Es una buena noticia que hayan ido llegando, en los últimos años, traducciones a nuestro idioma de las novelas de Denis Johnson. Una de las primeras que aparecieron, Árbol de humo, mostró a un autor tan inserto en la tradición de la narrativa estadounidense más escueta y concisa como la del western, e incluso con reminiscencias chejovianas. Sueños de trenes es lo último que nos llega de él, y continúa saludablemente por ese camino.
Este libro cuenta la historia de Robert Grainier, un leñador que vive en el noroeste de Estados Unidos, zona que en la época de la novela -las primeras décadas del siglo XX- tiene como único contacto con otros lugares el telégrafo, el tren y, tímidamente, alguno de los primeros automóviles. Pero no es sólo la peripecia de Grainier, su infancia, sus trabajos zafrales como leñador haciendo puentes o cortando madera para cargar en los trenes, su familia, una tragedia que cambia todo, su muerte. Es también la historia de su comunidad, que, aunque no parezca haber un énfasis en ella, está, y con el correr de las páginas el lector puede entender los vínculos, las formas de comunicarse, el sistema de valores, los sueños, los miedos, la tradición y los hábitos de ese grupo humano que podría considerarse “atrasado” en relación con los de otras ciudades estadounidenses de la época. Y se trata, por último, de una novela concentrada, que logra en poco más de un centenar de páginas construir una épica.
El autor parece apoyar esa épica en las fundaciones, refundaciones, nacimientos y muertes. Y no estrictamente en lo relacionado con las ciudades, sino principalmente en la vida de quienes forman esa comunidad: sus proyectos personales, las fundaciones y refundaciones interiores, las del espíritu, las etapas de la vida. Como si desde lo más macro hasta lo más esencial y mínimo de la vida del hombre y la naturaleza, todo fuera un constante ciclo de comienzos, fines y nuevos comienzos. Los personajes de Johnson no se detienen ante las muertes ni ante el derrumbe de todo lo que construyeron; a lo sumo, se tomarán un tiempo para procesar el duelo, pero siguen adelante y se vuelven a animar a un nuevo ciclo, y a otro, y a otro. Su vida en sociedad está absolutamente determinada por los trenes, y de algún modo terminan transformándose en locomotoras que van para adelante a pesar de todo; pueden parar un rato antes de seguir la marcha, pero nunca retroceden ni miran atrás.
Todo esto con una prosa que en una primera impresión puede parecer seca, escueta, distante. Pero cuando se comprende que está absolutamente relacionada con la atmósfera de la novela, y que en los personajes hay una especie de bondad o ternura árida, una mezcla de ingenuidad con experiencia, porque todos están curtidos pero a la vez siguen siendo niños que no tuvieron tiempo de vivir como tales, comienza a establecerse un puente con el lector. Como un perro tímido, la prosa al principio nos ladra, pero después se va acercando hasta terminar a nuestro lado.
La novela transcurre en años de transformación para Estados Unidos. Los autos, las carreteras, el cine y otras consecuencias de la modernidad amenazan con tirar abajo la forma de vida de los pueblos alejados de las urbes. Sin embargo, no se puede decir que sea un mundo en el que los seres humanos tengan preponderancia sobre el resto de la naturaleza. Más allá de que la fundación de ciudades, la construcción de puentes, carreteras y diques o la tala de árboles sean constantes y, de algún modo, representen imposiciones de la voluntad humana sobre el entorno, la naturaleza tiene en la vida de la comunidad un lugar fundamental y visible.
Los hombres se paran ante ella como ante un igual, muchas veces incluso como si fuera una entidad superior. Los lobos, los coyotes, los osos y hasta los peces inspiran tanto cariño como respeto a los humanos, cuyo trato con esos animales es casi paritario. Es por ese lado que la comunidad logra no ser violentada por el avance modernizador. Cuanto más tildada de salvaje o de poco civilizada es la forma de vida previa a la modernización, más se aferra la gente a su relación con la naturaleza, a sus creencias y a sus leyendas, a lo que los modernizadores podrían llamar superstición, que para esas personas no es más que la trama básica de su cultura.
Se podría pensar, entonces, que hay una especie de realismo mágico en esta novela. Si alguien pretende encontrarlo, con mucho esfuerzo y sin echar de menos la selva, los desiertos, los dictadores y las urbes latinoamericanas, quizá lo logre. Prefiero destacar su retrato de esas comunidades alejadas de las grandes ciudades, que arman su tradición y su historia mediante relatos orales de generación en generación y descubren el mundo cada día con ingenuidad, generando un relato que se explica y se legitima a sí mismo constantemente y en el que creen firmemente. Después, es sabido, el avance modernizador se impuso y barrió con todo, “civilizando” a esas comunidades. Pero ninguno de los personajes de esta novela, ni el que casi muere de un disparo, ni el que aúlla con los lobos por la noche, ni la niña-lobo que anda por la orilla del río, ni el ermitaño que sueña con trenes, se enteraron, afortunadamente, de que desde el otro extremo de la vía venía otro mundo, acechando y colonizando.