cualquier registro de hechos anterior. Una relevante excepción -que tal vez no se exhiba en nuestro medio, debido a que parece excesivamente localista en su temática- es Weiner, de Josh Kriegman y Elyse Steinberg, un registro de la campaña por la alcaldía de Nueva York del desafortunado político Anthony Weiner, del Partido Demócrata. Aunque trata un hecho muy concreto (y en teoría irrelevante para un uruguayo) de la política estadounidense, es tal vez el documento más significativo de los últimos tiempos acerca de la decadencia de la democracia formal y la discusión política en Occidente.
¿Quién era y es Anthony Weiner? Bueno, antes que nada, su apellido. La película abre con una cita de Marshall McLuhan que dice: “El nombre de un hombre es un golpe entumecedor del que él nunca se recupera”, y vaya uno a saber qué es lo que el filósofo y semiótico estadounidense -bastante afecto a las frases efectistas de escaso o nulo significado real- quiso decir originalmente, pero en el contexto de este documental es el más perfecto de los epígrafes. Porque una de las tantas cosas inverosímiles alrededor de Weiner, que puede pasar inadvertida para los no angloparlantes o incluso para los poco familiarizados con el slang infantil, es que su apellido se pronuncia exactamente igual que el término wiener (o weener, la grafía varía en ocasiones), que en alemán significa “vienés” y es habitualmente usado en Estados Unidos para nombrar a las salchichas vienesas (Wiener Würstchen) -que en Viena y Uruguay se consideran provenientes de Frankfurt, frankfurters- y, por transitiva, a los perros salchicha (wiener dog). Casi inevitablemente, es también usado, sobre todo por los niños, como un sinónimo pícaro y diminutivo -pero no particularmente obsceno- de “pene”. Para dar una idea, dejando de lado la pequeña diferencia ortográfica de su apellido y haciendo una equivalencia en castellano, es como si Anthony Weiner se llamara “Antonio Pitito”. Y, justo, este es el nombre del político que fue descubierto mandándoles fotos de su pene a varias mujeres.
En 2011, cuando Weiner estaba en el apogeo de su popularidad y sus poderes en el Partido Demócrata, se filtraron una serie de fotos de su pene, más o menos cubierto y en distintos estados de entusiasmo, además de intercambios de mensajes de índole sexual (lo que se conoce como sexting) que el entonces congresista había enviado a supuestas admiradoras (entre las que había algunos malignos militantes conservadores haciéndose pasar por mujeres). Al principio el político -casado y padre reciente- negó que fuera él quien aparecía en las imágenes, luego lo admitió pero alegó que había sido víctima de un hackeo, y más tarde, ante abrumadoras evidencias, confesó que era responsable del envío de las fotos y los textos, en intercambios aceptados por las destinatarias. Aunque siempre negó que sus relaciones con esas interlocutoras reales o ficticias hubieran pasado de lo virtual -y jamás se le probó una infidelidad o alguna conducta no consentida por ellas-, el asunto se convirtió en un lógico escándalo -denominado sin mucho esfuerzo Weinergate-, que hizo las delicias de los programas humorísticos de televisión, de la prensa amarillista y de los republicanos en general, y todo terminó con la renuncia de Weiner al Congreso.
La historia sería atractiva incluso si Weiner hubiese sido una figura menor de la política estadounidense, pero no era el caso, sino que se trataba de alguien más que relevante en el Partido Demócrata. Hijo de un profesor de secundaria de Brooklyn, logró a fuerza de carisma, inteligencia y energía convertirse -a pesar de su difícil apellido- en uno de los jóvenes más notorios de su partido en Nueva York, fue elegido siete veces congresista por su distrito y alcanzó una enorme popularidad gracias al estilo, efusivo y algo efectista, con el que se hizo portavoz de los habitantes menos favorecidos de esa ciudad en proceso de progresiva gentrificación y exclusión de sus ciudadanos de clase media. En 2009 se presentó, comenzando su campaña tardíamente, a las elecciones para alcalde de Nueva York: terminó segundo detrás de Michael Bloomberg, considerado un candidato con excelentes posibilidades a futuro. Un claro megalómano y amante de las cámaras -algo evidente de todas las formas imaginables- Weiner era uno de esos políticos sin techo que solían desmantelar a sus opositores en los debates parlamentarios discutiendo ampulosamente, y había formado una pareja políticamente ideal con la bella y carismática Huma Abedin, una musulmana hija de padres de origen indio y paquistaní que se convirtió en la asistente personal y mano derecha de Hillary Clinton (quien muchas veces se refirió a ella como su segunda hija).
