No muchos integrantes de la brillante generación de músicos de vanguardia que poblaban Nueva York a fines de los años 60 alcanzaron la fama (apenas los miembros de The Velvet Underground, en su momento considerados un fracaso), pero las figuras asociadas con aquel circuito no convencional han ido creciendo y haciéndose leyenda, tanto en los ámbitos académicos como entre los simples melómanos amantes de lo experimental, o entre quienes han hecho un poco de historia acerca de minimalismo, feedback, drones, loops y elementos que antes eran considerados ruido y ahora integran naturalmente la paleta de la música popular. Uno de los nombres esenciales en ese ámbito fue el de Tony Conrad, músico que entre sus méritos laterales incluye el de haber dado nombre (involuntariamente) justamente a The Velvet Underground, ya que así se llamaba un libro de su abundante biblioteca erótica, descubierto por su amigo John Cale.

Conrad, formado en matemática y computación, quedó fascinado por los experimentos sonoros de KarlHeinz Stockhausen y John Cage y decidió instalarse en Nueva York para estudiar música, pero luego se interesó también en el fecundo cine experimental de la ciudad (luego combinaría ambas cosas). Se especializó en el estudio de los drones (zumbidos y frecuencias sostenidas para generar una textura sonora), a los que dedicaría toda su vida, concentrado siempre en la tímbrica y la manipulación del sonido mediante la electrónica. Colaboró con Genesis P-Orridge, Keiji Haino, Jim O’Rourke y toda una galería de artistas interesados en forzar las fronteras de lo musical. Hace un par de años le decía a The Guardian que cuando él comenzó a componer, “parecía que Schoenberg había destruido la música”, “luego pareció que Cage había destruido a Schoenberg” y que el proyecto en el que quiso participar “era destruir a Cage”. Pero la vida de Conrad, que terminó el domingo debido a un cáncer de próstata, no estuvo dedicada a la destrucción, sino a la búsqueda de una estética que aún no había llegado al mundo.