El último Festival Internacional de Artes Escénicas (FIDAE) apostó por obras que venían pisando fuerte en el circuito off de Buenos Aires. Así llegaron puestas que sorprendieron, tanto por su búsqueda de nuevas y propias maneras de narrar como por la incorporación de significativas exploraciones artísticas. Dos espectáculos que concentraron esas características surgieron de un festival de dramaturgia conocido como Europa + América, en el que se invita a autores extranjeros para que sean dirigidos por argentinos. Así nacieron Mi hijo sólo camina un poco más lento, de Guillermo Cacace, una obra que lleva al extremo las emociones de los actores -y el público-, en una de las experiencias más intensas que se han vivido en los últimos años; y Brecht, de Walter Jakob y Agustín Mendilaharzu.
Hoy llega por segunda vez al teatro Solís el actor, director y dramaturgo Lisandro Rodríguez, con una puesta que surgió, precisamente, del festival Europa +América: Hamlet está muerto. Sin fuerza de gravedad, escrita por el austríaco Ewald Palmetshofer, que retoma algunas de las premisas fundamentales de la esencia hamletiana y las reelabora a partir de la narración del velorio de un nuevo Hamlet.
“Un día me llamó Matías Umpiérrez [director del festival], y me propuso que trabajara con esta obra. A mí, en general, me cuesta mucho entender y entrar en sintonía con las obras a partir del texto, a pesar de que escribo teatro”, contó a la diaria Rodríguez, un director que se ha destacado en los últimos años con trabajos como Díptico: Sencilla y Ella merece lo mejor, Proyecto Suiza (un ciclo anual de pequeños actos) y La parodia está de moda y las salas alternativas fomentan el amateurismo, todas presentadas en su propio espacio de investigación y producción escénica, llamado Elefante Club de Teatro. El nombre es paradójico por las pequeñas dimensiones del lugar, y algunos críticos argentinos han señalado que la obra de Rodríguez se construye desde esa misma paradoja.
Confirmando esa teoría, el director dice: “Le pedí [a Umpiérrez] que la hiciéramos en Elefante, porque el espacio tiene una antesala que da a la calle, y recién ahí comencé a apropiarme del espacio; eso ya me dio cierta contención. De modo que las primeras imágenes que surgieron a partir del material de Ewald tenían que ver con algo muy concreto de lo que me sucedía a mí con la sala, con la calle, con el diálogo que se podía producir entre las actuaciones, el material escrito, las voces de los personajes y lo que podía acontecer en el afuera, con los autos pasando, las luces, los sonidos. Sabía que había cuestiones del texto que no podía abordar. De algún modo, el pacto con los actores fue: desnudemos este no poder hacerlo, lo que nos genera no poder abarcar un material. La hipótesis de trabajo tenía que ver con eso, con que la actuación también puede volverse una imposibilidad. Hay algo del material que no puedo abordar, pero asumo el desafío de hacerlo. Y así evidenciamos esa imposibilidad. De cierto modo, la hipótesis terminó siendo atinada, porque la obra transita esa sensación de no poder asimilarlo todo, la imposibilidad de poder entenderlo”.
¿Esa imposibilidad surgía del texto, de su versión o de la reelaboración de *Hamlet_? Rodríguez plantea que actuar es de por sí una imposibilidad, y explica que, hoy por hoy, reunir 50, 100 o 500 personas en un teatro para ver una actuación ya es un problema, “porque el teatro siempre corre en desventaja frente a muchos otros dispositivos que van surgiendo”, y los espectadores -salvo los fanáticos- en lo único que piensan es en irse. “Yo lo pienso así. Por más que me esté gustando mucho lo que estoy viendo, todo tiende a expulsarte. Y evidenciar eso a mí me da cierta tranquilidad. Sabemos que estoy actuando y que todo es trucho...”.
“La pregunta es: ¿en qué lugar queda la actuación? Esa premisa me interesa. Y hago teatro porque existe algo en lo que creo. Porque cuando sucede el teatro, simplemente se convierte en algo incomparable. Acontece un hecho vivo que, si ingresa en determinada zona, trasciende cualquier tipo de comparación con otro hecho artístico”, por la presencia simultánea de cuerpos vivos que comparten un ritual. “Hay algo de esto que lo vuelve singular y que logra que sobreviva”, afirma.
