Subte de pintura: el museo municipal abre su temporada 2016 llenando tanto la sala grande como la mediana con cuadros (óleos, acrílicos, collages), postura bastante inusual para un espacio donde prima, habitualmente, la heterogeneidad de medios. Rulfo (Raúl Álvarez), su coordinador, ha reunido bajo el nombre de Desafueros a cinco pintores uruguayos -Sergio Porro, Fabio Rodríguez, Agustín Sabella, Sebastián Sáez y Santiago Velazco- abocados a un repertorio pop (en el sentido más amplio del término, y en todos los casos con adhesión colorística y temática al imaginario de la cultura popular y artística más chillona y juvenil) y casi integralmente, con la excepción de Velazco, figurativos. Sin bien los artistas involucrados operan en ese ámbito por separado (y hay, obviamente, diferencias entre ellos), el curador tuvo razón al presentarlos juntos, ya que la tónica de sus trabajos se asemeja estructuralmente: yuxtaposición -por medio de paletas que no discriminan nada y tratan constantemente de llamar la atención de los espectadores- de elementos sagrados (literal y/o metafóricamente) con otros “bajos” o “íntimos” (todas categorías en evidente peligro de extinción), esparcida, en algunos casos, con sabias pizcas de uruguayez. Todos, parecería, en búsqueda del shock perdido o de la posibilidad de éste. Que, por supuesto, no se recobra.

Más seductora es la muestra 611, de Alejandro Palomeque, que ocupa la sala M. Antes de pasar el tabique que obtura parcialmente la entrada y sobre el cual se apoya una pala ornamentada con el número/título y plumas, es mejor enterarse de que dicho número, como se explica en el texto de presentación, “representa el minero dentro de la jerga de jugadores de quiniela”. Esta información, por supuesto, brinda inmediatamente la clave de lectura de los grandes paneles creados por Palomeque: minas + hoy + Uruguay = polémicas en torno a la megaexplotación minera del proyecto Aratirí, que (pre)ocupa desde hace casi un lustro a la discusión sociopolítica uruguaya. 611 tampoco es tímida a la hora de fusionar elementos dispares, amalgamando tradición pictórica culta con recursos gráficos contemporáneos, por ejemplo del mundo del los grafitis (mucho más difícil me resultó identificar la presencia, sugerida en el texto crítico, de una estética Art Nouveau): su técnica es de compleja elaboración, mezcla la pincelada con el esténcil, la impresión con la cuidadísima precisión manual de su autor, dosifica las tintas con feliz parsimonia y reelabora la arquitectura compositiva de algunos pintores aborígenes australianos contemporáneos, como Clifford Possum Tjapaltjarri y Kathleen Petyarre. Palomeque, además, se sale de cualquier dimensión narrativa, por fragmentada que sea, y actúa a nivel de puro símbolo: crea, así, una especie de heráldica del desconcierto frente a posibles (y probables) desastres ambientales a raíz de la explotación extranjera del territorio nacional.

Las obras de 611 comparten con los blasones, además de la esencialidad de sus figuras -siempre definidas con netas demarcaciones- y la bidimensionalidad absoluta, la carencia de marcos, propia de los estandartes, y casi siempre el esquema simétrico desarrollado sobre un invisible eje central, que fracciona verticalmente la disposición de las imágenes (explicitado verbalmente cuando el artista se refiere, mediante un texto insertado en un cuadro, al mismísimo Rorschach). Ahora bien, moverse dentro un perímetro impúdicamente simbólico tiene ventajas (no es la menor de ellas un “iconismo” que nos resulta familiar y agradable, históricamente y por la mediación de internet y de los logos), pero conlleva sus problemas. El principal es el empleo de símbolos antiguos cuya fuerza primordial ya se ha deslucido totalmente: el caso más evidente es el de la calavera, capital en Palomeque. Se muestra gigantesca en una de las telas que ya había sido presentada en el pasado Salón Nacional (y que es la pieza más disímil del conjunto, la más “callejera”), conforma el cuerpo de una libélula, reemplaza la cara de la Venus dorada que cubre la pared de fondo y, alegremente simplificada, “llena” los fondos de muchas de estas piezas. Empero, lejos de representar ya, como lo hizo durante siglos, un recordatorio de la mortalidad, apenas mantiene funciones de alerta (como en los carteles de “alta tensión”) y ha sido totalmente englobada como puro pattern decorativo por el mundo de la moda (invade desde hace años medias, foulards, zapatos, caravanas, remeras, etcétera). El efecto de angustia que podría haber causado resulta así un poco apagado, como apagados son los colores, siempre tenues y, justamente, terrosos.

Hay soluciones logradas, con ribetes tribales (como un tótem/insecto) o surreales (como las mutaciones de algunos bichos -una vaca con alas, cuyo espinazo se parece a una espina de pescado-) y la buena factura general amortigua cierta tensión apocalíptica un poco fácil, que se filtra, de todos modos, a través de la muy espesa estratificación de citas. La obra más potente a nivel visual, la Venus de oro ya mencionada, enceguece por el material dorado, convence por el rigor de la composición y divierte por la salida extrapictórica (unos huesitos “incrustados” en la tela). Palomeque reescribe en ella abiertamente el Nacimiento de Venus de Sandro Botticelli, usado tradicionalmente como un ideal de belleza aquí corrompida (aunque, un poco misteriosamente, el cuadro contiene la frase “Joe’s Spring”, quizás una referencia a otro trabajo del florentino, La Primavera, en la que el Joe podría ser José Mujica). Eso expone nuevamente al autor al riesgo de una caída en el lugar común con un símbolo desgastado, la Venus púdica, simplemente zombificada. Sin embargo, a la postre, no se ofusca su probable mensaje: de la espuma del acuífero guaraní podría salir esto.