El derecho de autor, como cualquier derecho de propiedad, está sometido a limitaciones de salvaguarda del interés general. Esas limitaciones, restricciones o excepciones están reguladas en los convenios internacionales y acuerdos bilaterales de comercio aprobados por Uruguay. 154 países, de los 187 que firmaron el Convenio de Berna para la Protección de las Obras Literarias y Artísticas, ya han legislado sobre alguna de esas excepciones. Uruguay está entre los 33 que casi no lo han hecho (sólo se aprobaron, en 2012, excepciones para no videntes e instituciones que brindan servicios de salud).

De esas restricciones, las más importantes son las que corresponden a la educación y la investigación científica; las instituciones culturales (como museos, archivos y bibliotecas); la copia privada; el derecho a cita y las parodias, pastiches y caricaturas.

Por lo tanto, en Uruguay, según la Ley Nº 9.739, de 1937, y su actualización en la Ley Nº 17.661, de 2003, hoy son ilegales, entre otras prácticas, las copias de materiales que los docentes preparan y distribuyen a sus alumnos, los préstamos de las bibliotecas a sus usuarios, las copias digitales de libre acceso que los usuarios de internet descargan en sus computadoras, etcétera. Esas prácticas son legalmente delitos, en muchos casos con consecuencias penales.

Una de las peores cosas que le puede ocurrir a una norma es que pierda “legitimidad”, plantea la exposición de motivos del proyecto de ley en la materia propuesto por el Ministerio de Educación y Cultura. También señala: “Las limitaciones y excepciones constituyen la principal herramienta que posee el sistema de derechos de autor para hacer efectivos derechos humanos fundamentales de las personas como el derecho a la libertad de expresión, incluido el derecho a crítica, a la información, a la educación, al acceso a la cultura, todos ellos de raigambre constitucional”.

Los principales oponentes al proyecto son la Cámara Uruguaya del Libro (CL) y un grupo de escritores. La CL cuestiona la esencia del proyecto, principalmente las limitaciones de los derechos de autor referidas a las instituciones de enseñanza e investigación, y las referidas a la copia personal.

Según la CL, si se aprobara este proyecto “los autores nacionales no tendrían ningún incentivo ni compensación por aplicar su tiempo a la creación de nuevas obras”, y “las editoriales, ante la imposibilidad de obtener ningún tipo de retorno económico por la inversión, se verían en la imposibilidad de generar nuevos productos culturales” (documento entregado por la CL a la Comisión de Educación y Cultura del Senado). Sin embargo, desde hace más de tres décadas los centros de estudiantes han impulsado oficinas de apuntes en las facultades de la Universidad de la República (Udelar), sin que la industria editorial uruguaya se haya resentido.

Los únicos datos fiables sobre la facturación y la cantidad de trabajadores de esa industria son los estimados en la Cuenta Satélite de Cultura para 2009 y 2012. Según tales datos, entre esos años la facturación creció de 32 a 39 millones de dólares, y la cantidad de trabajadores pasó de 1.187 a 1.239. Por cierto, un crecimiento de la facturación acumulada anual de casi 7% en dólares.

El otro artículo en cuestión es el referido a la copia personal, y hay más de 60 países que han legislado para establecer este tipo de excepción. La intención es permitir una práctica común, que consiste en que una persona realice una copia para uso personal de una obra obtenida legalmente, o de un archivo digital descargado de una página legal en internet. En caso de que la redacción del artículo se pueda interpretar de manera diferente, se debería revisar en la Cámara de Representantes.

La existencia de este proyecto y su puesta a discusión en la agenda pública son hechos muy positivos y abren un debate esencial en Uruguay.

La reflexión más general -quizá filosófica, pero también económica, política y jurídica- que se debe plantear es cuál es el justo equilibrio entre los derechos de autor y el interés general. Preguntarse, por ejemplo, cuándo una obra debe pasar al dominio público. En ese sentido, la actualización en 1998 de la Ley de Derechos de Autor en Estados Unidos aumentó la protección de una obra de 50 a 70 años después de la muerte del autor o, en el caso de una autoría corporativa, a 95 años de creada la obra. Se la bautizó como “Ley Disney”, ya que las creaciones de dicho autor estaban por entrar en el dominio público.

Otra cuestión relevante es por qué la tendencia de las leyes de derechos de autor es establecer plazos de protección de las obras cada vez más largos, si los avances tecnológicos generan una mayor cantidad de reproducciones de las obras y una mayor remuneración a sus propietarios (así ha sido con la aparición del gramófono, la radio, la televisión, la televisión para abonados e internet).

La otra cuestión es quién cobra los derechos de autor, y cuánto recibe el creador de la obra. En la mayor parte de los casos, el autor cede la mayor parte de sus derechos o todos ellos al empresario. También se podría pensar cuál es el acuerdo más justo entre empresa y creador. De hecho, cuando surgieron los primeros sellos discográficos en internet, se cuestionaron los acuerdos clásicos sobre el reparto de 10% al autor y 90% al sello discográfico; pasando a distribuirse mitad y mitad.

En este sentido, también es bueno plantearse la negociación entre empresas y gestoras de derechos de autor. La recaudación que las entidades de gestión obtienen en los diferentes países, por ejemplo de la radiodifusión, depende de su fuerza de negociación y capacidad de litigar. Por otra parte, y yendo a un caso más concreto, la cámara que representa a las multinacionales de la música grabada (la International Federation of Phonografic Industry) considera muy insuficiente el pago que hacen Spotify y Youtube a las corporaciones por el uso de sus obras (ver nota en The Guardian).

En todos los casos mencionados, el reparto de ingresos tiene que ver con el poder de negociación, litigio y lobby de cada actor. Los que no están organizados para demandar sus derechos son los ciudadanos usuarios de las obras. Defender sus derechos fundamentales es la obligación del legislador. Este proyecto en ningún caso incentiva que se realicen nuevas prácticas de reproducción de las obras, sino que protege las que, siendo legales según las normas internacionales de derecho de autor, ya se hacen.

Gustavo Buquet

Economista, doctor en Ciencias de la Información y docente universitario