Sergio Olguín se ha consolidado como uno de los escritores argentinos más interesantes de los últimos años, con una prosa vertiginosa que alterna narradores y tiempos, por momentos de forma coral, diálogos precisos y un erotismo que sobrevuela todas las páginas. Sus más recientes novelas, protagonizadas por la periodista Verónica Rosenthal, se insertan en el género policial y han sido éxitos de venta, pero tras ellas no hay una movida marketinera sino un autor sólido.
En No hay amores felices, Rosenthal investiga la desaparición de las víctimas de un accidente automovilístico mientras que su ex, un fiscal, hace lo propio con el hallazgo de un camión lleno de partes de seres humanos. Hay organizaciones delictivas relacionadas con lo más alto del poder, en un relato que hace uso de la narrativa policial más ortodoxa y de otro tipo de registros, como la ramificación insólita y la transformación de lo extraño en común, tan asociada con autores como César Aira.
Más allá de las virtudes que ha demostrado Olguín en obras anteriores, dos características potencian ésta: la estructura narrativa empleada y su buen uso. La novela parte de dos hechos aislados que, por distintas razones, indagan sendos personajes que estuvieron ligados pero que al comienzo ya no están en contacto. Las investigaciones se van relatando en forma paralela, sin más conexión que los recuerdos de uno u otro protagonista sobre el otro, pero, aunque están narradas por una tercera persona que podría ser la misma, Olguín logra manejar registros diferentes sin perder la unidad. El narrador se ubica de modo diferente ante las dos historias, y sobre todo ante los dos personajes, y eso está tan bien logrado que percibimos incluso sus sentimientos hacia los protagonistas, por cómo los trata, los cuida, los regaña, los abandona, se involucra con ellos o se vuelve frío y seco.
Es importante la forma en que las historias se van conectando (perdón si les acabo de revelar algo de la trama, pero me parece obvio que en una novela policial dos líneas de investigación se terminan tocando). Esto no es el resultado de que dos líneas paralelas empiecen a torcerse de a poco hasta juntarse: hay un escalonamiento y un zigzag, las líneas se acercan, se alejan, avanzan a distinta velocidad, a veces parece que terminaran uniéndose casi por casualidad. Esto se apoya en la idea de que una gran investigación está compuesta de muchas más pequeñas, que a veces sólo tienen en común que están contenidas en la trama mayor o ayudan a desenredarla. Así se genera un juego muy interesante con respecto a la recopilación de datos, al progresivo acercamiento a la verdad mayor y al involucramiento de los protagonistas. Quizá los primeros enigmas sean resueltos hacia la mitad del proceso y los protagonistas se queden con lo que les sirva para llegar al otro extremo de la madeja.
El otro aspecto que se destaca es lo visual de la prosa. A menudo las descripciones de lugares, la disposición de los personajes en el espacio o su actitud corporal están más cerca de un guion que de un artefacto estrictamente literario, sin que esto le quite profundidad o riqueza al relato, sino logrando que a la riqueza de “lo literario” se sume lo mejor de la composición cinematográfica. Más de un fragmento de esta novela podría volverse un cortometraje con enorme potencia expresiva. Desde que Darío llega al hospital en busca de su hija hasta el final de la primera parte hay una obra literaria de mucha belleza y precisión que también es puro cine.
Es evidente la relación con el cine de acción y policías estadounidense de los años 80 en adelante. Se apela por momentos a una narración vertiginosa, a los clichés del género y, más que al viejo esquema de presentación, problema y desenlace, al cambio de locación constante y la aventura, con personajes que actúan más de lo que reflexionan.
El resultado es una novela de más de 400 páginas que se lee de un tirón, y no debido a una prosa llana o a una historia básica, sino por el buen uso de las herramientas elegidas. Olguín trabaja con un número limitado de recursos y los maneja con un conocimiento y maestría que llevan al disfrute. En suma, es una muy buena novela policial, que además de una buena historia tiene, por las decisiones narrativas del autor y la forma en que todo se lleva a cabo, lo necesario para reconocer el trabajo de alguien que sabe.