La película Zoolander se estrenó en Estados Unidos el 28 de setiembre de 2001, dos semanas después del ataque al World Trade Center y posiblemente en el peor momento imaginable para una comedia sobre el superfluo mundo de la moda. Además, llegaba un poco tarde, porque Ben Stiller había estrenado el personaje en algunos sketches televisivos cuatro años antes, cuando realmente la cultura de la alta costura había llegado al pico de su esnobismo e influencia mundial. De hecho, Zoolander se podía considerar una versión más divertida y descerebrada de aproximaciones más serias (y fallidas) al reino de las pasarelas, como Prêt-à-porter (2004), de Robert Altman, e incluso la penosa Celebrity (1998), de Woody Allen, con su pálida imitación del mundo estilizado de La dolce vita, de Federico Fellini (1960).

Zoolander es en apariencia un film mucho menos ambicioso: apenas la historia de Derek Zoolander (Stiller), un supermodelo tan exitoso como estúpido que siente una crisis existencial cuando le aparece un serio competidor, Hansel (Owen Wilson), al que luego se une para combatir a Mugatu (Will Ferrell), un modisto terrorista.

La película era una ametralladora de gags -algunos memorables- en torno a la insólita imbecilidad de los personajes de Stiller y Wilson, una especie de Tonto y retonto estilizados y exitosos, a los que les daba cierto encanto estético y unas personalidades en definitiva entrañables. Ambos se movían por un mundo tan excéntrico e incomprensible como los de Fellini, y conseguían que la película funcionara en muchos planos distintos. Aunque pasó por las carteleras sin pena ni gloria -y mucho menos respeto de la crítica-, Zoolander fue redescubierta vía DVD o TV por cable y se volvió una inesperada película de culto para miles de cinéfilos, que reconocían no sólo su efectividad cómica, sino también su asordinada emotividad y la extraordinaria química entre sus protagonistas. Uno de esos fans es el hermético y talentosísimo director Terrence Malick, quien al parecer ha visto el film decenas de veces y lo considera uno de sus favoritos de todos los tiempos.

En todo caso, la película sobrepasó sus modestas pretensiones originales de entretenimiento satírico y se convirtió en algo que tentaba a ser continuado. Tras 15 años de demora (que extrañamente no se notan en la fisonomía de sus protagonistas), finalmente la secuela llegó, para bien o para mal. Sobre todo para mal, si uno le hace caso a la mayoría de las opiniones profesionales estadounidenses.

Una vuelta de más

La crítica de su país viene asesinando a Zoolander 2 como una de las secuelas más indignas. Quizás el hecho de que el original sea un film rescatado por los fans y no por los críticos haya profundizado las animosidades hacia la segunda entrega (algunas de ellas motivadas por la habitual estupidez políticamente correcta, incapaz de entender un chiste), que llegó a ser comparada por un crítico exagerado con la emética Batman & Robin (1997) de Joel Schumacher.

Zoolander 2 no se merece semejantes guarangadas, pero a la vez es bastante difícil de defender. En primer lugar, es como una ley no escrita de las secuelas que si no aportan nada en relación con las originales, restan, y Zoolander 2 peca continuamente de querer reproducir el efecto de algunos gags del primer film, sin agregarles ningún giro sustancial. Tampoco ayuda mucho la edición, que abandona un poco la estética fragmentaria de videoclip para optar por tomas más largas, que debilitan el vértigo absurdista de la historia. Y la novedad de elenco más promocionada, la hermosa Penélope Cruz, se queda en la sensualidad de esa actriz, limitado su rol a una caricatura española (hay otra presencia novedosa y más efectiva de un famoso músico, pero transgrediría toda precaución anti-spoiler si diera detalles).

Ésas no son las peores faltas de la película. Lo que más se extraña es aquella calidez afectuosa que, si bien suavizaba las aristas satíricas de la historia, le daba cierta humanidad comprensiva que hasta el aparentemente superficial mundo de la moda se merece (y que quizás haya sido el motivo por el que tantas figuras de ese mundo se prestaron a hacer cameos en la secuela). El Derek Zoolander de la primera película era un imbécil en ocasiones peligroso, pero un imbécil muy querible, una característica que en este film demora mucho en emerger.

Pero en relación con esa demora, Zoolander 2 tiene una virtud rara en una comedia -y rarísima en una secuela de comedia-, que es la de remontar un comienzo flojo y lograr sus mejores momentos cuando el espectador ya está resignado (o casi) a que no es más que una mala idea que nunca debió llevarse a cabo. El gran responsable tiene nombre, apellido y un corte de pelo impresentable: Will Ferrell.

El rol de Ferrell como el extravagante Mugatu en la primera Zoolander era brillante pero secundario. En 2001 el actor parecía ser un comediante mediano de una generación bastante floja de integrantes de Saturday Night Live (SNL), sin muchos más atributos que una gran capacidad para ponerse en ridículo total y una estupenda mirada de incomprensión bovina. En tiempos previos a YouTube, ni siquiera su inconmensurable sketch de sátira rockera en SNL, conocido como “more cowbell”, se había popularizado. Fue justamente a partir de roles menores como el de Zoolander o el de Old School (Todd Phillips, 2003) que Ferrell tuvo una explosión tardía y se convirtió en el hombre más gracioso de Hollywood, una distinción que aún conserva, pese a ciertas patinadas en los años recientes. Y es este Ferrell, ya para nada secundario, el que prestigia Zoolander 2 desde que vuelve a aparecer en pantalla. Pocos minutos después de hacerlo hay una breve escena en la que se encuentra (tras una década de prisión) con su afeminadísimo asistente negro (el fantástico Nathan Lee Graham) y reproducen -como si fuera un ritual- una escena del primer film en el que Mugatu le arrojaba su café a la cara a dicho asistente. La escena, que es a la vez una guiñada a la película de 2001 y una señal de afecto entre los dos delincuentes, es absolutamente hilarante sin que haya en pantalla otra cosa que la expresividad facial de dos grandes actores.

Desde la aparición de Ferrell la película adquiere una energía distinta, pero quizá no la suficiente para convertirla en un triunfo. Hay algunos gags que funcionan siempre, como el casamiento de Hansel con una variadísima orgía ambulante de 11 personas de ambos sexos (y algún animal), o el asombroso anuncio de Zoolander de Aqua-Vit, pero queda gusto a poco. Sin embargo, Zoolander 2 no llega a ensuciar el recuerdo de su predecesora. No es tan buena, ni cerca, pero tampoco es vergonzosa ni altera significativamente el legado de aquellos personajes estúpidos y hermosos. ¿Qué tan mala puede ser una película que dedica sus primeros diez minutos al asesinato de Justin Bieber? Simplemente tiene menos puntería, suerte y necesidad de existir que una predecesora brillante. Nada menos y nada más.