El miércoles falleció, a los 75 años, uno de los directores más extremos e inclasificables que haya dado Polonia. Una larga batalla contra el cáncer había tenido un buen tiempo contra las cuerdas a Andrzej Zuławski, pero pudo dejar un último film, Cosmos, un thriller neonoir metafísico inspirado en su compatriota Witold Gombrowicz y en Fernando Pessoa.

El término “neonoir metafísico” puede parecer extraño, pero la mutación de géneros, estéticas y temáticas fue una de las principales señas del director. Formado en Francia, Zuławski siempre tuvo una relación compleja con su país natal, y en la gran mayoría de sus films se puede reconocer ciertas corrientes subterráneas relacionadas con los tiempos del “socialismo real”. En el primero, La tercera parte de la noche (1971), partía de un retrato de la ocupación alemana durante la Segunda Guerra Mundial, un tema recurrente de la segunda ola de cineastas polacos, pero con un grado de estetización y exageración de puestas en escena, movimientos de cámara y, sobre todo, actuaciones que lo alejaban del realismo histórico y por momentos lo hacían bordear “peligrosamente” el surrealismo. Ya con la escena inicial, en la que la madre del protagonista era asesinada por un soldado alemán que entraba a su casa a caballo (una referencia bastante directa a los jinetes del Apocalipsis), uno se daba cuenta de que había algo que no cuadraba con los mandatos del realismo socialista para el cine (ni con el denostado cine de extracción nacionalista más romántica), pero tampoco con las nuevas generaciones de directores como Andrzej Wajda o Andrzej Munk, que en cierto modo daban una vuelta de tuerca política a aquellas bases. Zuławski parecía tomar ciertos mitos y procesarlos en una suerte de hipertrofia y expansión hasta convertirlos en algo que trascendía lo meramente histórico, tocando aristas más inesperadas.

Esa libertad expresiva terminó jugándole en contra en su segundo film, Demonio (1972), que fue duramente censurado, por razones diversas y contradictorias. La historia transcurre durante la invasión prusiana que hizo perder a Polonia su independencia por más de 100 años, y se centra en Jakub, un joven nacionalista encerrado en un manicomio/cárcel/sala de torturas y rescatado por un misterioso hombre que lo acompaña en su camino de regreso a su casa, o a los restos de ella, en un pueblo arrasado por la guerra. No se tarda en reconocer al acompañante como una suerte de Mefistófeles que induce a Jakub a cometer feroces asesinatos. El comité censor vio en aquella Polonia partida y en la locura galopante del protagonista una referencia a purgas realizadas en el Partido Comunista contra afiliados judíos, y a las protestas estudiantiles causadas por esas purgas, pero el toque de gracia lo dio un inusual aliado del régimen: la iglesia católica polaca. Jakub, con su oreja comida por el malevolente diablo, atraviesa un sinfín de vejaciones y actos de violencia, asesina con una navaja todo lo que se le cruza, se involucra en un incesto y no pocas veces juega de manera bastante iconoclasta con la imaginería católica. Uno podría calificar la trama de una mezcla lisérgica de Hamlet y Valerie and her Week of Wonders (Jaromil Jireš, 1970), en la que los traumas edípicos del protagonista se entrelazan con los de una nación huérfana y caníbal.

Esa extraña fusión de referencias se daría en toda la filmografía de Zuławski, que desde el vamos compartía con Jean-Luc Godard una particular fascinación por las citas, a menudo sin notas al pie explicativas. La referencia a Hamlet en Demonio queda chica en comparación con las versiones completamente libres de obras de Fiódor Dostoievski en las películas de su retiro a Francia, como La mujer pública (1984, inspirada en Los endemoniados) y L’amour braque (1985, inspirada en El idiota).

