Estados Unidos, 1968: el año electoral en el que todo entró en llamas. Al reciente asesinato de Robert Fitzgerald Kennedy (cinco años después del de su hermano John, cuando era presidente, en Dallas) se sumó el de Martin Luther King (precedido por la de Malcolm X en 1965), y se sucedió una oleada de protestas, marchas, saqueos y sangrientos conflictos entre la colectividad afroamericana y la Policía.

A su vez, la “ofensiva del Tet” comenzó a dejar claro que Vietnam no era una guerra ganable y se empezó a especular con el uso en ese conflicto de armas atómicas. El hippismo llegó a un nivel de masa crítica (mientras, cruzando el océano, los reclamos de unos estudiantes cachondos se encaramaban a los de un sindicato, y una escalada de descontento dejaba a París patas para arriba) que terminó por dar lugar a movimientos reaccionarios, mutaciones siniestras (pensemos en el Clan Manson como un extraño y terrorífico subproducto de la vida experimental en comunidades) y al espíritu mucho más sucio y cínico -pero no por ello menos fecundo- de los años 70.

En medio de aquel tumulto de reclamos y cambios de sensibilidad, el presidente Lyndon Johnson se bajó de la competencia por la postulación presidencial del Partido Demócrata y les dejó su lugar a candidatos menos fuertes. Fue el republicano Richard Nixon quien terminó levantando los brazos en señal de victoria, tras una exitosa campaña basada en el lema “Ley y orden”. Años después estalló el caso Watergate y el mismo hombre levantaría los brazos mientras se tomaba un helicóptero para irse de la Casa Blanca en 1974. Pero no nos adelantemos a los hechos.

Al principio fue marketing

ABC News ocupaba en la cobertura televisiva de la campaña electoral un tercer lugar que “tranquilamente podría haber sido el cuarto si hubieran existido cuatro contendientes”, según cuenta uno de los entrevistados en el flamante documental Best of Enemies (“los mejores enemigos”, actualmente disponible en Netflix, dirigido por Robert Gordon y Morgan Neville).

Lideraban con holgura ese terreno las cadenas CBS y NBC, con recursos humanos y de infraestructura muy superiores. Para intentar superar esa situación, ABC ensayó la táctica arriesgada e inédita de lanzar un programa semanal armado sobre la base de diez encuentros entre dos de los intelectuales partidarios más notorios de aquella época.

Por un lado, Gore Vidal, pulcro, de sexualidad indefinible, con una labia y un aire patricio y galante que lo asemejaban a Oscar Wilde. Un representante y defensor acérrimo del nuevo mundo de libertades y moral disipada que se aliaba con la agenda del Partido Demócrata y que llenaba de espanto a los conservadores.

En la otra esquina, William F Buckley Jr, un hombre igual de ingenioso y ocurrente que su contrincante, pero con un encanto más terrenal y un estilo confrontativo más cálido y menos minucioso que el de Vidal.

Best of Enemies explora la naturaleza y el impacto de aquellos diez programas, algo que en principio puede parecer menos interesante que lo que pasó en la política estadounidense después de aquella campaña (el retiro de Johnson de las primarias precipitó una escisión del ala más conservadora del Partido Demócrata, que gravitó hacia un perfil más liberal y moderno; a su vez, la renuncia de Nixon, tras su elección en 1968 y su reelección en 1972, consolidó al ala más conservadora del Partido Republicano, que lo llevó a sus características actuales), pero que termina tocando un aspecto mucho más amplio y profundo de lo político.

Complejos y complementarios

Armado a partir de entrevistas y de material de archivo editado en forma muy cuidadosa, el documental plantea una contienda nutrida a la vez por la interioridad de dos personajes que se detestaban y por el contexto de un país al borde del colapso, en el que uno veía señales de cambios necesarios e inminentes, mientras que el otro percibía la urgencia de tomar las riendas -represión mediante- para evitar una caída en el libertinaje moral y cívico.

Ambos son retratados con equilibrio y matices. Es difícil que alguien, por más chapado a la antigua que sea, esté de acuerdo con todo lo que plantea Buckley, pero aun así el personaje no pierde un ápice de su fascinación, y es admirable cómo siempre logra caer parado. Al verlo se percibe que era un natural, un animal político capaz de manejar todos los tiempos y de generar empatía inmediata con cada gesto, cada pausa y cada mirada, incluso cuando enfrentaba a contendientes de cuidado como Woody Allen o Norman Mailer (hasta en la brevísima incursión de Mohammed Alí -que era tan hábil para hablar como en el ring- el republicano parece controlar por completo la situación).

