“Recital histórico”, “banda legendaria”, “el grupo de rock más grande -y longevo- del mundo”, más un largo y ampuloso etcétera. Son algunas de las balas con las que se viene cargando la metralleta de los lugares comunes ante la inminente llegada de The Rolling Stones para dar el primer recital en Uruguay en sus 54 años de carrera. Cuanto más se acerca la fecha de la misa rockera -será el martes de la semana próxima en el estadio Centenario-, se hace más difícil esquivar los disparos. Las obviedades y las frases hechas pueden sonar lindas y rimbombantes, pero no dicen mucho sobre la música.
Sí, es bastante probable que la banda inglesa represente la quintaesencia del rock, que Mick Jagger sea el frontman definitivo, que Keith Richards sea el guitarrista de rock por excelencia, que el talento de Brian Jones -el malogrado guitarrista fundador- fuera inconmensurable y haya sido infravalorado fuera del ámbito de los stonemaníacos, que no haya con qué darle a la seguidilla de discos conformada por Beggars Banquet (1968), Let It Bleed (1969), Sticky Fingers (1971) y Exile on Main St. (1972), que la mejor época en vivo del grupo haya sido la de 1969 a 1973 (para muestra, escúchese Brussels Affair, famoso disco pirata grabado en 1973 y editado oficialmente en 2011) y que no exista grupo de rock en la faz de la Tierra que haya llegado a ese nivel arriba de un escenario (a lo sumo, Led Zeppelin). Pero todo lo anterior no es más que la punta del iceberg.
También es cierto que estos británicos irreverentes han hecho bastante bien los deberes en lo que históricamente estuvo relacionado con los aspectos no musicales del rock, y que supieron armar una biomitología que ha servido para llenar libros y más libros (hasta Tony Sánchez, otrora dealer de Richards, sacó una autobiografía). Ese cúmulo de anécdotas -reales o ficticias, no interesa; ésa es la gracia de la mitología- es de lo más variopinto que ha dado el rock: persecuciones policiales, una barra de chocolate introducida en una cavidad poco ortodoxa para los estándares alimenticios, consumo de la mayoría de las drogas conocidas por el hombre por la mayoría de las vías conocidas por la medicina, un asesinato en el medio de un recital, viajes a vaya a saber dónde para “cambiarse la sangre” como quien va al dentista y se arregla una muela, orgías con groupies en un avión, destrucción de hoteles -incluyendo el hit de tirar un televisor desde un balcón-, estadía de varios días en la Mansión de Playboy y afines (para tener un panorama, véase el documental pirata Cocksucker Blues, de Robert Frank, o léase Viajando con los Rolling Stones de Robert Greenfield).
Este cotilleo extramusical casi siempre resulta pintoresco y puede parecer interesante a quienes creen que la historia del rock es un mero compendio de anécdotas con las que después los pondrán a prueba en Martini pregunta. Pero esto, por supuesto, tampoco dice nada sobre la música. Por otra parte, anécdotas y datos fríos son lo que sobra en internet. “Si alguien quiere saber lo que hice en 1965, puede buscarlo en Wikipedia sin siquiera gastar dinero”, dijo Jagger hace dos años en una entrevista con la revista estadounidense The Hollywood Reporter, contestando por qué no edita una autobiografía como la de Richards, Vida (2010).
Por lo tanto, es oportuno ponerse el traje de neopreno y la escafandra para adentrarnos en las profundidades y ver qué hay debajo del iceberg.
De qué hablamos cuando hablamos de “sonido Stone”
Como se sabe, en sus inicios los Stones se empacharon de música negra estadounidense: rhythm and blues, rock & roll y, sobre todas las cosas, blues puro y duro. Por eso sus primeros repertorios en vivo estaban conformados por versiones de los músicos a quienes idolatraban, como Howlin’ Wolf, Elmore James, Jimmy Reed, Bo Diddley, Muddy Waters y un largo y negro etcétera. Así las cosas, también para sus primeros discos grabaron una gran cantidad de covers de canciones de ese tipo.
