Si bien la televisión es el medio artístico que más notoriamente avanzó en las últimas décadas, su propio carácter masivo y colectivo en materia de creación hace que, sin que importe lo abierta que esté últimamente a la experimentación, siga siendo un medio con poco espacio para la expresión propiamente individual. Eso era lo que hacía de la sitcom Louie, escrita, dirigida y protagonizada por el comediante de stand up Louis CK, algo que no dejaba de sorprender nunca con su estructura absolutamente personal. Desde que existe la TV hay series y programas, especialmente los relacionados con el humor, que giran completamente alrededor de su figura central, sea ésta su protagonista, su conductor, su creador, su director o más de una de esas cosas a la vez, pero siempre bajo un formato más o menos rígido en cuanto a género y estructura. Louie, en cambio, empezó en 2010 casi como una versión más indie y transgresora de la anterior (1989-1998) serie Seinfeld (un personaje semiautobiográfico que intercalaba su comedia de stand up con situaciones también amenas, pero socialmente punzantes, de su vida cotidiana) para volverse rápidamente la más desbocada experimentación genérico-formal que se recuerde.

De pronto la cámara en mano sin muchas vueltas con la que se filmaba la mayor parte de los episodios comenzó a utilizar encuadres muy poco televisivos o previsibles; de pronto -pese que era formalmente una comedia y se presentaba como tal- empezaron a aparecer episodios totalmente desprovistos de humor y acosados por la angustia existencial; de pronto el tono era amable, familiar y entrañable, y de pronto se volvía profundamente obsceno y nihilista; de pronto los episodios se metían en un humor mucho más surrealista y absurdo; de pronto Louie no estaba; de pronto una temporada duraba 14 episodios y otra poco más de la mitad...

Al parecer, CK negoció amplísimas libertades de trabajo con el canal FX, a cambio de mantener un piso mínimo de rating y de realizar el programa con un presupuesto irrisorio (muchas veces, a costa de su salario). El asunto es que, sin llegar a convertirse en el fenómeno que debió ser, Louie adquirió un estatus de culto instantáneo y se ganó el fervor de la crítica, pero cuando sólo habían transcurrido ocho episodios de su quinta temporada entró en una pausa -en la que permanece- por voluntad exclusiva de su creador, que no había anunciado sus intenciones futuras cuando, de la nada, el 30 de enero de este año apareció esta serie llamada Horace and Pete que, sin tener casi nada en común con Louie, sólo puede ser obra de la misma mente hambrienta y posiblemente algo trastornada.

Los hermanos de la nada

Un síntoma del casi enfermizo deseo de independencia de CK es el sistema de difusión de Horace and Pete; que no es emitida por ningún canal establecido de aire, cable o streaming, sino que puede verse exclusivamente (al menos sin recurrir a la piratería) mediante el pago de cinco dólares al sitio web del propio Louis CK. Se produce, además, a demanda: CK emitió el primer episodio sin haber filmado nada más, y ha continuado a medida que recauda, sin haber hecho absolutamente nada de publicidad, con la excepción de un aviso enviado a la lista de suscriptores de su mencionado sitio oficial en internet.

Quienes adquirieron la primera entrega deben de haber quedado bastante sorprendidos con lo que recibieron a cambio (o tal vez no), porque es recién a partir de ver varios episodios que comienza a quedar claro lo que el otrora comediante quiso hacer. Horace and Pete se parece mucho a una sitcom, sólo que no lo es, sino que tal vez sea lo opuesto. Lejos (en un principio) de los experimentos de cámara de Louie, la serie se presenta con un par de cámaras fijas en un bar de Brooklyn que recuerda mucho al de la comedia Cheers, de Ted Danson (1982-1993), pero más decrépito, llamado “Horace and Pete’s” y que desde hace 100 años es propiedad de la misma familia, administrado en el momento en que comienza la serie por el actual Horace (Louis CK) -que también es el dueño del bar- y su primo Pete (Steve Buscemi). Allí ambos se interrelacionan con diversos personajes de sus vidas privadas y con una clientela que incluye a dos comediantes del calibre de Steven Wright y Kurt Metzger, así como a una alcohólica interpretada por Jessica Lange y a un groserísimo barman a cargo de Alan Alda.

