“Soy amante de la claridad: / cuando la noche retorna / y mi cuarto desemboca en lo oscuro / mis pupilas no quieren cerrarse, / quedan fijas, redondas, enfocando la ventana, / a la espera. / Mis deseos son claros. / Mis disfraces son claros. / También mi amistad, mi amor y mi linaje. / Pero me rodea la ambigüedad”. La tentación de leer la obra visual de Gladys Afamado -de la que María Eugenia Grau ha curado una amplia retrospectiva en el Museo Nacional de Artes Visuales- a través de estos versos, que la misma Afamado escribió en En la casa de la espera, colección de 1997 enteramente dedicada a Walt Whitman, es, naturalmente, fuerte (como pasa a menudo cuando un artista danza de un medio a otro con soltura). Con pinzas, efectivamente puede funcionar, y quizá también podría con muchos otros versos: lo que se intuye viendo reproducciones de sus trabajos (por ejemplo, en catálogos dedicados a la historia del Club de Grabado de Montevideo, del que sin dudas Afamado fue una de las figuras más sobresalientes), o piezas esparcidas en muestras colectivas e incluso personales, se fortalece frente a un corpus sólido que atraviesa más de medio siglo, desplegado en unas 70 piezas.

No es que el orden regule obsesivamente sus composiciones -que emplean sistemáticamente figuras femeninas, áreas más o menos trabajadas de color, relieves y elementos diversos desparramados en coágulos visuales rigurosos-, pero aun cuando busca la complejidad extrema de planos (por ejemplo, con las caras femeninas que parecen unificar, juguetona y tensamente, a Pablo Picasso con Ernst Kirchner o, quedándonos en su entorno, a Leonilda González con Miguel Bresciano), irrumpe, efectivamente y sobre todo, cierta claridad de intención y de visión. Es cristalina su praxis, el linóleo a completa merced de su pulso, cierta tendencia a reactivar lo inactivo, en sentido pragmático (reciclaje) y metafórico (figuras de la iconografía común). Y cristalino, también, su foco de atención hacia la mujer, oscilando entre lo personal y lo colectivo, y desafiando las “ambigüedades” sociales ya (poéticamente) mencionadas.

Así, todo ese amor a Whitman (que Afamado declara en el mismo libro, con destreza verbovisual: un “te amo, te amo” deletreado con dibujos de semillas) toma sentido: experiencia del ego -que toca su punto más biográficamente expuesto en los tres libros de artistas de 2006, mullidos, etéreos, íntimos, quizá levemente ingenuos, que se pueden hojear con calma- y también grupal, pero por episodios. Eso sí, de Whitman falta, en su trabajo (por suerte), toda dimensión épica. El círculo se cierra: sus pupilas encaran la ventana -otra vez el poema- y ésta siempre es una selección de algo más grande, de la historia y de un pueblo, que Afamado necesariamente fragmenta. Ahí, en el eje de los acontecimientos, lo más impactante son las piezas de las máquinas, de principio de los 80: tiempos de dictadura (cuya violencia Afamado vivió directamente por las persecuciones al trabajo del Club de Grabado), en las que abandona la figura humana, siempre exhibida en otros momentos, para componer una especie de pequeño catálogo de aparatos imposibles (dominan el negro y manchas secas de colores sombríos), de un surrealismo escueto y fiscal, embebido de humor gélido. Tenemos una “Máquina para hacer micrograbados” (con minigrabados efectivamente colgantes del gran, envolvente e inquietante panel, que alude a la idea de “impresión clandestina”), junto a otras: “Inflable para hacer cigarrillos de alcohol (sin nicotina ni alquitrán)”, “Para pensar con la TV encendida”, “Para resolver prohibiciones”, “Para decir no” y “Para aguantar”, esta última, significativamente, de 1984. La historia se filtra sobre linóleo y papel también a través de las citas: Venus, majas y Olympias (que remiten a Venus), ángeles; un repertorio reducido, pero siempre en busca de una especie de humildad desafiante de las figuras. Magnetizan sus típicas pupilas (punto nodal del universo afamadiano), que escudriñan a quien mira: grandes e interrogantes, estructuradas como el corte horizontal del tronco de un árbol, enmarcadas en rostros cuyo molde parece ser, a menudo, el de la atónita reina de los naipes. Luego experimentación, escabrosa y entretenida, con materiales: soberbio gofrado con pulcros arabescos del papel, e incursiones volitivas y eficaces en lo tridimensional, no tanto en sus cajas (pequeños altares rústicos para devociones ignotas), sino sobre todo en el ancestral y cautivante tratamiento de un puñado de piedras encontradas, de su serie Criptolitos (1982), en la que las formas de las rocas sugieren rostros, entre el juego infantil y una imaginaria, pero plausible y serísima filología rupestre, expresiones de personajes “encapsulados” en la materia inorgánica y redibujados para que puedan brotar.

En suma, y dados los evidentes límites que conlleva exhibir un arco temporal tan extenso en cualquier espacio, la muestra es una excelente ocasión para el repaso exhaustivo (pese a la escasa presencia de su fase “digital”) de la obra de una formidable grabadora, que claramente ha sido y es mucho más que eso.