A la vez, sostiene que esa imposibilidad de la actuación genera hechos de violencia en términos emocionales, y gestos de pregunta. No plantea, entonces, “la imposibilidad como un lugar de desesperanza, sino como un lugar de deseo desde el que poder generar preguntas en relación a cómo vivimos, a lo que nos sucede, a lo que nos conmueve. Siempre, cualquier material -en este caso un texto- me interesa que se vuelva una excusa para poder pensar esas cuestiones”.
El lugar
En Brecht, una de las puestas del último FIDAE, un grupo de actores se dispone a estrenar una versión de El círculo de tiza caucasiano, de Bertolt Brecht, ambientada en el Lejano Oeste. La cuestión es que no pagaron los derechos de autor, y en la primera función descubren, entre el público, a un inspector que les pedirá el permiso para representar la obra. Así que resuelven, sólo por esa noche y para despistarlo, improvisar una función en la que cuestionan las convenciones: desde los derechos de autor hasta la actuación y el propio teatro. Con la misma lógica, pero yendo mucho más allá en la experimentación, Rodríguez montó junto con su amigo Martín Seijo La parodia está de moda y las salas alternativas fomentan el amateurismo, en la que los actores y el público debatían cuestiones vinculadas con quién es el autor de una obra creada en el mismo momento de su representación. Como es norma, Argentores (la asociación argentina de derechos de autor) intimó a Rodríguez a que pagara 10% de lo recaudado en las funciones. Dado que los espectadores debían llevar una botella de agua como entrada, 30 botellas de agua mineral fue lo que llevó a Argentores, que rechazó ese pago. El director respondió que, entonces, se debía registrar como autoras de la obra a 200 personas, la cantidad de espectadores que asistió a las funciones.
Rodríguez explicó que La parodia... “se preguntaba acerca del lugar del teatro, del relato, del autor, y de uno como creador o generador de lenguaje. Sobre todo tuvo que ver con preguntas que nos hacíamos sobre nuestro trabajo, sobre el lugar que se asigna al público. Esto fue derivando en distintas cuestiones, entre ellas, los derechos de autor: de quién es la obra, quién dice qué es una obra y qué no, quién lo determina. El mismo sistema te come vivo, y nunca puede estar a la par de las distintas cosas que están sucediendo. Como si la ley siempre viniera detrás de lo que acontece. Y, si bien no cambió absolutamente nada, al menos generó determinada conciencia en relación con esas convenciones, al menos en nosotros”.
“También nos ayudó a entender al público desde otro lugar, porque uno tiende a posicionarse frente a él desde el mismo lugar de siempre. No lo digo como una frase hecha que recuerda el valor del público, sino porque es necesario correrse de ese lugar, y a veces es muy difícil entablar un diálogo activo con el público, ya que aprendemos de una forma vertical y enseñamos de forma vertical. Podemos leer muchas cosas que se corren de ese lugar, pero después es muy difícil llevarlo a la práctica. Son generaciones transmitiendo modelos de aprendizaje que responden al ‘yo te enseño algo’. No me siento exento de esto, y creo que es muy complicado, aun siendo consciente, poder salir de ahí. Sobre todo porque los espacios están pensados de ese modo, la dramaturgia está pensada de ese modo, el espectador está acostumbrado a que le bajen un saber para que él haga algo con eso. No a entender al espacio escénico como un espacio de encuentro, que pueda producir algo”. Para el director, Hamlet está muerto... -a pesar de sus gestos disruptivos- tiene una construcción narrativa clásica. Habla de las consecuencias del capitalismo en la sociedad, de la economía, del trabajo, de la inclusión y “de la exclusión de un sistema que arrasa, y de nosotros dentro de esa lógica, a la que no le queremos -o no le podemos- poner freno. Esto dialoga con la situación política actual en Latinoamérica”, asegura.
A Rodríguez le interesa pensar en un actor que trabaja con lo que está aconteciendo en el momento, en esa convivencia ceremonial con el público. Y así, en un mundo desorientado y berreta, la escena se convierte en una posibilidad de juego, de encuentro, de redención. Hamlet está muerto..., a priori, vuelve a evidenciar que el teatro sigue siendo uno de los espacios consagrados para cuestionar algunas ideas, que trascienden la venganza de los príncipes y los comportamientos hipócritas del poder, y se convierte en un espejo de ciertas contradicciones que seguimos sin resolver.