Desde el primer momento impresiona que un programa de distribución tan limitada y de presupuesto tan incierto tenga en su reparto tres estrellas cinematográficas del prestigio de Buscemi, Lange y Alda, pero eso, sin duda, es una prueba del enorme prestigio artístico actual de CK, a quien seguramente los actores mencionados no estén cobrando sus cachets habituales. Pero inmediatamente también llama la atención la teatralidad con la que los actores dicen sus parlamentos (a pesar de que buena parte de estos son, al parecer, improvisados) y cómo situaciones que uno espera que se desarrollen en forma graciosa no lo hacen, o si lo hacen es con una gracia nerviosa, más producto de la incomodidad creada por la propia situación que por algún remate risueño.

En primer lugar, hay que darse cuenta de que el personaje de Louis CK no es el Louie pesimista, gracioso y torpe que conocemos de su otra serie, sino alguien bastante más oscuro, a quien su familia detesta por motivos nunca claros y con conductas contradictorias, que se va revelando de a poco (algo que la actuación más bien inexpresiva del comediante demora aun más), pero que muy rara vez ocupa una función humorística. Buscemi interpreta a un personaje mucho más entrañable, pero también consumido por el demonio de una enfermedad mental que no tiene nada de graciosa. La alcohólica de Lange hace comentarios sarcásticos más hirientes que otra cosa, y Alan Alda es quien más llama la atención y tiene los momentos más claros de comedia, ya que su personaje del anciano Tío Pete (el Pete anterior al que interpreta Buscemi, pero aún no jubilado) es un intratable y malhumorado barman prejuicioso, defensor grosero de las ideas más reaccionarias. Esta sensación de descoloque se extiende a todos los personajes, pensados tanto en relación con sus roles como con la imagen pública que se tiene de sus intérpretes: así, y al igual que el progresista y humanitario Alda hace de alguien con una visión del mundo nihilista y destructiva, la simpática y obesa Aidy Bryant -una de las estrellas actuales de Saturday Night Live- no es la comediante que suele reírse de su aspecto y su peso con desenfado, sino una chica traumatizada por esto y de una profunda amargura.

Sin embargo, la sensación inicial de descoloque y desorientación, tanto por el tipo de humor de la serie (o, mejor dicho, por la ausencia del humor en ella) como por la teatralidad de las interpretaciones, empieza a adquirir sentido si se está atento a los créditos finales del primer episodio, en el que se dedica Horace and Pete al dramaturgo y cineasta inglés Mike Leigh, reconocido por su capacidad de capturar la violencia intrínseca de las relaciones sociales íntimas y exponerla con una honestidad tan brutal como catártica. Leigh, además, es un defensor de la actuación como artificio: no como mímesis de la conducta cotidiana de las personas, sino como su exacerbación hasta convertir a los personajes más en una función dramática que en criaturas reconocibles de la vida cotidiana. En el cine de Leigh, lo que abruma con su realismo son los sentimientos, no quienes los expresan, que siempre están al borde de la parodia, y este parece haber sido el modelo elegido por CK para frustrar a quienes esperaban que reafirmara su posición como principal comediante de la actualidad, y no una exploración del drama extremo.

Porque eso es la serie, algo muy raro en la televisión: un drama que lidia con el suicidio, el cáncer, la locura, la destrucción de la familia y el sexo. Que puede dedicar 11 minutos -que en televisión parecen eternos- al monólogo con temática sexual de una mujer adulta, dicho con una cámara fija en el rostro de la actriz, y que aprovecha la incontinencia verbal de sus personajes para exponer ideas en ocasiones inaceptables en términos televisivos por su radicalidad o violencia, pero en boca de personajes imposibles de juzgar. Con su apariencia formalmente tradicional y disfrazada (levemente) de comedia, Harold and Pete es televisión radical en forma y contenido. No siempre entretenida, rara vez simpática y muy de vez en cuando graciosa, pero, en todo caso, un paso más en la búsqueda asombrosamente libre y personal de un creador que sigue tanteando los límites de todo.