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Domingo, casi las dos de la tarde. Llegamos a la Feria Internacional del Libro en un taxi que rápidamente se empantanó en el gentío. Desde todas partes de La Habana, parecía, la gente se acercaba a la fortaleza de San Carlos de La Cabaña -la principal defensa de la ciudad junto a la fortaleza de San Salvador de La Punta y el castillo de los Tres Reyes del Morro, también prisión padecida por muchos independentistas hacia fines del siglo XIX, también cuartel ocupado por el Che durante 1959 y escenario de no pocas ejecuciones, según Wikipedia-, locación elegida ya tradicionalmente para la Feria del Libro. Ese día, supimos después, se venderían 78.000 entradas, y a eso hay que sumar a todos los participantes en stands y pabellones más un número indeterminable de colados, para un total que las autoridades cubanas estiman en no menos de 80.000 personas.

80.000 personas un domingo en una feria del libro.

Era el día de San Valentín (o “día del amor” en Cuba), y pronto entendimos que la ocasión favorecía no sólo la compra de libros sino también la diversión de una tarde de domingo paseando por la majestuosa fortaleza, entre puestos de comida rápida y stands donde se vendían camisetas del Barça, pósters de Lionel Messi, Cristiano Ronaldo y Luis Suárez, agendas, peluches y dinosaurios troquelados.

“Nadie viene por los libros” fue el comentario más repetido durante esos días, no sin resignación, pero lo cierto es que los libros igual se vendían. Libros cubanos -editoriales de La Habana y del resto de la isla-, libros uruguayos rebajados para equiparar sus precios con los de los editados en Cuba (que promedian los 15 pesos cubanos, algo así como 20 uruguayos) y, si se buscaba con atención, libros de toda Iberoamérica, incluyendo una excelente muestra del Fondo de Cultura Económica de México, de la que por cinco dólares podías llevarte Literatura europea y Edad Media latina, el clásico de Ernst Robert Curtius, o El agua y los sueños, de Gaston Bachelard, o Una introducción a la teoría literaria, de Terry Eagleton.

Digamos que era algo así como la Rural del Prado fusionada con una versión llena de esteroides de la Feria del Libro de Montevideo, más cervezas Cristal y Bucanero, refrescos Ciego Montero, pizzas y cócteles de camarones.

Entre las joyas que podían encontrarse en las editoriales cubanas: el número más reciente de la revista de Casa de las Américas, dedicado a “letras e ideas de Uruguay”, con una selección de poesía y narrativa aportada por Fernando Butazzoni con la colaboración de Natalia Mardero (y textos de Antonio Elías, Rosa María Grillo, Pablo Rocca, Milton Fornaro, Horacio Verzi, Mario Delgado Aparaín, el propio Butazzoni, Rafael Courtoisie, Ariel Silva, Marcia Collazo, Nelson Díaz, Claudia Magliano, Inés Bortagaray, Fernando Foglino, Daniel Mella, Fabián Severo, Carolina Bello, Ana Fornaro, Leonardo de León, Camilo Baráibar, Matías Mateus, Jorge Ruffinelli, Rosario Peyrou y Luis Camnitzer); la novela La sangre y el mar, del haitiano Gary Victor, además de varias antologías de poesía caribeña traducida del creol, inconseguibles en cualquier otra parte del mundo.

También las antologías (imprescindibles para entender por dónde anda la narrativa cubana en el siglo XXI) Malditos bastardos -subtitulada “diez narradores cubanos que no son Pedro Juan Gutiérrez ni Zoé Valdés ni Leonardo Padura”- y Como raíles de punta, joven narrativa cubana, compiladas por Gilberto Padilla y Caridad Tamayo, respectivamente; las ediciones cubanas del compilado de cuentos Hacia la extinción, del argentino Oliverio Coelho, de la novela Goma de mascar, de Rafael Courtoisie. Y además, imposible de pasar por alto, la recentísima (lanzada en la misma Feria) primera edición cubana de 1984, de George Orwell (publicada originalmente en junio de 1949, hace casi 67 años), con un prólogo que hace no pocas advertencias al lector (se pregunta, entre otras cosas, si el libro superó “la prueba del tiempo”) y una portada tan espantosa que parece decir “no compre este libro” -no obstante, la edición se agotó en minutos-.