De cualquier manera, Keith Richards quedó marcado a fuego por Chuck Berry más que por cualquier otro músico. Pero la influencia del padre del rock & roll quedó sellada en la veta de guitarrista solista de Richards y no tanto a la hora de ejercer la rítmica. Ésta es una diferencia que pocas veces se tiene en cuenta cuando se desmenuza la música de The Rolling Stones. La estructura rítmica de las canciones de Chuck Berry -que viene del blues- es básicamente la misma: tres acordes (de idéntica progresión -I, IV, V- en la mayoría de los casos) tocados con idéntico patrón rítmico, el clásico vaivén entre la quinta y la sexta nota (que también viene del blues), y siempre con una llevada lineal, derechita como un tren de carga, sin ningún tipo de alteración.
En 1965 los Stones empezaron a mostrar sus propias cartas con la trilogía de simples “The Last Time”, “(I Can’t Get No) Satisfaction” y “Get Off of My Cloud”, canciones que están impulsadas por punzantes riffs en guitarra -frases melódicas que se repiten ad eternum, pero que suelen ser únicas y originales, e implican la erección de la creatividad-. Ésa fue la primera diferencia en el terreno rítmico, que ya no tenía nada que ver con Berry y que configura uno de los sellos principales del sonido del grupo (en su autobiografía, Richards se define -con más razón que ego- como “el maestro del riff”). Si bien hubo ejemplos anteriores en el uso de riffs para guiar una canción (como “You Really Got Me”, de The Kinks, en 1964 -el riff más minimalista de la historia del rock-), los Stones lo llevaron a su máxima expresión. Al punto de que, en el afán de riffear, Keith ha llegado a robarse ideas a sí mismo (escúchese “Soul Survivor” y luego “It Must Be Hell”).
Luego de dos discos en los que Brian Jones explotó todo su potencial, Aftermath (1966) y Between the Buttons (1967), dejando de lado la guitarra para demostrar que podía tocar cualquier cosa que le pusieran enfrente y sirviera para expulsar notas, el mánager y productor del grupo, Andrew Loog Oldham -en su segundo rol era más entusiasta que talentoso-, los dejó a la deriva. Fue así que a partir de 1968, con el productor estadounidense Jimmy Miller supervisando la olla, se empezó a cocinar el definitivo sonido Stone.
Gran parte de su sabor se debe al condimento de las afinaciones abiertas (otro truquito que viene del blues: se afina la guitarra para poder tocar todos los acordes mayores con un solo dedo, dejando otro libre para deslizar sobre las cuerdas el cilindro de metal o de vidrio llamado slide), que Richards aprendió del virtuoso Ry Cooder, con las que logra sonar más punzante gracias a ciertos piques de notas suspendidas. Centrémonos, por ejemplo, en “Honky Tonk Woman” -simple de 1969-. Ya de pique, la base rítmica no la componen la batería y el bajo, sino la batería y la guitarra -de hecho, el bajo recién aparece en el estribillo-; Richards tira afilados acordes entrecortados y mezclados con punteos de una forma que parece casi improvisada. Hay una especie de vaivén, de tire y afloje con el tempo, de amague al compás. Además, la guitarra rítmica hace un uso magistral de los silencios. Esto es parte fundamental del estilo de Richards. También se aparece, por ejemplo, en “Can’t You Hear Me Knocking?”, y obviamente en “Start Me Up”, que al inicio del poderoso riff hay un silencio que parece decir “aprontate”.
La sensación de improvisación, de “desprolijidad”, en definitiva, de swing, llega a su cenit en vivo -ya en los primeros tiempos, el baterista, Charlie Watts, solía tener bien cerca el amplificador de Keith para seguirle el paso-, donde el ritmo parece un jenga al que ya le sacaron la mitad de las piezas y que se balancea para un lado y para otro; cuando el último acorde de Richards parece que lo va a hacer caer, Watts saca justo la pieza necesaria para restablecer el equilibrio. El “jenga rítmico” quizá pueda parecer muy fácil de hacer o incluso lograble sin ensayar mucho. Créalo, señora, no lo es.
