“Nunca viajo sin mi diario. Uno siempre debe tener algo sensacional que leer en el tren”: así el siempre portentoso Oscar Wilde asociaba el viaje en tren a la propia escritura, publicitando, como siempre, su genio, pero también inscribiendo sólidamente una herramienta creativa dentro del movimiento de los vagones. Muchas décadas, y varias representaciones de viajadores sobre rieles ocupados en escribir y dibujar después, el artista español Isidoro Valcárcel Medina creó su diario, predominantemente visual, de un recorrido ferroviario puntual. Hablando de este multipremiado artista (por ejemplo, ganó el año pasado el significativo premio Velázquez), fundamentalmente conceptualista y reacio a exhibir retazos de vida, se trata de un “diario” todo proyectado afuera. Literalmente, hacia la ventanilla. Sin salir de la terminología de Wilde, la obra del español es algo suma y paradójicamente “sensacional”, vale decir, fruto de las sensaciones ópticas (y quizá auditivas) recibidas al mirar para afuera, por la ventana de su asiento, bosquejando los paisajes que le pasaban delante. En cierta medida es una segunda parte de su obra temprana Pinturas secuenciales, de 1962, en la que también esquematizaba lo que veía desde un tren, “limitándose” en aquel caso al tendido de cables de alta tensión. Se trata, entre otras cosas, de pasar del cuadro como ventana sobre el mundo al cuadro como ventana sobre el mundo en movimiento. Por supuesto, acá hay complicaciones que dan más cuerpo al proyecto: al boceto originario le seguía otro que retomaba el antecesor, pero más trabajado, y luego un tercero, de alguna manera “libre”, aunque genealógicamente dependiente del primero. Es patente el juego sobre el tiempo, al frenesí del trazo que persigue un panorama móvil tratando de congelarlo (interesante cómo, por momentos, evidentemente donde la mano de Valcárcel Medina no llegaba, el artista sustituyó algunos elementos con palabras) sigue un paisaje menos conciso para dejar lugar, en reposada sesión, a una interpretación que se desprende del inicial “realismo” (énfasis sobre las comillas) para deformarse en composiciones semiabstractas o abstractas, a menudo informadas geométricamente. Así hay en la sala series de tres dibujos (Valcárcel Medina en el proceso llenó 50 blocks de papel) dispuestos verticalmente que muestran esta progresión. Pero, dado el amor del español por los trenes y sus dinámicas (explicado en la videoentrevista que se puede ver en la antesala, aunque dificultosamente, dado que no hay dónde sentarse y carece de auriculares) y sobre todo su sana obsesión temática por el tiempo, agregó en el mismo montaje otro eje-riel, horizontal -constituido por una línea blanca que corre en la parte baja de las paredes, como si fuese un zócalo-, que demarca las distancias temporales entre una serie de dibujos y otro, señalando efectivamente los minutos y segundos transcurridos. Esta superposición de planos temporales fue elaborada, arbitrariamente, con una división espacial del tiempo (me imagino dividiendo el total del viaje por el metraje del área de exposición) que dio, por cada minuto, 17 centímetros.
A nivel visual se tradujo en un fondo negro donde los cuadros cuelgan en sucesiones desparejas, a veces apretadas entre sí, otras con amplias porciones de pared que las separan, simulando la vivencia errática del apunte repentino del viajero. Empero, si la rareza de la disposición de la sala captura el interés del ojo, los dibujos, tomados tanto individualmente como por grupos, carecen en general de atractivo, con toda probabilidad, voluntariamente. Ya la tenue trama que los compone, un lápiz duro, en algunos casos apenas perceptible, les imprime una evanescencia cansina, ocasionalmente despertada en el tercer elaborado -el dibujo más lejano a la “instantánea” que sin embargo lo orienta-, donde el color a veces asoma y las técnicas se espesan (hay casos, por ejemplo, de collage). Iconográficamente es muy arduo sobreponer a las (pequeñas) sorpresas que cada viaje conlleva (como el artista confirma en la entrevista) eventuales sorpresas de los espectadores, debido a un general efecto sedante de los cuadros, fruto a su vez de una rendición minimalista de los panoramas (árboles, casas, personas en la ventana, montañas, galerías, viaductos) ahogados en un gris dominante y una frecuente carencia de esmero técnico. Es evidencia de que la operación general prima sobre las “hojas” y que el resultado quiere ser algo, sobre todo, cerebral, de contraste entre diferentes parajes temporales que son también, huelga decirlo, mnemónicos, y que en él reside una especie de abismo, de potencial jaque conceptual. Es un mecanismo que se presta a la lógica perversa, pero intachable, de una fruición en “tiempo real”, vale decir, un recorrido de la muestra que lleve la misma duración del viaje, más de siete horas. Altamente improbable, pero pavorosamente posible y, sin duda, lo más estimulante de la instalación.
En un punto de su presentación, el curador de la muestra, Juan José Santos, declara que Valcárcel Medina “consiguió transformar el tiempo en espacio”, pero Instantáneas de un viaje en tren parece funcionar más al revés, como un asistemático sistema de espacialización de un recorrido temporal “pasivo”, que quizá ha sido disfrutado en su desarrollo, pero que retorna al espectador más cargado de aburrimiento que de descubrimiento (dos elementos inherentes a la mayoría de los viajes), incluso en sus procesamientos póstumos. Por otro lado, y para terminar de manera un poco altisonante, hago un salto cronológico y geográfico importante, paso de la Irlanda e Inglaterra wildianas a la Francia de Jean Baudrillard, un siglo después: “El aburrimiento es como un zoom despiadado sobre la epidermis del tiempo”.