Es Nochebuena, Sin-Dee acaba de salir de 28 días de reclusión y lo único que quiere hacer (o más bien, lo único que tiene a su alcance) es comprarse una dona para compartir con su mejor amiga e ir a buscar a su novio/proxeneta Chester. Transexual, prostituta y, más que nada, alborotadora, Sin-Dee no necesita más que unos minutos con la parlanchina Alexandra para descubrir que su pareja la ha estado engañando -para peor, con una rubia no trans- y dedicar el resto del día a buscarla para vengarse. De primera, tenemos una historia, un punto de partida y un proyectado punto de llegada: una expedición a pie -en tacones que desafían a la ley de gravedad- en busca de la chica contra la que quiere tomar represalias y de un novio tan esquivo que, por la postergación del encuentro y todo lo que otra gente dice sobre él, termina configurando una especie de presencia fantasmal del estilo del coronel Kurtz en Apocalipse Now (Francis Ford Coppola, 1979).

El film, hiperquinético, saturado y brilloso, aprovecha al máximo el ancho de pantalla que le brindan los lentes de adaptadores anamórficos (fue filmado enteramente con varios iPhone 5) para potenciar la situación de constante desplazamiento de Sin-Dee. Formando una trenza invisible, el periplo de Sin-Dee y Alexandra se entrecruza con el de Razmik, asiduo usuario de las trabajadoras trans de la zona, un armenio más bien tristón que intenta llevar lo mejor que puede su Nochebuena, entre la presión de su suegra, la depresión previa a la festividad y viajes con clientes que vomitan en el asiento trasero de su taxi. Razmik está obsesionado con la protagonista (que, lógicamente, había desaparecido de las calles luego de ser apresada), y, a su manera, también llevará adelante una expedición de búsqueda.

Tenemos, entonces, dos cruzadas personales que prometen chocar en algún punto lejano de sus órbitas, pero cuando eso ocurre no se despliega un acontecimiento epifánico que cambie el esquema interno del film o los móviles de sus personajes, y tampoco cuando la protagonista logra, finalmente, dar con la tercera en discordia y con su novio escurridizo (aun así, es grato y sorprendente ver que aquel personaje progresivamente mitificado en el film no es un hombre de armas tomar, sino el desgarbado James Ransone -quien hiciera el icónico, insoportable y a la vez querible Ziggy en la serie The Wire). Desde el punto de vista narrativo, Tangerine es una carrera de postas en la que cada testimonio que se entrega a un nuevo corredor parece disipar toda posibilidad de respuesta y resolución definitiva, renovando el problema de fondo y demostrándonos que los objetivos son como una escala musical simple, sobre la que los actos y motivos de los personajes se desarrollan en diversas improvisaciones.

En cada encuentro o choque, ya sea entre Sin-Dee y la nueva chica de su novio, entre Sin-Dee y Alexandra, entre Raznik y su suegra o entre Raznik y Alexandra, se percibe una extraña mezcla entre la falta de resolución y un pacto con esta irresolución. Es quizá este elemento el más brillante a resaltar en un film como Tangerine: los móviles de sus protagonistas, más que no ser claros, parecen bordear lo fatuo, a la vez que sus medios están lejos de ser efectivos o precisos; sin embargo, en todos sus errores, en sus vilezas y en sus trampas al solitario hay un verdadero espacio de comunicación y de ternura, aun cuando el mundo puede presentarse como el lugar más tramposo e inmisericorde.

El pacto de fondo no es entre los personajes, sino entre sus respectivas mentiras. Todos, sin saberlo, son cómplices en mantener algo que no son o que no saben cómo sostener, y en cada una de las desilusiones de un personaje está su verdad, lo que los hace seres humanos, lo que los ata a sus otros compañeros de ruta. No es únicamente que Sin-Dee persiga a su novio sin tener una idea clara de qué quiere demostrar o lograr cuando aparezca trayendo a la amante de este como un trofeo de guerra o un rehén; Raznik intenta sostener la astillada mentira de su fachada de hombre de familia; Alexandra se pasa toda la noche promocionándose para una presentación en vivo para la que tuvo que poner plata, en vez de ser contratada; Chester pretende ser un proxeneta de alta gama pero no es más que un pelagatos.