Pero, a su vez, también hay un tire y afloje entre los guitarristas. Cuando arrancaron con el grupo, Jones y Richards intercambiaban los roles de la guitarra; por ejemplo, el solo con slide de “I Wanna Be Your Man” es de Brian, y el de “Heart of Stone”, de Keith. Cuando echaron al rubio, entró Mick Taylor -un purista del blues y el guitarrista más sofisticado que haya pasado por los Stones-, y las diferencias entre guitarra solista y rítmica quedaron mucho más marcadas. Fue con la llegada de Ron Wood, en 1975, que se materializó lo que Richards llama “el arte de tejer el sonido”; es decir, que los dos guitarristas alternen partes solistas y rítmicas dentro de la misma canción, e incluso lleguen a cruzarse. El ejemplo más extremo es el de “Beast of Burden”, en la que por momentos ambos juguetean prácticamente por la misma zona de la guitarra. El tejido sonoro también llega a su cúspide en vivo.
El cantante, no la canción
Ya es hora de decirlo: Mick Jagger no canta, hace algo más complejo; actúa. Usa su voz para encarnar personajes musicales. Basta con escuchar la paleta de colores que despliega, por ejemplo, en Beggars Banquet, el primer álbum producido por Miller. Si tiene que interpretar el papel de country boy, pone la lengua hacia un costado y arremete con “Prodigal Son” como si hubiese nacido en el sureste de Estados Unidos, o le da un matiz más agudo y quebrado a “Factory Girl”. El Marlon Brando del rock no tiene ningún inconveniente para cantar como la mujer que cancela una boda porque se fue a Virginia con el primo de su prometido en la satírica “Dear Doctor”, ni para mostrar tranquila melancolía en “No Expectations”. Y qué decir del sonido gutural de poseído que expulsa en la coda de “Sympathy for the Devil” -mucho más verosímil que los que se escuchan en Pare de sufrir-.
Si bien su timbre de voz ha cambiado a lo largo de los años (lógicamente, se tornó un poco más grave y un tanto nasal), siempre ha mantenido una buena dosis de lascivia al cantar, dotando a la música de un feeling sexual que, sumado al Groove de la batería y la guitarra, generan esa sensación irresistible que es difícil de describir. Siguiendo con el ejemplo de “Honky Tonk Woman”, hay un oficio al emitir las palabras, al estirar algunas letras con cadencia y cierta exageración: “I met a gin soaked barrom queen in Memphis, / she tried to take me upstairs for a ride”. En los temas de blues (un género de gran carga sexual) más puro y duro que han grabado los Stones es donde más se nota. Quizá el mejor ejemplo esté en la versión de “Spider and the Fly”, del disco Stripped (1995), en la que el entonces quincuagenario Jagger desliza su voz con soltura y de forma sensual, en el equivalente musical a la escena de Tener y no tener (1944, Howard Hawks) en la que Lauren Bacall le dice al personaje de Humphrey Bogart: “You know how to whistle, don’t you, Steve? You just put your lips together and... blow...”.
Pero además del country y el blues, los Stones han visitado otros géneros a lo largo de los años (casi todos de la música negra estadounidense, por ejemplo, soul y gospel, de modo que, a fin de cuentas, no es sólo rock & roll); y cada uno requiere su “actuación”, por eso hay casi tantos Jaggers como géneros en los que incursionó la banda. En “I Just Wanna See Your Face” es un predicador que está en medio de una misa gospel tratando de evangelizar al oyente -con las primeras notas uno ya se imagina la iglesia y el coro de negras con largos vestidos de color violeta-. También está el falsete a lo Bee Gees, como el de “Emotional Rescue” o el del corito de “Miss You”. Pero se abre aun más el abanico sonoro con las baladas: desde el tono intimista-meloso de “Angie”, pasando por el agudo-angelado de “Heaven”, hasta el tono grave que roza el barítono en los versos de “Ruby Tuesday”. Muchas veces se ha dado el lujo de usar una voz sólo para una canción, como en el caso de “Love is Strong”, en la que canta mucho más abajo de su registro normal, mostrando otra vez su ribete sexy.
Sexo, drogas y algo más
Al pisar el terreno lírico, debemos derribar la vaga idea (que ronda en la cabeza de quienes probablemente no conocen en profundidad la obra de los Stones) de que todas las letras sólo hablan de sexo, drogas y -faltaba más- rock & roll. Así como no se puede juzgar a un libro por su tapa, tampoco se puede juzgar a una banda por sus hits. Y aun así, sus temas más famosos no siempre se refieren a esa nada santísima trinidad.
