Todo un personaje, Andrea Camilleri. Fue director de teatro durante mucho tiempo, hasta que, con casi 70 años, creó un personaje que lo puso en el centro del canon de la literatura policial contemporánea y lo consolidó como best seller: el comisario Salvo Montalbano. Pero en esta ocasión el viejo siciliano sorprendió a todos: en lugar de una nueva entrega de su saga, se despachó con un libro de historias sobre mujeres que tienen o tuvieron un lugar de importancia en su vida.

Son historias breves en las que, a partir de la mujer que da nombre a cada texto, se disparan acciones, reflexiones y comentarios de todo tipo, sin que se pierda el centro del relato. No son necesariamente historias extraordinarias o curiosas, pueden ser también de la cotidianidad, simples anécdotas, de las cuales el autor parece querer extraer claves para comprender la esencia de lo femenino. Más allá de que son recuerdos de una persona de 90 años, y queda claro que Camilleri no se vale de internet (hay datos que afirma no recordar y que perfectamente podrían averiguarse por ese medio), la memoria parece funcionarle a las mil maravillas a pesar de su edad, y el tono no es de nostalgia lacrimosa ni el de un viejo gagá, sino que posee una vida y un aire que lo alejan de la añoranza plañidera.

Más allá del homenaje que supuestamente le está realizando Camilleri al género femenino, este libro también tiene un aire de autobiografía. Por medio de las diferentes historias es posible conocer la infancia del autor en Sicilia, su familia, los tiempos del fascismo, cómo se vivió el triunfo aliado en la Segunda Guerra Mundial, sus primeros pasos en el mundo del teatro, su carrera como director teatral. En este sentido, Camilleri logra algo que ha resultado difícil para autores tan reconocidos como él cuando cuentan historias en las que estuvieron involucrados: resistir la tentación de que el relato termine girando sobre su figura. Se percibe claramente quién es el narrador y que éste tuvo incidencia en lo que relata, pero el autor se mantiene siempre a una distancia prudencial, no con la intención de adoptar un punto de vista “objetivo” o “externo”, sino principalmente de buscar que el centro de cada historia, más allá de las idas y vueltas del relato, sea la mujer que da título a cada breve capítulo.

Lo mismo sucede con los textos que no se centran en mujeres de carne y hueso, sino en personajes femeninos de ficción, principalmente de la narrativa o el teatro. Esos capítulos se prestarían para que el autor exhibiera sus conocimientos y se pusiera en el centro de la escena, pero lo que hay en ellos son reflexiones sobre esas figuras y la forma en que a lo largo de las épocas se las ha leído o construido culturalmente, y luego un intento de encontrar en ellas rasgos esenciales de lo que significa ser mujer.

Las historias son desparejas; quizá haya problemas en aquéllas en las que el autor opta por presentar una conclusión o moraleja final. La mayoría de las veces en que decide terminar de ese modo un texto, lo que logra, más que aportar algo o construir un cierre perfecto, es pinchar el globo, hacernos despertar de la hipnosis de la lectura con una reflexión que suele no estar a la altura del resto del relato. Sin embargo, esto sucede en pocas ocasiones, y si funciona como el chasquido de dedos para el hipnotizado, es porque antes hubo un relato que nos hizo entrar en trance. Ahí está otro de los atractivos de Mujeres. Más allá de que las historias sean interesantes o no y de que algunos textos estén mejor construidos que otros, en todos se puede ver un manejo preciso, fluido, bello de la narrativa, que hace que, cuando el lector pasa de uno a otro, ya en el primer párrafo del nuevo relato, sin olvidar lo leído antes, pueda meterse de lleno en la nueva diégesis propuesta por el autor y en el mundo que propone.

Camilleri realiza además un más que interesante ejercicio de diálogo con la tradición italiana, no sólo en lo relativo al pasado literario, sino también en lo relativo al modo de ser, a la idiosincrasia, a una rica tradición oral popular que ha pasado de generación en generación su propia historia, la picaresca, el sexo, el machismo y las mujeres fuertes, emparentándose con las obras de contemporáneos como Italo Calvino y Alessandro Baricco y hasta con el cine de Federico Fellini o Dino Risi.

De ese modo, a pesar de que Mujeres no está dentro de lo mejor de Camilleri y de que para los fanáticos de la saga de Montalbano pueda ser un bicho raro incomprensible, la lectura de este libro nunca es traumática o una pérdida de tiempo, sino que se acerca más a una experiencia de goce tranquilo. Ya al comenzar a leer nos damos cuenta de que no vamos a encontrarnos con una obra maestra, con un experimento formal o de lenguaje, ni con una narrativa novedosa sobre seres complejos e inclasificables. Pero, al comprender en dónde estamos entrando, con qué nos vamos a encontrar y cómo debemos estar preparados para aprovechar ese viaje, la experiencia es disfrutable y nos dejamos llevar de la mano por un viejo escritor con mucho oficio y mucha vida vivida, que parece disfrutar lo que hace en cada línea que escribe, invitándonos a gozar con él. Y la verdad es que, considerando que otras necesidades que pueda tener un lector se pueden satisfacer con otros libros muy bien escritos por otros autores, lo de Mujeres no es menor, y en lo suyo se destaca.