En las librerías se pueden encontrar cada vez más libros sobre adicciones escritos por ex adictos que pudieron superar su enfermedad o sobrellevarla lo mejor posible. Muchas veces son leídos no sólo por personas involucradas por la misma adicción directa o indirectamente, sino también como historias de superación personal, y otras veces, si el autor es una celebridad, por cuestiones de morbo. Están aquellos que usan la adicción como excusa para hablar de forma pintoresca sobre la intimidad de alguien, como pasó con Hasta la última gota, el libro sobre el ex futbolista Fabián O’Neill, y aquellos cuyos autores intentan, a través del relato de su propia experiencia, ayudarse en el proceso de recuperación y ayudar a quienes puedan llegar a tener el mismo problema: es el caso de Mi peor cuplé, mi mejor retirada, de Hugo Brocos. Por lo general, resulta difícil analizar este último grupo de libros sobre adicciones, principalmente porque están contados desde el dolor y la miseria de una situación realmente jodida y porque, más allá de la eventual intención de cautivar al lector para que éste comente lo bien escritos que están, tienen una función clara, que muchas veces escapa a cualquier análisis literario. Sin embargo, el libro de Brocos está bien escrito y no se conforma únicamente con ser un libro de divulgación, un folleto de prevención del alcoholismo, sino que pasa a ser otra cosa, por lo cual hay todavía algo más para decir.

Brocos, conocido en el ambiente carnavalero como Piruja, fue en 1980 uno de los fundadores de la murga Falta y Resto, y estuvo vinculado directamente con la bohemia de los años 70 y 80. Eso está presente en la primera parte del libro, donde se relatan anécdotas referidas a la noche, los bares, las movidas culturales de la Asociación Cristiana de Jóvenes montevideana, los candombailes, la intimidad de la murga, la interna de Directores Asociados de Espectáculos Carnavalescos Populares del Uruguay (institución más conocida por su sigla DAECPU), el carnaval posdictadura y la grabación del videoclip de la canción “Brindis por Pierrot”, de Jaime Roos (interpretada junto a Falta y Resto con Washington Canario Luna como solista), entre otros temas. En esa primera parte, el alcohol aparece siempre, pero las referencias a él no están en tono dramático sino festivo; es el mejor compañero para tantos buenos momentos. Todas las historias tienen finales felices o simpáticos, los bebedores son personajes cancheros, ganadores.

El tono de esta primera parte está totalmente relacionado con la primera de las fases de la borrachera mencionadas habitualmente en los grupos de rehabilitación, que han sido definidas como “del mono”, “del león“ y “del cerdo”. Al comienzo todo es alegría, diversión, desinhibición, protagonismo; en la segunda fase ya se pasa a los alardes innecesarios de valentía, a creerse más fuerte que todos; en la última se entierra la cara en la mugre. La primera sección del libro, como la primera fase de la adicción, está de algún modo asociada con la imagen que suele transmitir la publicidad de bebidas alcohólicas: los bebedores son bohemios románticos, dueños de la noche, divertidos, alegres y hacen un culto a la amistad, siempre bien vestidos, impecables en todo sentido. El alcohol primero es mencionado como presencia inevitable y luego pasa a ser cada vez menos mencionado, pero a la vez a estar cada vez más presente. Pero ya sobre el fin de esta sección, aparece la fase del león: comienzan a verse los primeros desbordes del borracho envalentonado, que deja de ser un curda simpático y respetuoso para volverse un huracán que no respeta a nadie, que se cree omnipotente e inmortal, y que empieza poco a poco a tener actitudes incoherentes y absurdas. Entonces es cuando comienza la segunda sección, titulada “El derrumbe”.

Otra cosa destacable del libro es que del mismo modo en que su relato acerca del aumento alegre de la adicción no está marcado por ningún hecho abrupto, sino que se da casi del mismo modo en que se va instalando una borrachera mansa, la caída posterior tampoco sucede de un momento a otro. Se va dando de forma progresiva, pero en cada nueva historia el lector comienza a comprender que el personaje ya no puede volver al estado anterior, está a la deriva en un barco que no se sabe a dónde lo lleva, pero que sin duda lo está llevando río abajo. Un gran acierto de esta sección es que Brocos no dramatiza el derrumbe, no hace de la caída un momento melodramático con la familia llorando, el borracho por cortarse las venas, y justo que se larga a llover. En cambio, ese derrumbamiento gradual está contado intercalando momentos cada vez más ridículos y decadentes con internaciones, y salidas de ellas con nuevas curdas, en algunos casos simpáticas a pesar del momento del enfermo.

La última parte del libro quizá sea la más floja para alguien que no esté interesado específicamente en la temática de esta adicción, ya que se trata de un compendio de datos técnicos acerca de la enfermedad, y de los síntomas del alcoholismo y de la abstinencia, junto con textos en los que el autor menciona algunas películas referidas a la temática, o casos de músicos, escritores y actores que han tenido problemas con el alcohol. Esta tercera sección es la que está más relacionada con el contenido didáctico que por lo general tiene este tipo de libros, datos para una toma de conciencia, para tener más herramientas a la hora de afrontar el problema, exhortando en todo momento al posible lector alcohólico a que pida ayuda, porque esa enfermedad no tiene cura: la única salida es prohibirse tomar y buscar ayuda de otros ex alcohólicos que entiendan las recaídas frecuentes.

Es verdad que Mi peor cuplé, mi mejor retirada termina igual que todos los otros libros sobre testimonios de ex adictos, pero las virtudes señaladas, así como la prosa canchera y llena de oralidad del autor y el tema de la bohemia montevideana de los 80 como telón de fondo, hacen que esto sea mucho más que una pieza de divulgación y prevención. También es un libro disfrutable.