Vale la pena detenerse en “Sympathy for the Devil”, porque no se trata simplemente de una oda adolescente al diablo o de un ejercicio de satanismo asustaviejas. La canción surgió como un tema folk a lo Bob Dylan, compuesta enteramente por Jagger, y en el estudio, ya con toda la banda, derivó en el seudosamba que todos conocemos (véase el documental One Plus One, de Jean-Luc Godard). Mick se pone en la piel de un personaje desconocido (“espero que adivines mi nombre”, canta en el estribillo) y narra en primera persona su implicación directa en famosos hechos sangrientos de la historia: la crucifixión de Cristo, los asesinatos de John y Robert Kennedy, la Segunda Guerra Mundial y la Revolución Rusa (“andaba por San Petersburgo, / cuando vi que había llegado el momento para un cambio. / Maté al zar y a sus ministros; / Anastasia gritó en vano”), para luego, al final, presentarse como el mismísimo diablo. Pero pocas veces se ha puesto énfasis en que antes de la revelación del nombre hay una inversión de todos los valores -de la que Friedrich Nietzsche estaría orgulloso-: “Al igual que cada policía es un criminal / y todos los pecadores, santos; / como la cara es la cruz / llamáme simplemente Lucifer”. No hay que ser un avezado hermeneuta para concluir que es muy probable que ese “Lucifer” también sea Dios...
Por supuesto, ni Jagger ni Richards son trovadores que andan por ahí desparramando su conciencia social acerca de los desposeídos, el capitalismo salvaje y el peligro de extinción del tigre de Bengala. Pero de vez en cuando se mandan canciones con letras con algún que otro tinte político. La más famosa es “Street Fighting Man”, sobre las agitadas protestas que abundaron en Europa en 1968 -principalmente contra la guerra de Vietnam-, pero también cultivaron “Sweet Black Angel” (1972), una oda a Angela Davis, activista relacionada con el comunismo y los Panteras Negras. En “Undercover of the Night”, de 1983, se meten -de forma muy light- con las dictaduras de Sudamérica.
“Caminamos en la cuerda floja, / enviando hombres al frente de batalla, / con la esperanza de que no sean alcanzados por el fuego infernal / de armas calientes y de frías, frías mentiras”. Así se despachaba Jagger contra la primera Guerra del Golfo en “Highwire”, editada en el disco en vivo Flashpoint (1991). En “Sweet Neo Con”, de 2005, se metieron con la otra guerra de Irak, la sed de petróleo de George W Bush y el Pentágono; pero es por lejos una de las canciones más flojas que grabaron los Stones en toda su carrera.
De cualquier forma, si se trata de la guerra, el tema es “Gimme Shelter”, la que abre Let it Bleed. Más allá de que musicalmente es brillante -las notas suspendidas de la introducción, que se van sumando lentamente, son como cuchilladas que dan una sensación inequívoca de amenaza-, la letra es excelente por su concisión. “Una tormenta / está amenazando mi vida misma hoy. / Si no consigo algún refugio, / voy a desaparecer. / La guerra, niños, / está sólo a un disparo de distancia. / [...] Violación, asesinato, / a sólo un disparo de distancia”. ¿Queda algo por decir?
En la formidable “Mother’s Little Helper” -“el pequeño ayudante de la madre”- pintan el mundo de las señoras que toman pastillas para tranquilizarse. Es decir, hablan de drogas, pero legales; un tópico poco común para una canción de 1966. “Por favor, doctor, / unas pocas más de éstas. / Al otro lado de la puerta / se tomó cuatro más. / Qué cagada es envejecer”. Aunque el tema definitivo sobre drogas suministradas por un doctor es “Sister Morphine”: “Aquí yazgo, en mi cama del hospital; / dime, Hermana Morfina, / ¿cuándo vendrás de nuevo? / No creo que pueda esperar tanto”. Pocas veces la oscuridad de una letra coincidió tanto con la atmósfera musical.
