Las correcciones (2001) conformó una bisagra en la obra novelística de Jonathan Franzen e implicó su consagración ante la crítica. Pureza, editada en la segunda mitad del año pasado, fue un proyecto ambicioso en la senda trazada por aquélla (la búsqueda de la “gran novela americana”), cuyo resultado dividió a los lectores. Mientras una parte de ellos la alabó como un nuevo triunfo de uno de los autores estadounidenses más interesantes de la actualidad, la mayoría la vio como una construcción pretenciosa, un exceso de estilo.

Como sucede casi siempre, la verdad se encuentra en algún punto entre esos dos extremos, porque, aunque Pureza no es una obra maestra, sí es una novela trabajada y, por momentos, de inmensa calidad literaria que, a través de sus varios protagonistas (una chica endeudada que vive con un grupo de okupas, un periodista independiente cuya ex esposa es una artista plástica, un activista alemán que dirige un sitio dedicado a filtrar documentos llamado Sunlight) analiza cinco décadas de historia y las relaciones entre los totalitarismos que definieron el siglo pasado y el desarrollo de internet, con la subsiguiente expansión del conocimiento que conllevó la disolución del sujeto en su postulación moderna (es decir, por un lado el sujeto ilustrado, que buscó la emancipación a través de la razón, y por otro su continuación en el sujeto romántico, que se reconoce, delimita y se sabe único y total). Así, a la vez que plantea esa indeterminación, Franzen se aferra a personajes que moldea, en su mayoría, con mucha soltura y en profundidad, buscando todavía ese fondo de identidad en un intento contrarrevolucionario de rescatar, a través de seres dickensianos, de creaciones de la ficción, un “yo” real que se ha diluido.

En Cortina rasgada, la por lo demás olvidable película de Alfred Hitchcock, los personajes de Julie Andrews y Paul Newman viajan huyendo desde Leipzig a Berlín, en plena Guerra Fría, a bordo de un ómnibus que es puro simulacro. El servicio ilegal sale diez minutos antes que el legítimo, lleno de buenos ciudadanos que se hacen pasar por viajantes a fin de dar verosimilitud a esas huidas de la Alemania socialista. Queda ahí plasmada una imagen de la vida en la República Democrática Alemana que de algún modo es el punto de partida de uno de los núcleos argumentales de Pureza. “La República del Mal Gusto”, segunda parte de la novela (que está dividida, como Las correcciones, en siete partes), se centra, entonces, en la juventud de uno de los protagonistas, Andreas Wolf, en ese mismo país de imitaciones, donde las verdades se disfrazan pero los hechos, detrás, tienen consecuencias reales. Tras la cortina (de acero o del Mago de Oz), la historia oficial se puede alterar, los prontuarios se eliminan, los rastros se pierden, pero la memoria no tiene pozos suficientemente hondos para sepultar los fantasmas de las historias personales. Entre el epígrafe, del Fausto de Goethe, y la mención continua a Hamlet y sus tormentos, entonces, desfilan personajes diabólicos y espectrales, perdidos y melancólicos, incompletos y transidos. La idea del simulacro, en tanto arte, en tanto mentira, en tanto suplantación, tiene por esto un comienzo en el régimen totalitario y absurdo que se impone con la Stasi (la policía secreta de Alemania Oriental) en la juventud de Andreas y se expande, ya a fines del siglo XX y en el nuestro, en la idea de internet y la violenta transformación que viene sufriendo la persona en tanto construcción.

En este sentido, la novela impone desde su nombre una doble lectura: desde la referencia concreta (Purity se llama una de las protagonistas) y desde la reflexión sobre lo abstracto (“la pureza” como cualidad y como idea). Así, no es el mero nombrar elementos, datos y personas de la actualidad lo que la hace actual, sino el hecho de que Franzen aproveche ese nombrar para desarrollar una teoría o el esbozo de algunas nociones en parrafadas casi ensayísticas sobre las redes sociales, el periodismo online, fenómenos como WikiLeaks y el estado del arte hoy. Es entonces que al tema central que indica el título (por un lado, una suerte de novela de aprendizaje de la protagonista, y, por otro, una novela de tesis) se le une otro, que tiene su cristalización en el Berlín del muro: el de la dualidad que constituye el misterio del arte y la filosofía, el binomio realidad-apariencia, con un centro en la idea de la fama, que se ve desde la construcción misma de la novela, para la cual Franzen se vale tanto de sus años de “escritor posmoderno” como de su aprendizaje realista, y realiza un despliegue de virtuosismo narrativo que va desde la división temporal más clásica (en los días de la semana) a la confesión romántica y la obra dentro de la obra (la sección central, “[le1o9n8a0rd]”, autónoma y excelente), que caracterizó al barroco de Cervantes y de Shakespeare, y que llevaron a su paroxismo las vanguardias del siglo XX. En esta ambivalencia continua entre pares complementarios, a la vez abstractos y concretos, que tienen de algún modo como eje la figura doble de Andreas/Tom; de registros y referencias, Pureza se muestra como una obra ambiciosa que no se conforma con contar un argumento intenso colmado de personajes consistentes y atractivos, sino que también interpela al mundo de hoy. Si en esta búsqueda el autor se pierde a veces, si los personajes devoran el argumento hasta volverlo, por momentos, ridícula justificación, si la extensión parece a menudo excesiva y las conclusiones se pierden en el estruendo, no se puede por eso obviar que la obra está llena de momentos, climas y personajes de los que no se olvida, ni que su sola lectura basta, aunque sea por un instante, para admirar la luz del sol de la buena literatura.