“¿Quién es modesto en una crisis de locura?”, se pregunta Emilia, la protagonista de Encuentros en la Estación Este, después de mirar decidida al frente y confesar: “Tengo decidido que a los 35 voy a estar re buena”.
Sola, en un escenario vacío, este personaje maníaco-depresivo cuenta su vida, habla de sus vínculos y de sus entradas y salidas del hospital psiquiátrico. Proyecta futuros posibles, recuerda códigos, costumbres y rutinas aprendidas. A partir de una verborragia cambiante y alterada, va gestando un mundo y creando climas distintos, que comienzan a golpear al espectador en los momentos más impensados.
Encuentros en la Estación Este, del francés Guillaume Vincent, se creó a partir del testimonio de una mujer con trastorno bipolar, entrevistada durante meses por el autor, quien después editó el material y lo transformó en una obra de teatro documental: “Ya no se trataba de esbozar el retrato de una enferma mental, sino de una mujer viviendo con una enfermedad mental”, explicó en su momento. Con la dirección de Margarita Musto y la actuación de Dahiana Méndez, esta es la primera vez que la obra se traduce al español -por Laura Pouso-, y más allá de la importancia de que se dé a conocer un complejo y magnífico texto, que mantiene los lapsus, las digresiones y la asociación de ideas que caracterizan a la oralidad del material original, lo más destacado recae, de lleno, en la interpretación de Méndez. Su manejo de las irrupciones, de ese viaje monstruoso y fascinante al que nos traslada desde su internación, incluyendo las dosis de medicación y sus episodios críticos, dominando no sólo las transformaciones del personaje, sino además el juego escénico de esa suerte de entrevista-monólogo interior, termina convirtiendo a esta pieza en el gran trabajo de su carrera (que cruza obras tan distintas como Mi muñequita, de Gabriel Calderón; Cajas chinas, de Jimena Márquez; y El tiempo y los Conway, de John B Priestley).
Pareciera que a lo largo de ese monólogo, que alterna el drama con rastros sutiles de comedia, se despliega una búsqueda constante orientada a establecer cuál es el umbral mínimo entre la ficción y la realidad, una frontera sobre la que se trabaja a partir de las sorpresas que la vida cotidiana suele generar y que, de inmediato, nos obliga a pensar en la ficción, en los estereotipos, en las definiciones establecidas, en lo inestable de la vida real. De este modo, Emilia despliega los distintos estados de la locura, de las alucinaciones y de la conciencia de su delirio, exhibiendo su fragilidad, su inocencia, su valentía, y, en definitiva, su gran soledad. Cada uno de estos aspectos es compartido, y de ellos surgen las pautas que conectan al público con la escena. “Me gustaría describir, de verdad, qué es la locura. Qué es de verdad la locura”: ese parece convertirse en el motor de su deseo, de su evocación. Y probablemente también se convierta en el impulso de su supervivencia.
Es un acto instintivo, un fluir de la conciencia, que recuerda el papel de intervención estética que puede ejercer el teatro, iluminando causas, estados y sentidos a partir de una historia mínima. El texto, a su vez, incluye, como se dijo, en forma sutil, muchísimo humor, que aporta al drama grandes momentos de respiro, que se vuelven absolutamente necesarios frente a su reconstrucción de las distintas crisis o recaídas, alcanzando un nivel de intensidad y de crudeza que enmudece al público, lo hipnotiza. “Es horrible construirse a sí mismo identificándose siempre con alguien”, reconoce Emilia, planteando así una cuestión esencial también para los demás asistentes a esta ceremonia.
Encuentros en la Estación Este es una obra que interpela y que incomoda, a la vez que devuelve el goce del drama, cuando descubrimos una puesta furiosa, que avanza con la velocidad de una road movie delirante, luego de pasar por una clínica, por una tienda de decoración, por una estación. Ese desgarramiento y la necesidad de volver a sentirse entera, a salvo, parece explicar por qué esta mujer decide hablar, decide reconstruirse e intentar expresar su convivencia con la locura. En definitiva, su monólogo se termina convirtiendo en un espejo de ciertas contradicciones que seguimos sin resolver y, así, modifica la propia representación. Asistimos a un encuentro en el que se demuestra que es posible reír y llorar sin mirar hacia el costado, como si lo mejor fuera algo que está más allá de la escena. Una muchacha sola en todos los sentidos, sobre un escenario, se termina convirtiendo en algo así como el grado cero, la esencia del teatro.