“Concede un pensamiento para el votante que se queda en casa, / sus ojos vacíos miran extraños shows de belleza / y un desfile de los corruptos con trajes grises; / una elección entre cáncer o polio”. Esta estrofa -un tanto dylanesca-, que puede ser considerada un homenaje al que no va a votar por verse obligado a elegir al “menos malo”, es parte de “Salt of the Earth” -la que cierra Beggars Banquet-, una invitación a tomarse una por lo fundamental, lo esencial de la vida, la “sal de la tierra”.
Joyas submarinas
Con casi 30 discos de estudio -más diversos compilados de singles y rarezas-, The Rolling Stones tiene en su haber más de 350 canciones grabadas y editadas oficialmente (los discos piratas, conocidos en inglés como bootlegs, son un mundo aparte, y hay decenas con temas nunca editados oficialmente, en los que se pueden hallar verdaderas gemas, como la versión de “Drift Away”, por ejemplo), de modo que es normal que muchas queden perdidas por ahí, a veces gracias a los propios Stones, que no las tocan en vivo (tardaron 30 años en presentar “Can’t You Hear Me Knocking?”); por lo tanto, como buenos exploradores, debemos ir aun más abajo.
“Bueno, mi nombre es un número, / un pedazo de película de plástico, / y cultivo extrañas flores / en el pequeño alféizar de mi ventana. / ¿No sabés que soy un hombre del año 2000? / Y mis hijos no me entienden en lo más mínimo”, canta Jagger en “2000 Man”, la distopía en forma de chiste psicodélico incluida en Their Satanic Majesties Request (1967), con un estribillo que parece palomón pero no es más que una de las mejores incursiones poperas de los Stones, para cantarlo, cantarlo y cantarlo. El grupo nunca le dio cabida en vivo a esa creación, pero Kiss grabó un gran versión para su álbum Dinasty (1979).
Exile on Main St. tiene la particularidad de que es el mejor disco los Stones y el más largo (18 canciones), pero contiene un solo hit, “Tumbling Dice”. Quizá algún día la ciencia explique por qué la mayoría de sus temas no suenan hasta el hartazgo en la radio. O por qué “Angie” es escandalosamente más famosa que “Let It Loose”, una oscura balada que amalgama soul y gospel, con brillantes metales y con un coro bien negro, en la que Mick le canta a un hombre que en una noche de boliche mordió más de lo que podía tragar: dejá que se suelten, que sean libres.
En Goats Head Soup (1973) -un disco un tanto infravalorado por salir después de Exile...-, tenemos “100 Years Ago”, un tema de aires funk en el que Jagger la descose cantando una preciosa melodía y Taylor le saca fuego a su guitarra con efecto wah-wah. En ese disco también está probablemente la balada más profunda de Keith, la bajonera “Coming Down Again”, una de las empresas melancólicas más grandes de la discografía stoneana.
A mediados de los 80, cuando los británicos entraron en su etapa más vaga y conflictiva (no hicieron giras y se pelearon), sacaron dos discos a los que se les suele poner el moño de “lo peor de su discografía”: Undercover (1983) y Dirty Work (1986). El segundo es el que se lleva los peores insultos; sin embargo, no hay que dejarse llevar por la gente que es mala y comenta, ya que si escuchamos con atención Dirty Work, es superior a Undercover. Es un álbum mucho más crudo, directo y sin la parafernalia ochentera -o sea, rockero-. Se comprueba al escuchar “One Hit (To The Body)”, una sucia patada al pecho de guitarras filosas sobre las que Jagger berrea como el mejor. Las mismas apreciaciones les caben a temas como “Fight” o el que le da nombre al álbum.
Ninguna de esas canciones sonará el martes. Lo más parecido a una joyita perdida es “Out of Control”, del irregular Bridges to Babylon (1997), que ha ganado valor en las presentaciones en vivo. Será una misa irresistible de hits. Podrá haber algún pifie, pero lo importante es dejarse llevar por esa placentera sensación de inseguridad que describe otra gema perdida de Exile..., el country-rock impregnado de resaca llamado “Torn and Frayed”: “Mientras suene la guitarra, / dejala que te robe el corazón”.