Pero el documental Weiner no trata del escándalo de 2011 -que es resumido en escasos minutos al comienzo-, sino del retorno de Weiner a la política, durante la campaña que lo postuló nuevamente a la alcaldía de Nueva York en 2013, y fue idea del propio político, decidido a documentar en detalle e intimidad lo que debería haber sido el registro de un regreso triunfal, y terminó siendo -por una combinación de talento, desgracia ajena y pura suerte- una maravilla de documental.
El emperador en pelotas
Como decíamos antes, fue Weiner quien contrató a Josh Kriegman para que documentara su extrovertida campaña, dándole acceso casi total a su entorno familiar y a la sede de su comando político. Pero lo que comenzó como un asombroso resurgimiento se convirtió pronto en algo tragicómico que, aunque en su país fue notoriamente público, conviene reservar para mantener la sorpresa (o no tanto) de algunos acontecimientos. Porque Weiner es absolutamente increíble, y no tanto por su excelente calidad cinematográfica como en el sentido más literal de la palabra: uno no puede creer lo que está viendo. Pero no es que penda, como en varios documentales contemporáneos, la sospecha de que hay registros montados o forzados en parte por los responsables de la película; por el contrario, estos se asombran de que el político les deje filmar sus momentos de mayor debilidad y exposición, y es casi imposible que pudieran prever el desarrollo que iban a tener los hechos.
No hay ninguna voz en off contextualizando o narrando lo que sucede, sino simplemente el registro mudo (es un decir, porque Weiner habla hasta por los codos) del político y su entorno, hilvanado con una edición brillante que intercala fragmentos de algunos programas televisivos. El resultado -dramático por momentos, hilarante en otros, lleno de incomodidad ajena la mayor parte del tiempo- hace que el falso documental humorístico The Office, de Ricky Gervais, luzca menos absurdo y exagerado. El drama de Weiner, su mujer y sus colaboradores parece pura sátira cinematográfica. De hecho, en un momento, cuando su equipo de publicidad le comunica que no puede seguir trabajando con él, Weiner plantea la posibilidad de que sus papelones sean utilizados para ganar un apoyo “a lo Bullworth”, en referencia al film de 1998 dirigido por Warren Beatty, sobre un político cuya desequilibrada sinceridad (producida por una severa crisis nerviosa) termina ganándole el favor de los votantes. Pero esto es aun menos verosímil y probable que Bullworth.
Habrá quienes piensen que era imposible hacer un mal documental con semejante material de base, pero como decíamos antes, los directores hacen una edición asombrosamente expresiva de lo que registraron (algo así como hacer una inversión brillante con lo obtenido en el 5 de Oro), filman con enorme talento visual y logran, mediante un discreto énfasis en elementos laterales, algo que va mucho más allá de la explotación de un colorido escándalo. Porque tal vez lo más admirable del trabajo de Kriegman y Steinberg no es tanto el material impactante que ponen en pantalla, sino lo que dejan afuera. ¿Y qué es lo que dejan afuera, habiendo tenido acceso a lo más íntimo de la cocina electoral de Weiner y a su propia familia? Bueno, todos los detalles más estridentes y morbosos del escándalo de las fotografías y el sexting. Detalles que se mencionan y, sobre todo, se retratan mediante las reacciones de los medios y el público, pero que el documental limita a un par de las fotografías más inocentes y a los mensajes de texto más suaves. ¿Fue por pudor, por connivencia con el político, o un gesto de fidelidad de Steinberg hacia su antiguo empleador? Más bien cabría hablar de simple decencia y de una perfecta proyección conceptual: las fotos sin pixelar y los mensajes completos de sexting son fáciles de encontrar en la web, y fueron reproducidos en forma interminable por cientos de programas periodísticos, humorísticos y de chismes -ni hablar de las redes sociales-, pero todos esos momentos de debilidad (y estupidez) de un hombre famoso y exhibicionista son justamente lo que no es Weiner, un documental que no trata de fotografías de penes y que, sin hacerlo explícito, va mucho más allá de las desventuras de Weiner, para volverse un retrato metonímico de toda una cultura civil infantilizada, obsesionada por lo accesorio y la imagen, brutal en su explotación humorística o partidaria de lo privado, superficial hasta lo irrisorio, tan abiertamente sádica como secretamente moralista. Y siempre estúpida. Weiner fue estrenada antes de las últimas elecciones presidenciales estadounidenses, y el inefable Donald Trump está casi completamente ausente (salvo en un flash de archivo), pero de alguna forma el documental comenta y hasta explica todo el sinsentido subsiguiente. Este es el caldo de cultivo de la sopa horrible que está servida en la mesa, y el villano no es tanto el político impresentable al que retrata, sino toda la cultura fragmentaria, reduccionista, voyeurística y reducida a sus impulsos más elementales que ahora ocupa el lugar de lo que antes llamábamos “política”.