Por otro lado, Vidal es un representante avant la lettre (quizá demasiado) de valores y consignas políticas que se están poniendo sobre el tapete recién hoy en día; un tipo finísimo y mucho más frío que Buckley, con una fluidez discursiva en extremo pulida y a prueba de fallas. Sería fácil preferirlo, pero el film termina colocándolo como un personaje menos humano, solitario en su casi castillo en Italia, como la Norma Desmond de Sunset Boulevard (Billy Wilder, 1950).

Como dice uno de los entrevistados, Buckley era el gran debater (polemista) de su tiempo, mientras que Vidal era el mejor talker (conversador) de su generación. Una diferencia pequeña pero fundamental, que se nos presenta con belleza en cada una de las escenas en las que ambos están presentes.

En todo caso, si bien se odiaron, la oposición entre ellos llegaría a complementarlos y hacerlos codependientes, como los personajes de Batman y el Guasón en la versión de Frank Miller.

Una precuela ideológica

Lo que convierte a Best of Enemies en un documental diferente es el modo en que logra presentar a Vidal y Buckley como representantes de dos paradigmas en colisión pero que a la vez estaban en crisis. Uno de los asuntos de perspectiva histórica más interesantes que se desprenden de la película es cómo Buckley parece haberle errado en su acierto (la sociedad efectivamente quería “ley y orden”, por eso ganó Nixon, pero aquello fue sólo el escenario propicio para un desmoronamiento posterior de la nueva moralidad), al tiempo que Vidal acertaba en su error (sobredimensionó el efecto revolucionario inmediato que podían tener los movimientos de aquel tiempo, pero estos terminaron siendo exitosos, aunque más en lo social y lo cotidiano que en lo estrictamente político).

Si algo logra poner en evidencia el documental es ese caldo de cultivo previo a todo lo que vendría luego. En particular, deja en claro que lo que estaba en disputa no era lo concretamente político-electoral (Vidal y Buckley hablaban más bien poco de los partidos Republicano y Demócrata), sino un horizonte antropológico relacionado con quién era mejor persona y representaba el modelo de hombre ideal para la comunidad por venir.

Ver aquella disputa hoy toca de forma directa a las políticas de identidad, tanto en su aspecto revolucionario y efectivo (con la conquista de los derechos de los homosexuales como uno de sus mayores méritos) como en lo que tiene que ver con el perfil cada vez más sesgado, moralizante y ad hominem de la “corrección política”.

El comienzo de un final

A Best of Enemies no podría sentarle mejor la famosa expresión de Carlos Real de Azúa, “el impulso y su freno”. En primera instancia, el documental genera la extraña sensación de que aísla un momento único en la historia, en el que vemos la contienda entre dos hombres de una especie en extinción, la del político intelectual y popular, poseedor de una labia que parece propia de un siglo anterior al XX. En ese sentido, evoca una nostalgia adelantada, como la del final de La gran ilusión (Jean Renoir, 1937), cuando el capitán Von Rauffenstein le dice al capitán Boeldieu: “No sé quién ganará la guerra, pero será el fin de los Rauffensteins y los Boeldieus”. Las sucesivas discusiones entre Buckley y Vidal (por lo menos las presentadas en el film) están teñidas casi completamente de ataques ad hominem mutuos, pero es en la forma del debate, más que en su contenido, donde reside lo más importante.

Sin embargo, al mismo tiempo vemos en ese formato televisivo -que terminó salvando a ABC, porque resultó tremendamente popular y rendidor desde el punto de vista económico- el origen de los debates políticos de hoy, en los que se está más pendiente de las chispas que se puedan sacar los contendientes que de las ideas y propuestas en discusión. El documental termina dando relevancia al trago amargo reciente de una política en la que se pierde cada vez más el componente dialógico, mediante la consolidación de microidentidades y los actos de confirmación ideológica que no dejan espacio para una verdadera síntesis. Si, como decía Alfred Hitchcock, lo bueno o malo de las películas se determina por la calidad de sus villanos, da mucho que pensar cómo en su momento el líder ideológico del republicanismo fue alguien como Buckley, mientras que hoy en día se perfila en ese rol un engendro como Donald Trump. Es difícil imaginarse aquel 1968, un año en el que tantos proyectos de hombre confluyeron en la cresta de una gigantesca ola. Hoy, en la orilla, buscando caracoles entre los cantos rodados, de todo aquello sólo queda espuma.