En un tiempo en el que la mayoría de las continuaciones o reenganches de las franquicias televisivas o cinematográficas se ha ido dando mediante reboots, “precuelas” y spin-offs (o sea, volviendo a empezar, contando hechos previos o desarrollando historias laterales), una marca curiosa del último año fue el impulso de continuar sagas desde donde habían quedado originalmente (una marca particular que bien señaló María José Santacreu en una reciente nota de Brecha, en referencia a las nuevas ediciones de Star Wars y Los archivos X).
Creed, que vendría a ser la séptima en la serie de Rocky, es una curiosa amalgama de los formatos antedichos. Por un lado, es el spin-off de la vida de un personaje no visible en las anteriores Rocky, pero, por tratarse del periplo hacia la gloria del hijo ilegítimo de Apollo Creed (el contrincante y luego aliado más importante que haya tenido el “semental italiano”), estaríamos siguiendo el trazado de una narrativa paralela, centrada en uno de los personajes secundarios. La idea de la “precuela” es más discutible, aunque en cierto modo la orfandad de Adonis Creed arroja un poco de luz sobre la vida disipada de Apollo antes de que muriera en Rocky IV. Finalmente, si bien la película se ciñe fielmente a la voluntad de continuar con la historia, hay una persistencia en mantener cierta ritualidad, trama, narrativa e iconografía propias de la original, que en algunos aspectos la asemeja a un reboot adaptado a los tiempos actuales.
Analizando el estilo de las películas posteriores a la primera, parece que la saga siempre fue guiada por la ley tácita de doblar en emociones, personajes y color todo lo acontecido en la versión original. Quien escribe esta nota llama a tal proceso “la regla de Gremlins 2”, aunque podría perfectamente funcionar también con Aliens, en el sentido de utilizar la secuela para ampliar -y exagerar- el universo, el impacto y la cornucopia de personajes (los dos films citados son ejemplos virtuosos de este recurso, pero la lista se puede extender a películas muy diferentes como Mi pobre Angelito 2, perdido en Nueva York, donde la abundancia se ponía en juego, más que en nuevos integrantes del elenco, en las nuevas invenciones de Kevin a la hora de combatir a los ladrones). Cada versión de la serie (al menos en la tetralogía clásica, antes de que continuara, más tarde, con las deprimentes Rocky V y Rocky Balboa) parecía redoblar la anterior: si en la primera la pelea era la punta del iceberg para retratar a una pequeña comunidad obrera de Filadelfia, en su secuela el papel extático del encuentro final absorbía mucho más la atención, desplazando el foco de lo social; si en la segunda Apollo Creed era más carismático y exagerado que en la primera, en Rocky III Balboa peleaba contra Clubber Lang (Mr T en su versión más anfetamínica y llena de esteroides posible) y contra el famoso personaje de lucha libre Hulk Hogan; si en la III los contrincantes eran, en algunos sentidos, absurdos (la pelea entre Stallone y Mr T está tan pasada de rosca que parece un sketch cómico), en Rocky IV nos topábamos con una especie de Terminator soviético, en una pelea que terminaba enterneciendo hasta a un símil de Mijaíl Gorbachov.
Uno sabe que la magia auténtica sólo está en la primera, pero los productores lograron mantener en esa tetralogía la llama encendida, creando una serie de antagonistas vistosos que rivalizaron con el estilo de villanos de James Bond.
En algún sentido, la principal atracción para los fanáticos de la serie no era tanto el periplo de Rocky Balboa, sino las peculiaridades de sus enemigos, reforzando el símil con las películas sobre el agente 007. Querer apartarse de esa línea fue lo que hizo naufragar la quinta y la sexta, pero, considerando la franca vejez del protagonista, era bastante impensable seguir manejándose con el mismo manual de instrucciones.
Ya desde la elección del director de Creed (el joven Ryan Coogler, responsable de Estación Fruitvale) podíamos imaginar que este film, lejos de ser una versión aun más exagerada, iba a apuntar a un lugar distinto. Como se dijo antes, cuenta la historia de un hijo no reconocido de Apollo que fue adoptado a temprana edad, en un acto de dignidad sorpresivo, por la viuda del boxeador, que le brindó una vida llena de comodidades, esperando que se dedicara a algo menos violento que el boxeo. El comienzo es bastante certero al retratar la doble vida de Adonis, que alterna entre una ordenada vida de oficina y peleas semiprofesionales en Tijuana. Creed Jr, que reniega de su padre y a la vez lo admira, decide ir tras los pasos de Apollo y busca a Rocky (ahora el solitario dueño de un restaurante repleto de recuerdos de sus años dorados) para que lo entrene.
Todo sucede como en un calco de la primera Rocky, con pequeñas diferencias: la relación entre Rocky y Adrian se suplanta por la de Adonis y la artista emergente Bianca (Tessa Thompson); la oportunidad de Balboa se había dado por la lesión de un contendiente previsto para Apollo, y la de Adonis luego de que el campeón actual le partiera la mandíbula a su desafiante durante una conferencia de prensa.
