Un hombre para mi mujer, la película más taquillera en Argentina del ya lejanísimo 2008, terminó convirtiéndose en una especie de condensación definitiva de la comedia clásica de ese país. Mientras el nuevo cine argentino llegaba a un nivel de desarrollo suficiente para cimentar una reputación en circuitos festivaleros, y Damián Szifrón -con un estilo híbrido que parecía tomar un poco del clasicismo y otro poco de lo independiente- ya se acomodaba en el trono de la comedia, aquella película de Juan Taratuto se sostenía en un par de escenas y ganchos que terminaron generando un culto (la memorable “todos de Sagitario”, o la descripción de la ensalada cool de un restaurant de Palermo Soho) y una actuación en llamas de Valeria Bertuccelli, que le daba cuerpo a La Tana Ferro. Se podría aducir que en esos terrenos había algo mucho más idiosincráticamente clásico y localista, el cine de Juan José Campanella, pero Un hombre para mi mujer prescindía de todo agregado melancólico o costumbrista y se apoyaba, de forma más pura y a la vez mixta, en un estilo de comedia de enredos a la francesa, alimentado por gags y con un arco moral propio del estilo estadounidense de los años 50.

Ocho años después, se vuelven a juntar las tres figuras principales de aquel clásico y optan por un formato casi incambiado que ya se ha forjado como un sello de Taratuto, con sus altos y bajos -y con La reconstrucción como una anomalía virtuosa-. La promesa era explotar los detalles más sobresalientes de los protagonistas: la neurosis canchera de Adrián Suar y la entrañable irascibilidad de Valeria Bertuccelli. El tema es cuánto resiste lo clásico para no verse “viejo”, cuando la comedia argentina -sobre todo por medios alternativos al cinematográfico, como los contenidos web de Cualca, Mundillo, Eléctrica y la fantástica Tiempo libre- parece estar en la primavera de pequeños focos de revolución interna.

Rápido y curioso

Me casé con un boludo sigue la senda de temas que obsesionan al director: ese pequeño interregno disputado en la lucha de los sexos de cuánto en el amor es engaño y cuánto de verdad hay en este engaño. Suar es Fabián Brando, un actor megalómano al que se le encomienda un papel en una edulcorada película junto a la inexperta Florencia Cormik (Bertuccelli), quien parece haber llegado ahí sólo por ser pareja del director. Lo que en cualquier película tardaría 90 minutos en presentarse, desarrollarse y cristalizarse, aquí se condensa en un ágil primer acto: Brando y Cormik se conocen, se enamoran, se besan y se casan -la velocidad no sólo es narrativa: entre la declaración amorosa, el primer beso y la proposición de casamiento pasa sólo un día-. Hay algo curioso en la composición de los personajes para este tramo. El de Suar alterna entre absurdos caprichos, terrajadas ególatras, buena onda y raptos de humanidad, sin que sepamos mucho qué pasa por su cabeza, al tiempo que Bertuccelli parece tan opaca en carácter y motivaciones como la mujer que interpreta, y la primera impresión es que está siendo desperdiciada por Taratuto.

No aclare, que debilita

En el segundo acto, Florencia no tarda en darse cuenta de que toda la infumable energía de su flamante pareja no sostiene más que la fachada de un personaje vacío y boludo; y eso la oye decir por casualidad Fabián, que por primera vez escucha una verdad acerca de sí mismo. Entonces, el acto absurdo: él se da cuenta de que ella se enamoró del papel que interpretaba en el film y, desesperado, le pide al guionista que le dé algunas líneas y escenas para reconstruir al personaje que sedujo a su esposa.

Desde ahí, todo lo que se pueden imaginar: enredos y desen- redos entre el ocultamiento y el desciframiento del engaño, el desenamoramiento y reenamoramiento de Florencia, y el eventual autoconocimiento de Fabián.

En ese segundo acto vemos a Suar volverse más Suar, y a Bertuccelli, más Bertuccelli (con lo malo de lo primero y lo bueno de lo segundo). Algunos elementos medio indefinibles del comienzo se vuelven más claros y pierden algo de fuerza, más que nada en la figura de Brando. Si uno revé mentalmente el film, se sorprende por la extraña variedad de registros de ese personaje, y si fuerza un poco las comparaciones, podría encontrar en su arquitectura interna muchos elementos del que interpretaba Edward Norton en Birdman (Alejandro González Iñárritu, 2014): alguien tan obsesionado por la actuación que le resulta difícil discernir entre lo representado y lo propio.

Fallas a dos puntas

Los problemas se concentran, de forma paradójica, en los momentos en que Taratuto invoca en demasía a cierto clasicismo de la comedia argentina, y en los que quiere salir de eso y ser más serio. En el terreno de lo primero, hay elementos medio anacrónicos que incomodan, incluyendo un título que parece salido de una obra de la calle Corrientes. Desde el comienzo aparecen algunos desaciertos de dirección artística: todo parece demasiado de plástico, y la elección de Norman Briski para el papel de un representante con tiradores y gabardina parece un insert de una película de Hollywood de los 50, que nada tiene que ver con el tono más actual y “canchero” que predomina en la película.

Del lado opuesto, cuando la película quiere alejarse de ese tono clásico, o se toma demasiado en serio, también parece desinflarse y volverse menos interesante. Por ejemplo, en el innecesario subrayado de que el tema central es cuánto hay de actuación en el amor y qué pasa si el amor no es, en definitiva, actuar como si fuéramos lo que el otro quiere, hasta que el otro, y después nosotros, terminemos creyéndolo (todo es dicho en varias ocasiones por los protagonistas y por personajes secundarios).

El otro elemento que parece un intento de salir del clasicismo está en algunas irrupciones metacinematográficas (propias de nuevos contenidos argentinos mencionados antes, como Tiempo libre), sobre todo en lo que rodea al protagonista, y en particular en un símil de fiesta de figuras destacadas del año de la revista Gente, donde hay un montón de figuras reales de la televisión, la música, el deporte y la farándula, y se plantea una serie de guiñadas (en dos escenas casi gemelas, a Bertuccelli le presentan a Vicentico, que es su marido en la vida real; y Suar habla con Griselda Siciliani, su esposa). Más allá de los chistes internos, son como escenas de otra película, una irrupción que parece hecha sólo porque se podía. Uno podría arriesgarse a profundizar un poco en el asunto y decir que, en realidad, es la escena más compleja en lo que refiere al binomio Suar/Brando, porque satiriza la cholulez del personaje, pero también muestra un elemento cholulo del propio Suar, que parece decirnos, como productor del film, “miren todos los amigos que junté para esta escena”.

Tercer acto fallido

Como en toda obra endeble e irregular, las cosas se desmoronan en el tercer acto, en el que incluso se incurre en estilos de actuación propios de otros géneros: la escena de la súbita ceguera de la protagonista parece más salida de un sketch teatral que del film que venía desarrollándose. Parches así no logran tapar del todo los baches que habían quedado en el camino, pero de todos modos Me casé con un boludo no llega a ser una película enteramente mala. Hay una serie de parlamentos, como la Bertuccelli diciendo torpe y sorprendidamente “nunca me quisieron tener un hijo así” (sic), que son como pequeños destellos de luz, pero en el fondo todo lo bueno de este film da ganas de volver a ver Un hombre para mi mujer: es lo que tienen los clásicos.