Va quedando claro que a la hora de pensar la producción de Rodolfo Santullo (1979) es imposible separar su trabajo literario del historietístico. Es decir: si bien parecería cómodo hendir su obra en dos mitades y aplicar a cada una de ellas -a la que incluye las novelas Las otras caras del verano, Cementerio norte, Sobres papel manila, Aquel viejo tango, El último adiós y Matufia; y a la que cuenta con Los últimos días del Graf Spee, Acto de guerra, Valizas, Cena con amigos, Zitarrosa, Cuarenta cajones y La comunidad (entre otras novelas gráficas)- procedimientos de lectura más o menos diferenciados, atentos a las particularidades de los lenguajes literario e historietístico, es sin duda más interesante ensayar una mirada más abarcadora, en busca de elementos en común y patrones reiterados.
De hecho, uno de los puntos más notorios de interés en cuanto al proyecto creativo del autor de Matufia tiene que ver con la manera en que ciertos códigos aparecen como intercambiables en una lectura atenta de sus novelas, cuentos e historietas. Esos códigos están claros: el uso marcado de los lugares comunes de ciertos géneros como elementos fundamentales de la estructura narrativa, el conocimiento extensivo de tales géneros en tanto corpus de obras y de procedimientos, el relato (la “historia bien contada”) como valor fundamental y la apuesta por el artesanado y la profesionalidad (lo confiable, lo versátil, lo consistente, digamos).
Vamos a tomar como punto de partida o pretexto para ilustrar esto tres de las últimas publicaciones de Santullo: Misterios de cuarto cerrado, El oro del zar y El druida Merlín: el porquerizo y el ladrón, aparecidas en distintos momentos de la segunda mitad de 2015, y este año efectivamente distribuidas en Montevideo.
La primera cuenta con el arte de ocho dibujantes: Leandro Fernández, Juan Ferreyra, Kwaichang Kráneo, Lisandro Estherren, Juan Manuel Tumburús, Roberto Viacava, Matías Bergara y Oscar Capristo, y se propone adaptar otros tantos cuentos clásicos incorporables al subgénero de la ficción policíaca señalado por el título. Hay, entonces, una doble operación de intervención literaria: Santullo parte de entender los misterios de cuarto cerrado como un subgénero por derecho propio dentro del policial y de asignarle a ese subgénero un lugar privilegiado dentro de la o de las tradiciones que lo incorporan; esto, por más obvio o banal que le pueda parecer a un lector experto en la narrativa policial, es sin lugar a dudas una operación de lectura, y, por tanto, una manera de, como ya he dicho, intervenir en un género literario desde un lugar que en principio le es más o menos ajeno, como el de la historieta. Es decir que esta intervención consiste en trazar un puente, un espacio en común desde el cual circular e influir en ambos campos.
La otra mitad de la operación señalada es la selección, porque Santullo confecciona algo parecido a un canon. Y en ese canon aparecen Edgar Allan Poe (con “La carta robada” y “Los crímenes de la Rue Morgue”), GK Chesterton (con “La forma equívoca” y “El hombre invisible”, ambos parte del ciclo del Padre Brown), Arthur Conan Doyle (con “El jorobado” y “La banda de lunares”), Wilkie Collins (con “Una cama terriblemente extraña”) y Jacques Futrelle (con “El problema de la celda 13”). Los cuatro primeros nombres convocados son sin duda ineludibles en la ficción policíaca, y por eso llama la atención la incorporación de Futrelle, que podría parecer, en comparación con los otros, una figura de segunda fila. De hecho, Santullo, desde su prólogo, reclama una revaloración de la obra de ese escritor y periodista estadounidense, nacido en 1875 y muerto en 1912, debido al naufragio del Titanic.
La adaptación opera reduciendo los relatos al esquema más puramente narrativo -prescindiendo de otros valores posibles- y, en general, funciona muy bien. Hay, por supuesto, algunos momentos más logrados que otros (la excelente adaptación del cuento de Futrelle vale como ejemplo de lo mejor del libro), pero también interviene en este caso la calidad del arte gráfico incorporado, que tiene puntos altos dignos de destaque en los aportes de Matías Bergara, Leandro Fernández y Roberto Viacava.
El corazón de la aventura
Habíamos señalado que Misterios de cuarto cerrado elabora algo así como un minicanon de la narrativa policial. Ese género, por cierto, termina por convertirse en una marca personal del autor, sin duda alguna su exponente más destacado en la nueva narrativa uruguaya. Pero cabría además pensar que hay, en las lecturas implícitas realizadas por Santullo desde su obra, una atención especial dedicada a la obra de ciertos narradores decimonónicos y de la primera mitad del siglo XX, aquellos que también -a diferencia de los inscritos en una tradición más modernista o flaubertiana o del nonsense- partieron de la anécdota y “la historia bien contada” como valor fundamental. En esa lista cabe encontrar, por supuesto, a los escritores que aportaron al género de “aventuras”: Jules Verne, Emilio Salgari, cierto HG Wells, Arthur Conan Doyle y H Ridder Haggard, entre otros.
El diálogo con ese conjunto de escritores es especialmente notorio en el segundo de los libros comentados en esta oportunidad, El oro del zar, una historia de aventuras (en formato, además, de novela histórica, ambientada durante la guerra ruso-japonesa) que nos permite vislumbrar lo que puede considerarse otro de los mecanismos fundamentales en la obra de Santullo.