Así, todo lo que vimos en la primera ocurre en una especie de juego de espejos, pero Creed nunca deja de emocionar, y las razones de tal éxito son varias. En lo fundamental, hay una reestetización de muchos momentos icónicos del primer film, pero sin perder, en esos procedimientos, un ápice del espíritu y el simbolismo de las escenas originales.
Se actualiza el escenario, no sólo dando rienda a una serie de chistes más bien ridículos (como la escena en la que Adonis le habla a Rocky de “la nube” del ciberespacio), sino adaptando el lenguaje cinematográfico al estilo de filmación y cobertura del boxeo del siglo XXI: un presunto programa de televisión sobre la historia del personaje que defiende el título aplica tan al pie de la letra las convenciones de estilo que parece un verdadero programa acerca de un boxeador real; hay un nuevo y riquísimo estilo de filmación de las peleas, mucho más realista -al menos para los estándares de la saga- y que respeta más la lógica del boxeo (y no la de un piñazo por otro que casi siempre imperó en la franquicia), incluyendo una exquisita escena de plano secuencia en la que se muestra, de forma casi coreográfica, la primera pelea oficial de Adonis.
Por otra parte, la famosa escena de la corrida de gloria de Rocky por la escalinata del Museo de Arte de Filadelfia se rememora dos veces: más literalmente en una especie de epílogo, y remodelada en un trayecto por las calles de la ciudad, acompañado por una demencial serie de motos y cuatriciclos, con abundancia de cámaras lentas y al son de un tema de rap, que va en dirección opuesta al score clásico del primer film y se parece más a un videoclip de Kanye West, pero aun así logra tocar una fibra épica inimaginable para el cine deportivo de estos tiempos.
Sin embargo, la estrella más brillante de Creed no va por esos caminos estéticos ni está en las actuaciones (aunque muchos le ponen varias fichas a la posibilidad de ver a Sylvester Stallone levantando un Oscar), sino en la construcción y la auténtica riqueza de sus personajes. En particular, para ser una película de boxeo, sorprende la completa ausencia de villanos. El defensor del título puede ser medio bravucón, pero en una pequeña escena junto a su mánager nos damos cuenta de que sólo es un pobre diablo que trata de limpiar su imagen -y de ganar unos cuantos dólares- antes de retirarse. No hay nadie intrínsecamente malo en el film; pueden aparecer antagonistas -como el entrenador que considera importante traicionar la confianza de Balboa, echando a correr que Adonis es hijo de Apollo-, pero todos tienen sus razones y sufren en mayor o menor medida.
A la vez, es de las pocas veces en que podemos ver -en el personaje de Bianca- un personaje de artista cuya música y la escena en la que se mueve en el mundo ficticio del film parecen actuales y verosímiles, al igual que sus posibilidades de tener éxito (hay que reconocer el buen oído de la producción, que hace que la cantante se maneje en un ambiente medio under/hipster, con un rhythm & blues crepuscular similar al de FKA Twigs). Y, más que nada, hay pequeños detalles en la construcción de los personajes y sus vínculos que dicen mucho más que muchas películas en apariencia más refinadas. Como ejemplo pequeñísimo, pero nada circunstancial y tremendamente ilustrativo, vemos a Balboa escribiéndole una rutina de entrenamiento a Adonis, y cómo éste le corrige la ortografía de la palabra “shadow” (sombra). Hay un mundo que se nos abre en ese mínimo detalle. Vemos, por un lado, que Balboa, pese a redimirse económica y socialmente (sobre todo en relación con lo que pasó en Rocky V y Rocky Balboa), sigue siendo un tipo semiletrado que llegó a donde está más por su corazón que por su inteligencia. Vemos también que Adonis tuvo otra educación, un contexto de vida completamente diferente gracias a -y, en algún sentido, a pesar de- su padre. Finalmente, la corrección es veloz y habla de la necesidad del joven de no dejar pasar ese tipo de cosas, pero a la vez se realiza en forma respetuosa y como al pasar, para no darle mucha trascendencia. Son detalles como ése los que hacen grandes películas, y Creed tiene un buen puñado de ellos.
En la serie de escenas icónicas reproducidas hay una que parece resumir a esta película. Balboa le enseña a su protegido a boxear frente a su sombra, explicándole que, a la vez que lanza un puño contra ella, tiene que esquivar el “ataque” de la sombra que está produciendo (algo que, como es obvio, resulta físicamente imposible). Ese juego de la sombra y el golpe no sólo habla de Adonis y su padre (otra escena importantísima del film es la del joven peleando contra la imagen proyectada de Apollo en la pelea final de Rocky II), ni sólo del luchador contra sus propios fantasmas, sino también de Creed con respecto a la primera Rocky. De una forma extraña, Ryan Coogler logra lo imposible: acertar su golpe a la sombra y esquivar su respuesta al mismo tiempo.