La ciudad a pie

De toda esa red de mentiras y autoconvencimientos, el parlamento que parece resumir la dinámica interna es de la suegra de Raznik, cuando le comenta a otro taxista que, en su opinión, Los Ángeles es “una mentira envuelta como un regalo”. En esta inclusión de Los Ángeles como escenario/tema/personaje brillan dos elementos poco usuales en la representación de la gran metrópolis.

El primero va por el lado de presentar una visión de la ciudad recorrida a pie, algo muy poco común en la cinematografía angelina. Salvo en films como The Exiles (1961), de Kent McKenzie, Los Ángeles ha sido una ciudad retratada desde ritmos y lógicas vinculadas con la circulación de los automóviles. Aun en películas en las que el movimiento, más que lineal, parece ser circular, el automóvil se eleva como el instrumento por excelencia para observar e interpretar a la ciudad. Es algo completamente opuesto a lo que ocurre con Nueva York, una ciudad inherentemente sujeta, en sus representaciones cinematográficas, al ritmo de la caminata (pensemos tan sólo en el peso del caminar en una obra como The Warriors -Walter Hill, 1979-, en la que se narra el periplo de una pandilla que tiene que escapar de una serie de bandas rivales, yendo a pie desde el Bronx hasta Coney Island). Desde Repo Man (Alex Cox, 1984) hasta Drive (Nicolas Windin Refn, 2011), pasando por Día de furia (Joel Schumacher, 1993), Rebelde sin causa (Nicholas Ray, 1955), Alta velocidad (Jan de Bont, 1994) y El beso mortal (Robert Aldrich, 1955), el auto es metáfora y, cuando no está, su ausencia es presentada como un gigantesco escollo (por ejemplo, Miracle Mile -Steve de Jarnatt, 1988- es un film sostenido por el constante problema de no conseguir transporte en los preámbulos de un apocalipsis). Tangerine, en cambio, es la historia de los no motorizados, de los que tienen que caminar o tomarse ómnibus para ir de un lado a otro, de los freaks, los perdedores, los socialmente inválidos, y eso no funciona como un aspecto meramente circunstancial, sino como un elemento de identidad social, que los margina radicalmente. Cualquiera que haya usado el transporte público de Los Ángeles puede percibir esta sensación socioeconómica de fondo, completamente diferente de lo que pasa en otras ciudades.

En una de las escenas más bellamente filmadas de Tangerine, Alexandra le hace una felación a Raznik en el interior de su taxi mientras el coche se encapsula en la intimidad jabonosa de un autolavado. La cámara se queda fija en el asiento trasero, mirando hacia el parabrisas, y luego de las escobillas, la espuma, el encerado y el secado, el taxi vuelve al mundo real y el tachero se sube la bragueta. Posiblemente los pisteros lo hayan visto, pero tal como se mencionaba más arriba, estamos en un mundo en el que la mentira, o por lo menos su posibilidad al amparo de invisibilidades mutuas, es sostenida por todos en una especie de pacto. El interior de un taxi, para gente como Alexandra o Raznik, se convierte en un pequeño hotel, un minúsculo lugar que permite vivir una fantasía privada, por más que sea sólo durante dos o tres minutos y en las entrañas de una máquina de lavado.

En esos juegos del engaño y la apariencia, el otro aspecto a destacar es cómo el travestismo deja de ser un elemento meramente circunscrito a los personajes y se presenta como una característica propia de la ciudad. Detrás de este retrato a retazos de Sin-Dee hay otro más amplio: el de Los Ángeles, una ciudad que en su Navidad sin nieve, en su descaro chisporroteante de neón, luces y chirimbolos, en esa mencionada condición de “mentira envuelta como un regalo”, guarda un paralelismo casi tan plástico como psicogeográfico con la rebeldía vital y ostentosa de las drag queens que se adueñan de las calles. En Tangerine, Los Ángeles es como Alexandra cantando en el fondo de un bar, una travesti triste y decadente, a la que no podemos quitarle los ojos de encima.

Como escribí al comentar brevemente la exhibición de Tangerine en el 34º Festival Internacional de Cinemateca, el tiempo dirá si se convierte, a los ojos de la crítica, en Las noches de Cabiria (Federico Fellini, 1957) del mundo trans, pero difícilmente se haya visto en los últimos años una película tan honesta sobre los vínculos humanos y fraternos que garantizan la supervivencia.