Dicen que Cuba está cambiando, que se vive un momento de transición, que La Habana no es la misma que podía encontrar un viajero hace cinco años y que en cinco más será completamente distinta. Quizás hable con elocuencia entonces su paisaje de reguetoneros, sus discotecas chetas donde tocan en vivo bandas de covers de rock en inglés, sus cinturones de gente rodeando los hoteles por la noche para aprovechar el wifi, la profusa clientela del paquete semanal (una red humana de distribución por toda Cuba de series de televisión, películas, música, porno, libros y otros materiales bajados de internet por alguien con una conexión probablemente única en la isla, que reparte esos contenidos por puntos de venta no formales pero tolerados a los que los cubanos concurren con sus discos duros portátiles, y donde pagan cinco dólares por un terabyte de archivos), los ingenieros que ganan 35 dólares por mes y trabajan además como mozos en bares para turistas, el creciente cuentapropismo o iniciativa comercial privada, y así podríamos seguir.

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Las actividades en el pabellón de Uruguay -donde un ceñudo Eduardo Galeano señoreaba el recinto desde una gigantografía y el Más Allá- empezaban un poquito tarde y para no más de diez personas, pero a medida que cada panel o mesa redonda se desarrollaba la sala empezaba a poblarse y no era raro terminar con un lleno total y entusiasta.

Las propuestas fueron muchas: además de los predecibles homenajes a Galedetti y Beneano, hay que mencionar la presentación del libro (editado por Casa de las Américas) Antología del teatro uruguayo en el siglo XXI, protagonizada por los uruguayos Sergio Blanco y Gabriel Calderón y la cubana Vivian Martínez Tabares; la mesa “Cuatro ficciones verdaderas”, que reunió a los cubanos Jorge Fornet, Senel Paz y Leonardo Padura con Mario Delgado Aparaín y Fernando Butazzoni; la mesa sobre literatura escrita por mujeres, llevada a cabo por María José Larre Borges, Marcia Collazo y Mónica Bottero; el panel “Escritores de Latinoamérica”, con Delgado Aparaín, Eduardo Heras de León, Rafael Courtoisie y Butazzoni; la mesa sobre narrativa uruguaya, con Delgado Aparaín, Bottero, Courtoisie, Collazo y Damián González Bertolino; y el debate sobre “nuevas formas narrativas en Latinoamérica”, con la crítica, docente y escritora cubana Susana Haug (una de las mayores conocedoras cubanas de narrativa uruguaya reciente), el también cubano Rafael Grillo y Courtoisie.

Paso ahora a algo un poco más personal: los paneles y presentaciones en los que tuve el gusto de participar. El primero fue el domingo, todavía embotado por el viaje: junto a Bottero y Haug presentamos a Delgado Aparaín, con su más reciente novela (Tango del viejo marinero) a mi cargo. Al día siguiente, Courtoisie moderó una mesa sobre narrativa uruguaya reciente que compartí con González Bertolino, cuya novela Los trabajos del amor (éxito de ventas durante San Valentín, y no es broma) presenté después. El martes le tocó a la antología de narrativa nueva/joven que preparé para Casa de las Américas, presentada junto al editor y crítico cubano Gilberto Padilla (que incluye cuentos de Pablo Dobrinin, Pedro Peña, Sebastián Pedrozo, Horacio Cavallo, Martín Bentancor, Ignacio Alcuri, Camilo Baráibar, Jorge Alfonso, Natalia Mardero, Leonardo Cabrera, Agustín Acevedo Kanopa, Fernanda Trías, Daniel Mella, Manuel Soriano, Rodolfo Santullo, Carolina Bello y Leonardo de León), y participé al día siguiente en una mesa redonda sobre periodismo cultural junto a Bottero y Luis Marcelo Pérez, en la que “aproveché” para presentar la edición cubana (corregida y ampliada) de 35 años en Marcha, de Pablo Rocca, un libro sin duda alguna imprescindible.

La tónica, en lo personal, pasó por hablar con entusiasmo de lo más reciente de la narrativa uruguaya, y hay que decir que los cubanos escucharon con oídos atentos y se interesaron sobremanera por lo expuesto. No puedo dejar de contar que, durante la charla junto a González Bertolino, un escritor cubano, que había mantenido minutos antes una charla muy amigable con Damián, nos escribió a los dos una carta -entregada al final del panel- en la que nos criticó severamente por no haber hablado al público cubano de literatura con “compromiso social” y nos pidió que le enviáramos desde Uruguay libros por correo, entre ellos Seis problemas paradon Isidro Parodi -publicada en 1942 por los argentinos Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares, bajo el seudónimo Honorio Bustos Domecq-e hiciéramos lo posible (pues era nuestro “deber”) por publicar sus libros aquí.

Por supuesto, hay cosas que cambian y cosas que no. Y los libros seguirán viajando.