El film por el que Zuławski será seguramente más recordado es Posesión (1981), obra de quiebre que fue una de las piedras angulares del horror psicológico de los años 80 y terminó fundando un subgénero. Es difícil explicitar su temática: fundamentalmente, muestra una feroz y violenta separación amorosa entre Mark (Sam Neil), un espía que retorna a su casa tras una misión de espionaje, y Anna (Isabelle Adjani), pero desde el comienzo vemos algo extraño en la actuación y los móviles de los personajes. Las peleas entran en una creciente entropía y vamos tomando como algo normal que en medio de una discusión la protagonista agarre un cuchillo eléctrico y se lo coloque en el cuello. La cámara pasea anfetamínicamente entre primeros planos y travellings que siguen las súbitas corridas y gestualidades de los personajes, que parecen estar todo el tiempo al borde del colapso. Hasta ahí, es una película un tanto incómoda e intempestiva, pero recién a la hora y cuarto se introduce un elemento completamente imprevisto: el comportamiento de Anna se debe, en parte, a que está cuidando y nutriendo a una criatura en plena metamorfosis, que parece una combinación de los seres llenos de tentáculos de Lovecraft y las creaciones lisérgicas de William Burroughs en El almuerzo desnudo (libro que llevó a la pantalla David Cronenberg, posiblemente el director más emparentado con esta película inclasificable de Zuławski).

Luego hay mucho más: un amante new age y amanerado que compite con Mark por Anna, asesinatos sangrientos, una intriga de espionaje internacional, un holocausto nuclear, una escena de sexo tentacular que parece salida de los más oscuros nichos del porno hentai japonés, y la que posiblemente sea la escena icónica del film, el famosísimo y terrorífico rapto erótico/epiléptico/demoníaco de Isabelle Adjani en el metro. Nadie que haya visto esa escena vuelve a ser igual, y un poco por la belleza de Adjani estallando mientras golpea su bolsa de mandados contra la pared y un festín de fluidos la cubre de harina y huevos, uno percibe algo más ominoso incluso que las famosas posesiones de películas como El exorcista. Quizá lo más impactante de la escena no sean connotaciones demoníacas (que nunca llegan a estar del todo claras), sino el retrato más descarnado y espeluznante de un episodio delirante agudo. En las olimpíadas de la locura, nunca hubo una escena más enloquecedora.

Entre los mitos detrás del film se cuenta que Zuławski le indicó a Adjani que “se cogiera el aire”, y que la actriz, luego de tanto desgaste, terminó en un episodio depresivo que la llevó a un intento de suicidio. Si uno repasa los films del director, reconoce una capacidad inusual para explotar hasta la última gota a sus actrices, con actuaciones al borde del colapso y llenas de tics y arrebatos similares a los de la infausta escena de Posesión, y de ello (con Sophie Marceau, su esposa durante 15 años, como una de sus principales musas), derivaron un estilo y una temática centrales en sus films. The Most Important Thing: Love (1975), una especie de versión a lo Zuławski de La noche americana (François Truffaut, 1973), tenía a Romy Schneider como una actriz de cine clase Z, víctima de las demandantes indicaciones de una directora y obligada a actuar al borde del llanto. A su vez, La mujer pública también trataba sobre una actriz forzada a solapar su vida con la del personaje que interpretaba, llegando a niveles igualmente paroxísticos. Algo en la forma de tratar a sus actrices -con una mezcla de exigencia, maldad y mucho amor- parece haber permeado sus obras.

Revisitar películas como Posesión y L’amour braque (con actuaciones de todos los personajes que hacen ver a un film como Gato negro, gato blanco -Emir Kusturica, 1998- como una obra lenta y contemplativa) es brindarse a encontrar en ese exceso, en esos estallidos, algo que supo tomar las premisas de John Cassavetes sobre la actuación y potenciarlas hasta lo más oscuro. Nunca hubo nada igual, y como sucede con cualquier fruto exótico, para algunos puede resultar intragable, pero nunca será algo que resulte fácil de olvidar.