Se trata, como ya fue adelantado, de un uso particular del lugar común, o del cliché, reintegrado a su función estrictamente narrativa. Esto ya había sido notorio en obras tempranas del autor, por ejemplo en Los últimos días del Graf Spee, con su femme-fatale y su protagonista despistado. En El oro del zar, de hecho, el conjunto con el que vamos a encontrarnos está anunciado incluso desde el prólogo: tenemos otra femme-fatale, rubia y alemana, un durísimo coronel ruso, un científico bonachón, un irlandés simpático y pleno de recursos, y un grupo de mongoles misteriosos y llenos de honor. Así expuesto, tal reparto parece aportar a una crítica posible; sin embargo, en las páginas del libro estos clichés funcionan. Y, por cierto, entretienen. Se los percibe, en última instancia, como personajes de una suerte de comedia del arte de la narrativa de aventuras, una versión estilizada (y por tanto, cargada de lecturas, intertextual y metanarrativa) de los clásicos (y los géneros) que están en la base de la formación de Santullo como escritor o en los antecedentes de su experiencia como lector.
Dicho de otro modo, Santullo cumple. Si algo se puede decir del guion de El oro del zar es que en líneas generales es correcto, satisfactorio; a todas luces bien logrado. Quizá no abundan los momentos brillantes -en el sentido de descollantes o de “geniales”-, pero la clave aquí es que en principio no tiene por qué haberlos, en tanto lo que se busca es otra cosa. Además de entretener al lector, hay una evidente construcción del autor como un profesional, un creador versátil, un artesano (como opuesto al “artista” en este contexto particular), valores que aparecen notoriamente en otros guionistas de historietas contemporáneos de Santullo, entre ellos, en Nicolás Peruzzo y Pablo “Roy” Leguisamo, también preocupados ante todo por esa buena factura de sus historias. Valores, en última instancia, que Santullo maneja con soltura y aplomo.
Por supuesto que es ineludible el arte de Marcos Vergara, que encuentra en El oro del zar uno de sus mejores momentos. Más allá de la expresividad del dibujo y la hábil narrativa visual (ver la página 93 como un gran ejemplo del diálogo cine-historieta, por cierto), Vergara dispuso en las páginas de esta novela gráfica un más que interesante juego de registros: por un lado, la “suciedad” gráfica de las historietas de aventuras más clásicas (Dante Ginevra, en el prólogo, invoca a los italianos Dino Battaglia y Sergio Toppi), con sus colores planos y sus errores de registro, y, por otro, el subtitulado amarillo de los VHS, que en El oro del zar es usado para traducir diálogos en japonés.
Leyenda en entregas
Queda para el final El druida Merlín: el porquerizo y el ladrón. En este libro opera también una adaptación, por lo menos en cierto grado de relación con una fuente literaria, intermedio entre la traducción a la historieta de relatos clásicos de Misterios de cuarto cerrado y la inspiración en un género o subgénero (las aventuras) considerado como un campo de recursos narrativos y tipos de personaje en El oro del zar. En ese sentido, hay una referencia literaria y/o cinematográfica -podría ser La muerte de Arturo, de Thomas Mallory; o Los hechos del rey Arturo y sus nobles caballeros, de John Steinbeck; o La espada y la piedra, el clásico de los estudios Disney; o la insuperable Excalibur, de John Boorman- y un juego de variaciones trazado sobre ella: acá se trata de la infancia de un posible Merlín, con su iniciación a la magia en un formato que remite a las historias de “origen” del cómic de superhéroes.
Aparecen también, justamente, los lugares comunes del género de iniciación y del de “orígenes”, junto al vasto repertorio de la alta fantasía o la fantasía épica: por ejemplo, “cambiapieles” (seres que pueden mudar de la apariencia humana a la de un animal) y la más o menos marcada sensación de un destino que aguarda al protagonista. Como en las otras historietas que se comentaron y en el conjunto de la obra narrativa de Santullo, esos lugares comunes son insertados hábilmente en la peripecia del protagonista, de manera que, si bien se los asimila fácilmente como clichés, no llegan a operar en detrimento del goce del lector.
Es cierto, no obstante, que el caso particular de El druida Merlín... puede llegar a parecer un poco insuficiente en términos de elaboración, como si valiera la pena pedirle más al guionista; se trata, por supuesto, de la primera entrega de una serie, así que espacio para desarrollo hay. Santullo quizá no se plantea revolucionar o llevar al límite o “trascender” los géneros que practica, ni presentarnos “la gran novela” uruguaya, rioplatense o latinoamericana, sino más bien trabajar de manera competente, sólida y consistente, pero por su ya probado talento es que vale la pena esperar de él un poco más que lo que ofrece en este trabajo. En cualquier caso, la belleza de las imágenes aportadas por Jok (que acá prescinde de su fuerte, las delicadas coloraciones, y nos ofrece, en cambio, un soberbio blanco y negro de alto contraste) hace que este libro valga la pena y que tengamos más motivos para esperar los volúmenes que le seguirán en la saga propuesta. ¿Ejemplos de su buen hacer? Por supuesto: la página 13, la página 61 y las páginas 34-35, todas ellas magistrales.