3

Es imposible salir a caminar por La Habana y no empaparse de historias; no sentirse invadido por historias. Por ejemplo, en uno de tantos viajes a la Feria del Libro me subí a un taxi manejado por un cubano de 47 años nacido en la URSS, fan del hip hop, instructor de artes marciales mixtas, experto en krav maga -disciplina que me explicó con increíble elocuencia en no más de tres minutos, casi convenciéndome de que podía enfrentarme a tres escritores enfurecidos sin más armas que un pedazo de baldosa y un ovillo de lana-, hijo de un militar de la guardia personal de Fidel Castro ahora exiliado en Estados Unidos y convencido de que en Cuba quedan muy pocos “comunistas” pero muchísimos “fidelistas”, entre los que, se apuró a precisar, ya no se encontraba su padre. Su familia, además, provenía de Martinica, y me recomendó que a mi hija pequeña la inscribiera -cuando cumpla cinco años- en prácticas de boxeo y judo, que le proporcionarían, aseguró, una excelente combinación de disciplina y preparación física.

Yo, tomando notas.

La delegación uruguaya se alojaba casi por completo en el hotel Habana Libre, en el barrio de El Vedado, otrora aristocrático y ahora una maravillosa combinación de suntuosidad, elegancia y decadencia, algo así como una ciudad (casi) en ruinas invadida por una selva tropical poshumana. Nada más sugestivo que sus paisajes de grandes mansiones derruidas invadidas por la vegetación más exuberante, que la oscuridad de sus calles (en cuyas esquinas es fácil encontrar grupitos de gente, hombres en su mayoría, jugando al dominó sobre una mesita), que la bella avenida 23, culminada por el Malecón en una zona efervescente de músicos callejeros, travestis, prostitutas, turistas, prostitutos y curiosos que observan ese espectáculo.

Es apabullante la belleza de La Habana, de su paisaje y sus habitantes, y eso permite acaso explicar las múltiples quejas expresadas en los últimos tiempos en Montevideo por la integración de la delegación uruguaya a la Feria Internacional. Todos queremos ir a Cuba, sin duda, pero -no nos engañemos- hay algunas cuestiones ineludibles: los criterios de selección podrían haber sido más visibles, no se escucharon sugerencias provenientes de la Cámara del Libro cubana (que, de hecho, solicitó a la Dirección Nacional de Cultura uruguaya que contemplara una lista de autores -consagrados, nuevos y emergentes- considerados de interés en Cuba), que Butazzoni, sin que se empiece acá a discutir el valor de su escritura (en todo caso muy querida en Cuba), parece ser un invitado de rigor a cuanta Feria del Libro se organice en el mundo, y seguramente se podría agregar algo más.

Pero también es cierto que el dream team que cada uno de nosotros podría armar para ir a La Habana en plan viaje de egresados fiesteros no tiene por qué ser compartido o aceptado por los demás. Para dar un ejemplo pintoresco: anda por ahí en Facebook la lista propuesta por el periodista, músico y escritor Elbio Rodríguez Barilari, y cabe señalar que su visión de la literatura uruguaya (opinó que debían ir Ida Vitale, Washington Benavides, Circe Maia, Hugo Achugar, Enrique Estrázulas, Hugo Burel y Tomás de Mattos, más una “larga lista que ya sabemos”, sin que me quede claro a quiénes refiere ese plural) es una prueba de que para algunos la literatura uruguaya es algo que sólo hace gente mayor de 60 años.

Es decir: tu lista, mi lista, la lista de Rodríguez Barilari, la lista de aquél y de aquélla. No podemos quedar todos contentos ni viajar todos a La Habana. Pero, como decía antes, algunos criterios a la vista hubieran sido de agradecer.

En fin: siempre asoma cierta lógica de la “representación”, la noción de que existe y se puede identificar una suerte de idoneidad representativa, como si se esperara algo específico de un escritor sólo por el hecho de ser uruguayo o uruguaya, y se le pidiera implícitamente que en el extranjero lo ejerciera o representara.

De todos modos, es claro que después de esta Feria del Libro de La Habana los cubanos tienen mejor acceso a la literatura uruguaya, en particular a lo más vivo de lo producido en las últimas décadas. Quizá quedó claro que en Uruguay Benedetti y Galeano no son ya referentes para los creadores más recientes, que la narrativa no sólo vive de su difusa tradición, que también se escribe ciencia ficción, fantasía y policial, que también se hace historieta, que el teatro cuenta con talentos jóvenes y vibrantes, etcétera. Los libros, ahora, están allí, y quizás algunas cosas -que atañen a la percepción cubana de la literatura uruguaya- sí vayan a cambiar en los próximos cinco años. Y cómo no interesarse desde acá en las lecturas que puedan surgir y que nos comprometan.