Hoy en día el lanzamiento de un disco ha dejado de ser el evento de otrora. Como objeto, el “larga duración” (en cualquiera de sus soportes físicos) ha perdido carisma como formato predilecto de audición, para una generación que no dedica 40 minutos seguidos a escuchar a un solo artista, y mucho menos una serie de canciones en un orden predeterminado. No en un tiempo en el que la música popular perdió gran parte de su valor simbólico y representativo, y los discos dejaron de ser objetos artísticos capaces de alterar el mundo cultural al que son lanzados y las vidas de quienes los escuchan.

Pero cada tanto algún artista, por lo general sobreviviente de aquellos tiempos en que los discos eran importantes, logra superar esa barrera de desinterés con una obra que, más allá de su calidad musical, trasciende el simple hecho de publicar una nueva colección de canciones y es un auténtico objeto comunicante que, de por sí, implica una declaración de principios, un mensaje fuerte y claro que no sólo depende de los sonidos y palabras que contiene sino también, y sobre todo, de la autoridad de su emisor. Cuando ese emisor es Iggy Pop, el punk casi septuagenario, la autoridad es inmensa, y Post Pop Depression es uno de esos discos que es necesario detenerse a escuchar.

Josh Homme, guitarrista y líder de Queens of the Stone Age (un personaje brillante y simpatiquísimo que ya pasó dos veces por Montevideo con su banda), compañero creativo de Iggy Pop en este disco ambicioso e inesperado, calificaba hace poco en una entrevista al ex líder de The Stooges como “el último de los únicos”, y lo cierto es que hay una generación de rockeros -en mi opinión, la que realmente hizo trascender al género, convirtiéndolo en un género artístico adulto y peligroso- que está de despedida, a una velocidad difícil de asimilar para quienes creían que esos creadores estaban exonerados de las penurias de envejecer y morir. Al fallecimiento hace poco más de dos años de Lou Reed, el auténtico poeta laureado y maldito del rock, se le sumaron este año los del más intransigente e indomable de los rockeros pesados, Lemmy Kilmister, y la más encantadora de las criaturas estelares que convirtieron al rock en un santuario de tolerancia para la confusión sexual, David Bowie.

La gran bestia no tan bestia

Jim Osterberg -o Iggy Pop- no es para nada ajeno al ocaso de esa generación; en algún momento de los años 70 formó junto con Bowie y Reed una especie de triunvirato de rockeros disidentes y avant-garde, más influyentes que exitosos, generalmente guiados más por la inquietud artística que por la especulación económica, siempre jugando -a nivel artístico y personal- al borde de la raya de lo aceptable (y muchas veces bastante más allá), y explorando los límites del cuerpo, el sexo y las concepciones mismas de espectáculo y moral. Pop era el más joven de los tres y en apariencia el más “puro”, el menos educado, intelectual y articulado, el único que podía pasar por un auténtico animal del rock’n’roll, el que podía combatir (literalmente) desnudo a sus demonios y al público sobre el escenario, al que dominó como ningún otro frontman en la historia del rock y al que regó (otra vez literalmente) de sangre, sudor, esperma y lágrimas.

Pero Iggy Pop, un gran embaucador a su manera, no era sólo la bestia bruta que se cortaba el pecho con vidrios mientras cantaba o que esquivaba botellazos de motociclistas a los que desafiaba por el micrófono, sino también el bien educado hijo de dos profesores de clase media baja, y un músico formado en la cultura de su tiempo, incluso en sus formas más extremas, como el free jazz. Muchas de sus canciones pueden limitarse a dos o tres frases gruñidas, pero hay que ser realmente estúpido para creer que alguien capaz de escribir “The Passenger” o “Search & Destroy” puede ser un artista primario o rudimentario. No, ese petiso (1,55), exageradamente melenudo para su edad y aún proclive a quitarse la ropa y bailar como un salvaje, era y es uno de los principales artistas estadounidenses de la segunda mitad del siglo XX. Y si alguien así presenta un disco como su posible despedida, elocuentemente llamado Post Pop Depression, hay que prestarle atención.

Solitario busca compañía

Los últimos años no han sido fáciles para él. Antes de la muerte de Bowie -el amigo y fan que lo rescató artísticamente cuando se había convertido en un drogadicto desquiciado que vagaba por las calles de Los Ángeles, y quien muy probablemente le salvó la vida- Pop venía viendo caer uno por uno a todos sus compañeros originales de The Stooges, el grupo con el que inventó el punk sin querer, y que muchos consideran la quintaesencia de lo que debe ser una banda de rock.

Posiblemente cansado de romperse los cuernos contra un mundo que ya no respeta las cualidades demoníacas que lo habían hecho grande, dedicó sus dos discos anteriores a versiones de la chanson francesa, viñetas de jazz y algunos temas propios en el mismo estilo, donde el barítono de su voz brilla sin tener que luchar contra guitarras eléctricas, Algo que bien se puede considerar -viniendo de quien vino- un auténtico fuck you al rock de estos tiempos. Pero su hambre de gloria ha sido siempre una de las mayores y más persistentes fuerzas creativas del rock, y no cesa, tal vez por la perpetua sensación de injusticia que surge al observar su carrera.

