Generalmente las premiaciones de los Oscar son muy afectas a las películas de época, sobre todo a las que muestran elegantes reconstrucciones de época, prestigio literario y una moderada filosofía conservadora. Un cine no necesariamente menos superficial que cualquier comedia o drama vulgar ambientado en el presente, pero cuyas ínfulas históricas lo dotan de un ligero encanto highbrow que hace suponer a muchos espectadores que están frente a una obra más refinada. Es casi inevitable que haya un lugar para esa clase de cine entre las nominadas al Oscar, y este año tal lugar parecía corresponderle a Brooklyn, film basado en un best seller del excelente y popular novelista irlandés Colm Tóibín, que habla del arribo a Nueva York -para ser específico, al no muy próspero distrito de Brooklyn- de una joven irlandesa en busca de horizontes más prósperos, en 1952.

La historia es muy sencilla y podría resumirse aquí sin miedo a develar ningún misterio, porque Brookyln de inmediato se presenta como una historia común, casi vulgar: una chica inteligente pero tímida tiene que dejar la seguridad de su ámbito natal y enfrentarse con una sociedad mucho mayor y más dinámica, que sin embargo no la trata realmente mal, sino que le ofrece una oportunidad clara de progresar mediante el trabajo. En el medio hay elementos de nostalgia, romance y alguna tragedia que amenaza la estadía de Elis (la chica en cuestión) en el Nuevo Mundo. Toda la visión, la imaginería y el desarrollo de los acontecimientos son tan previsibles que si no fuera por la exquisita fotografía -de una calidad técnica claramente contemporánea-, la película bien podría confundirse con cualquiera de esas comedias/dramas feelgood que los ingleses hacen como chorizos y que por momentos parecen caricaturas de lo mejor de su cine, pero sin embargo Brooklyn no es eso, es, en cambio, tal vez la mejor de las aspirantes al Oscar de 2016 (más allá de que sus posibilidades de obtenerlo sean escasas). Es bastante difícil definir por qué, pero se puede intentar.

Gente como ellos

Brooklyn juega con algo que puede volverse en contra de las posibilidades de taquilla de cualquier film, pero que muchos directores aprecian, y es lo relativamente desconocido de todo el elenco; tan sólo su protagonista, la jovencísima actriz irlandesa Saoirse Ronan -que había conseguido cierto reconocimiento, cuando era poco más que una adolescente, por su rol secundario pero deslumbrante en la película Atonement (Joe Wright, 2007)- es un rostro medianamente conocido en su país de origen, mientras que el resto es tan primerizo como el director Crowley, que a pesar de tener una extensa experiencia teatral, nunca había dirigido una superproducción similar. Esto permite resaltar la extraordinaria paciencia y sutileza con la que la película va dejándonos conocer a sus personajes (sin que sepamos su auténtica jerarquía en este film, en el que sus poco famosos rostros aparecen y desaparecen en forma intermitente), y que es el principal valor de Brooklyn. Sea mérito del director, del texto original de Tóibín o del adaptador -el popularísimo escritor Nick Hornby, responsable de éxitos afectuosos como Alta fidelidad-, el asunto es que los personajes van definiéndose claramente no tanto por los detalles que los describen, sino por la fidelidad a elementos de identidad cultural. Bajo una óptica negativa, podría considerarse que son casi estereotipos, pero la película los muestra, más allá de su procedencia, ante todo como integrantes de una clase media insegura pero aún capaz de proyectarse hacia un futuro en el que el “sueño americano” conservaba una vitalidad hoy casi perdida.

Gente como uno

Esta cualidad optimista podría hacer considerar a Brooklyn como un film dedicado justamente a ensalzar el American way of life y sus sueños, pero hay algo que hace que, deliberadamente, el film no funcione en esa dirección. Hay demasiada nostalgia, demasiada soledad y desarraigo que Ronan -que debería ganar el Oscar a mejor actriz sin competir siquiera- transmite con un control absoluto de su rostro, al que convierte en un vocabulario entero de emociones (mientras que sus diálogos son breves y más que nada fácticos, sin que afecten mucho a la trama), mediante el cual su personaje lidia con una realidad que no es festiva ni negativa, sino simplemente mutante y poco previsible. Si se quiere, las experiencias de Elis son fundamentalmente positivas -es cuidada por los curas que la invitaron a Estados Unidos, querida por sus compañeras de hospedaje y de trabajo, y se consigue un novio ideal (salvo por el detalle de su origen italiano)-, pero Brooklyn trabaja justamente en ese espacio identitario en el que la suerte y lo contingente no importan tanto, sino más bien quién es cada uno y cuál es su cultura.

Brooklyn -película claramente anglosajona en términos culturales- es, sin embargo, una obra particularmente sensible para un público tan proclive a la emigración como el uruguayo, que le puede poner la piel de gallina más de una vez a cualquiera que haya pasado alguna parte de su vida en otro país (o que lo esté haciendo en este momento). No trata de la fractura expuesta y dolorosa del exilio obligado, sino de la afirmación del destino escogido en forma más o menos voluntaria. No hay que esperar nada desbordado o incontrolable en esta película ocasionalmente graciosa y siempre emotiva, que en el fondo no trata de otra cosa que de la llegada a la adultez y la independencia. Un acontecimiento tan común a cualquier identidad como el escalofrío que se siente cuando, en una cena de caridad, uno de los cientos de irlandeses sin hogar que habían viajado a construir la ciudad de Nueva York y luego habían quedado desamparados entona, a capella, una canción que estremece a todos los asistentes a la cena (y al público de la película). La canción es en gaélico; nadie entiende una palabra, todos saben lo que dice.