En los últimos años, más allá de las piezas que llegan al Festival Internacional de Artes Escénicas (FIDAE) -que es bianual- y de algunas que recalan en la sala Verdi, el público montevideano desconoce buena parte de la producción teatral chilena. En 2009 llegaron al FIDAE dos joyitas con las que conocimos a un director y dramaturgo revelador, Guillermo Calderón: Neva, una magistral relectura contemporánea del teatro de Antón Chéjov, y Diciembre, que planteaba una historia en la que tres hermanos chilenos se involucraban en una guerra de Chile contra Bolivia y Perú.
Tiempo después, Calderón volvió con dos obras complementarias, Villa + Discurso. En Villa, tres mujeres debían decidir qué hacer con una casona que sirvió como centro de tortura y detención en la dictadura pinochetista, mientras que en Discurso esas mismas mujeres parodiaban una supuesta alocución de Michelle Bachelet al final de su mandato (dedicada sobre todo a los que se ilusionaron con la igualdad social). Así, el tema de la memoria y sus distintas representaciones parecía instalarse desde el país trasandino, en general produciendo un discurso desde el lugar del marginado, del torturado. En el caso de La sangre de los árboles, del director chileno Luis Barrales, parece que el discurso se produce desde el que debe hablar para encontrar su historia, para construir sus vínculos, su identidad, a partir de un pasado difícil, pesado, que se inició con la dictadura de Augusto Pinochet y que ahora sigue marcando los días de tantos. Pero el texto de Barrales va mucho más allá, y las actrices Juana Viale y Victoria Césperes construyen y rompen cercanías a partir de una gran duda: ¿serán hermanas?
Esta pregunta aglutina las distintas variantes entre Manuela (Césperes) y Leonor (Viale), lo que deja claro que las cuestiones de sangre y lazos familiares son una construcción constante. Así, las dos actrices pasarán de ser hermanas a ser madre e hija. De pareja entusiasta pasarán a ser dos mujeres que se traicionaron en serio. Además de haber sido lesbianas, hetero y bisexuales. Con una escenografía minimalista (sólo una mesa iluminada) y una chelista que pauta la intensidad y el ritmo de la obra, La sangre de los árboles vuelve sobre una historia robada y heredada. Una conoció a su madre y otra a su padre, una recuerda cómo su madre (“roja, pobre y sudaca”) envejeció sufriendo, otra rememora cómo su padre se transformó y, tras cambiar la poesía por la política y la marihuana por la cocaína, terminó moldeado por los militares. Y no hay una deshumanización y una objetivación del hecho en sí, sino sólo su representación. Hay una búsqueda y una construcción, y un pasado con heridas profundas. En ese tránsito aparecen el miedo o la resistencia frente a una historia que se impone, y que va confirmándose y contradiciéndose, aunque el origen de las vidas de las dos mujeres nunca termine de esclarecerse. Pero -y esto es una salvedad importante- en la obra el pasado no es un lugar a redescubrir, sino que se construye desde ahí y, más que nada, desde el presente. Las dos jóvenes especulan constantemente sobre la posibilidad de que realmente sean hermanas, aunque nunca decidan comprobarlo con un examen de ADN. Como si se desesperaran por saberlo, pero la posibilidad del dato las diluyera en el sinsentido.
En el espectáculo, tanto Viale como Césperes sorprenden con una actuación admirable, sobre todo ante el desafío constante de transformarse y cambiar de estados sin ningún tipo de transición, ya que padecen, se alteran, sufren, recuerdan, gozan. Los distintos personajes que interpretan (de madre, de hija, de pareja, de hermanas) se suceden con gran naturalidad, mientras evidencian la imposibilidad de que alguien realmente se conozca, conozca al otro y logre comunicarse.
Debido a que en la obra se cruzan una argentina (Viale), una uruguaya (Césperes) y un chileno (Calderón), algunos críticos se han inclinado por ver en ella una escenificación del Plan Cóndor (y el secuestro de bebés durante las dictaduras), pero esa lectura parece bastante forzada. En La sangre de los árboles, la convivencia con la figura materna -o con ese útero que desconocen pero las trajo a la vida- se da a partir de una voz en off chilena que abre y cierra la obra, dando alguna pista sobre los fantasmas y su supervivencia.
Por último, hay una cuestión que tiene que ver con la omisión, con eso de no mostrar las costuras del juego, que moviliza y deja a los espectadores con ganas de saber qué pasa, en verdad, entre ellas, que potencia los misterios y confirma que los vínculos no son otra cosa que una construcción. Y ahí es donde se esbozan sus identidades, lo que ellas son a partir del juego, de lo que deciden encarnar.
La sangre de los árboles nubló a Viale como estrella, o como integrante de la farándula porteña, y la confirmó como una gran actriz. Ella y Césperes se convierten en una gran dupla, que despliega con habilidad un universo en el que todo se vuelve inquietante y movedizo, y que vuelve a demostrar que la interpelación al público nace allí donde empieza el arte del actor.