Pop, un fabuloso intérprete y frontman, nunca se destacó demasiado como compositor, y su carrera como solista ha tenido en ese terreno muchos más pifies que aciertos, con varias canciones efectivas pero ninguna esencial, salvo en sus dos discos (muy relativamente “solistas”) junto a Bowie en 1977 -Lust for Life y The Idiot-, en los cuales el hombre que había inventado el punk inventó también, como de bobera, las corrientes en que éste iba a dividirse: el after punk sombrío y el rock industrial (en The Idiot), y el pop anguloso de la new wave (en Lust for Life).

Tras repasar sus otras glorias con una resurrección transitoria de The Stooges, quiso tomar como inspiración o punto de arranque de Post Pop Depression aquellos dos discos de hace casi 40 años. Para ello necesitaba un compañero musical que articulara sus ideas como antes lo habían hecho Ron Asheton, Bowie o James Williamson, y el elegido fue Homme, uno de los personajes más brillantes, talentosos y dúctiles de la escena del rock actual, que aceptó feliz de trabajar junto a uno de sus ídolos.

Tomando como referencia el sonido y la diversidad estilística de Lust for Life, comenzaron a trabajar en secreto hace un año, intercambiando propuestas conceptuales e ideas para los arreglos. En medio de ese proceso, ambos sufrieron experiencias traumáticas que impregnarían inevitablemente el espíritu del disco que estaban creando; para Pop fue la muerte de Bowie; y Homme apenas sobrevivió al atentado terrorista en la sala parisina Le Bataclan, donde tocaba con otra de sus bandas, The Eagles of Death Metal.

El paso del tiempo y la proximidad de la muerte, la desaparición del rock como una forma artística socialmente relevante, la ausencia de honor y peligro en la música, el fastidio ante la fealdad contemporánea, la persistencia de la sexualidad... todo eso está presente en Post Pop Depression, una obra que no sólo es la mejor de Iggy Pop desde New Values (1978), sino que ya es reconocida -a dos días de su puesta a la venta- como un disco importante en un tiempo en que los discos no importan.

El punk porfiado

Lo que primero sorprende es la vitalidad de la música, algo muy coherente con la inspiración en el exultante Lusf for Life pero que no era previsible en relación con los acontecimientos cercanos y el título. Post Pop Depression es un disco muy guitarrero, pero de riffs mucho más angulares y llenos de aristas que los de los trabajos tardíos de Pop con The Stooges, y con melodías pop que se construyen o se resuelven de improviso cuando parece que las canciones se están adentrando en territorios demasiado áridos. A lo largo de sus nueve escasos pero muy diversos temas se visitan sonoridades próximas a un sonido new wave (pero más seco), a las bandas de sonido de los spaghetti westerns y a una solemnidad germánica que refiere a los días de grabación de The Idiot en Berlín, mientras se repasan los temas eternos de Pop el letrista: el sexo, el desprecio general al mundo moderno y la preocupación por el lugar a ocupar en él. En cierta forma el disco se emparenta con la instrospección del honesto pero fallido Avenue B (1999), pero aquél sonaba a derrota, y el cantante parecía mucho más viejo que ahora, mientras que todo -o casi todo- en Post Pop Depression suena insolente y rejuvenecido; no porque Pop parezca menor de lo que es, sino porque parece alguien a quien la edad no le importa.

Sería redundante examinar cada canción de un disco que, sin contar una historia lineal, tiene una gran conceptualidad sonora, y en el que cada tema dialoga con el que lo precede y/o con el que lo sigue, proponiendo una única forma de escucharlo (en combate contra el consumo random al que la era digital nos ha acostumbrado) y nivelando a las canciones entre sí para que ninguna se devore al resto. Sin embargo (e inevitablemente), algunas se despegan un poco, como el primer tema de difusión, “Gardenia”, en el que, sobre el estribillo más ganchero y elegante que se haya escuchado en mucho tiempo, Pop canta con una curiosa mezcla de autoritarismo y humildad “Todo lo que quiero es decirle a Gardenia qué hacer esta noche”. O la jovial “Sunday”, que desemboca en una exquisita e inesperada coda de violines radiantes. Pero la canción que realmente resume el disco es la última, “Paraguay”.

Lejos de ser una oda al cercano país latinoamericano, este Paraguay es cualquier lugar relativamente alejado de los centros de información y poder. Un lugar donde el cantante fantasea con vivir la vida de “el clásico pelotudo que la hizo bien y se borró mientras podía”, antes de caer en una furiosa diatriba contra un adversario indeterminado, al que amenaza con sodomizar con su propia laptop, deseando que lo despellejen, y luego cubre de una catarata de creativas y obscenas injurias que culminan en una justificación terminante: “Porque estoy enfermo y es tu culpa. Y me voy a sanar a mí mismo”.

No es difícil imaginar que no se dirige a una persona en particular, sino a un mundo que lo quiere reducir al parque temático de las viejas glorias de aquello que se llamaba rock, un cajón en el que Pop no está dispuesto a meterse, o al menos no hasta decirle al mundo lo que piensa al respecto. Pop Post Depression lo dice fuerte y claro, y por eso es un disco sobre el que merece hablarse, pero sobre todo que merece escucharse. Igual que antes, cuando la gente como Pop caminaba por la calle semejante a guepardos con el corazón lleno de napalm.