A veces pienso que Zitarrosa habría tenido éxito cantando tangos a capella, o haciendo recitados gauchescos, o lo que fuera. Porque antes que todos sus demás méritos, tenía su voz. No siempre se hace justicia a la voz (salvo en lo que se refiere a la amplitud del registro o al volumen) a la hora de explicar una figura del canto; y la suya reunía dos características no muy comunes, y menos juntas: un registro muy grave y una extraordinaria calidez. Una voz que hacía (según cuentan) que los que lo oían en sus primeras presentaciones lo ovacionaran desde la primera canción, como agradeciendo ser testigos del nacimiento de una figura que, de algún modo, era un anticipo de un gigante. Alguien normal se puede matar aprendiendo a tocar, a escribir, a componer, y en algunos casos llegará a hacer lindas canciones y sutiles arreglos. Pero no va a ser ni una sombra de lo que fue Zitarrosa sin esa voz que abría y abre puertas y corazones, y que acaso evitó que el nuevo artista tuviera que pasar años sosteniendo una desmotivante lucha contra la inercia del anonimato antes de llegar a ser alguien. Se suele pensar que un ascenso demasiado vertiginoso es una contra; pero eso sólo es válido cuando la persona no está preparada para ese triunfo repentino. Artística e intelectualmente, digo: tener con qué responder, pero también con qué sofrenar la fiebre de luces locas que suele acompañar al éxito veloz.
Podrá parecer de Perogrullo destacar la voz en un cantor de calidad, pero quiero insistir en el punto antes de pasar a otros aspectos. Obviamente, en esa época el disco ya era el medio más común (por lejos) para escuchar a un artista, ya en un tocadiscos, ya a través de la radio. La voz del cantor se metía en la cocina, en el cuarto, en el comedor, y podía rebotar en sus paredes, como cualquier sonido, o pegotearse un poco y permanecer algún tiempo. Pero también pasar a formar parte de esos muros, que es lo que ocurría con la voz de Zitarrosa. Soy consciente de que tal vez todo esto sea demasiado metafórico para un artículo que tiene aspecto de analítico; pero voy a agregar que las paredes de la casa que habito actualmente -que es la misma en la que me crié- son de ladrillos, revoque y Zitarrosa, y que mientras escribo esto suena su música desde un parlantecito que está a centímetros de donde estaba el tocadiscos Tem en el que de chico escuché un disco simple y uno doble suyos hasta gastarlos, e incluso afirmaré, convencido, que suena mejor en ese rincón que en el más sofisticado estudio imaginable. Todo ese lenguaje meloso pretende expresar que el asunto de la voz escapa, en cierta forma, a cualquier análisis que uno pueda hacer; y bueno, la casa de la infancia es una fuente muy fuerte de recuerdos y afectos, y alguien que se une de tal manera a las paredes se transforma fácilmente en parte de la más honda y emocional memoria colectiva.
Después están su traje negro (que dejo para los semiólogos), su gesto sobriamente dolido y el telón de fondo de sus guitarristas. ¡Qué me vienen con asesores de imagen! Ni el más iluminado podría haber urdido un conjunto tan simple, funcional y creíble; tan perfecto. Tal vez nos hayamos acostumbrado a esa amalgama de cantor y guitarras -ahora me refiero al sonido- a fuerza de repeticiones, pero la sensación que queda es la de que las guitarras nacieron y crecieron y viajaron y llegaron a sonar así con el único fin de encontrarse un día con esa voz y ser, desde entonces y para siempre, inseparables.
Entre otros tantos, hubo una vez un Uruguay oscuro, serio, riguroso. Después vinieron los bastadegrises, bastadeseriedades y bastaderrigores que, claro, desembocaron en esta bola de espejos de hoy. Ni sé si será tan grave; en todo caso, muchos viven buscando un matiz más sólido y perenne; en otras palabras, una esperanza moral o cultural de la que agarrarse. Muchas cosas se fueron, pero hay una que, sin haberse ido del todo, se extraña especialmente: la honestidad intelectual. Y otra vez encontramos algo en lo que Zitarrosa y su obra fueron pródigos. La honestidad fue lo que hizo que aquel hombre llegara a ser como fue, a cantar como cantó y a escribir como escribió, y no sólo canciones. Fíjense: tras ubicar su voz por sobre todas las cosas, ahora diré que podría haber empezado esta nota diciendo “A veces pienso que si Zitarrosa hubiera sido mudo, habría sido escritor, y de los mejores”. Lo demostró cada vez que tuvo necesidad de expresarse por esa vía; mucho antes, incluso, de soñar con convertirse en cantor. ¡Pará un poco! -dirá el que lee-; tenía la voz que tenía, reunía los mejores valores de nuestro imaginario... ¡y encima me decís que escribía como los dioses! Y sí, qué voy a hacer; era así. Y todo eso le daba un aura de autoridad. Por poner un par de ejemplos: para desarmar, como lo hizo a principios de los años 80, una actitud militante (me refiero a la denostación de que era objeto el aún reciente Leo Maslíah por parte de un sector de la intelectualidad de izquierda) con sólo pronunciar una frase elogiosa en una entrevista, había que tener autoridad. Para parar una actuación (en un lugar donde al llegar le habían dicho que sólo le podían pagar la mitad de lo pactado) diciendo “Hasta aquí llega lo que me pagaron; los que gusten, pueden ir al boliche de la esquina, donde haré gratis la otra mitad”, había que tener autoridad. Para hacer una canción tan increíble como “Dulce Juanita” había que tener autoridad.
Y hablando de autoridad, ¿qué esperan para encarar la edición digital de sus primeros discos? Digo, ya que parecen no tener mucha idea de qué hacer con la cultura. Estoy harto de selecciones, antologías, ediciones extranjeras con guitarristas raros, ensayos y versiones en vivo. Los únicos que se han preocupado hasta ahora por hacer accesibles sus discos de vinilo son los piratas.
Fíjense que no utilicé la palabra “Alfredo” ni una vez. Aunque lloré su muerte aquel enero, no fui su amigo, ni jugué al truco con él, ni lo vi de cerca. Así que es Zitarrosa, nomás; un apellido que dicen que tomó prestado. Por si le faltaba algo, ¿no? Tremendo apellido para un cantor.