El Cine Fest Brasil Montevideo permite anualmente el contacto con el cine brasileño reciente. Cuenta con el apoyo del Banco Nacional de Desarrollo Económico y Social de Brasil y del Ministerio de Cultura del mismo país. En las 14 películas de esta séptima edición del festival en Life Cinemas Alfabeta, se cruzan tres muestras que son conjuntos no excluyentes: la competitiva (con jurado y premio de público), la de directoras de Brasil (seis de las películas son dirigidas o codirigidas por mujeres) y la de coproducción (tres de los films tienen participación uruguaya, debido a que se aprovechó la gran diferencia de costos y sueldos que vuelve rentable para los brasileños coproducir con este país, lo que se combina con el hecho fundamental de que las escuelas de cine locales y los ámbitos para la experiencia práctica vienen generando técnicos competentes). La movida incluye un concurso de crítica universitaria (para estudiantes de cine) y un panel llamado Encuentro de Mercado (coorganizado con el Instituto de Cine y Audiovisual del Uruguay).

Esta noche, a modo de cierre, se exhibe una de las mejores películas: Boi neon, de Gabriel Mascaro. Los personajes trabajan en vaquejadas (un tipo de rodeo del nordeste), pero el centro no está en quienes compiten y despliegan destrezas asociadas con la ganadería, sino en un grupo de peones que cuidan a los bueyes, los preparan para cada uno de los encuentros y los trasladan de una ciudad a otra. Es una especie de road movie, por el ambiente rural nordestino. Las road movies suelen ser anecdóticamente deshilachadas, pero esta va más allá en su naturalismo. Es nomás un recorte de vida, y en él apreciamos formas de comportarse y de vincularse, paisajes y técnicas. Hurgamos en pequeños asuntos cotidianos, como las mañas para la supervivencia, la maternidad, el sexo, la amistad, los pequeños celos, las aspiraciones. Ninguna de las líneas anecdóticas va a tener una consecuencia “clásica”. La cámara, rigurosa, se mueve muy poco y con estricta disciplina, y la mayoría de las escenas tiene un solo plano. Algunas pocas secuencias parecen cortar el tono general con una casi abstracción: una bailarina con cabeza de caballo en la oscuridad, un hombre entrenando su caballo. El “buey neón” del título es parte de una vaquejada especialmente elaborada, en la que un novillo es untado con pintura fosforescente y brilla en la oscuridad, sonorizada con música dance; casi un emblema de la dicotomía rural/industrial (o posindustrial) que domina toda la película. Prácticamente cada plano se destaca por su expresividad y belleza, las actuaciones y diálogos son excelentes, y hay una gran escena de sexo. Es una de las coproducciones con Uruguay, y el montaje (notable) es de Fernando Epstein.

Introducción a la música de la sangre, de Luiz Carlos Lacerda, también se planta en el Brasil rural con un tono realista. Acompañamos a un núcleo familiar de una zona recóndita de Minas Gerais a la que llega por primera vez la energía eléctrica. Es recién cuando eso ocurre que nos percatamos de que estamos en la actualidad. Los muchos tiempos muertos observan un cotidiano monótono. A diferencia de Boi neon, aquí ese tratamiento austero sí conduce a un clímax dramático, inesperado pero preparado por la información salpicada antes sobre el aislamiento, el deseo sexual y la frustración vital. Hay imágenes muy poéticas, estrictamente captadas con luz natural. En el marco de un muy buen elenco, la bella actriz Greta Antoine desentona, no sólo porque parece todo el tiempo consciente de la cámara, sino además porque no logró borrar de su rostro y su cuerpo su formación y práctica habitual como modelo, no muy convincente para un personaje que pasó toda su vida trabajando en el campo y quizá nunca vio un televisor.

La energía sexual de una muchacha del campo también está presente en Encantados, de Tizuka Yamasaki. Es una fantasía biográfica sobre la formación de la payé (curandera) Zeneida Lima, actualmente octogenaria. De niña siente el llamado de espíritus a reconectarse con su ancestralidad indígena, y en forma comprensible sus allegados asumen que está loca. Hay mucha prédica new age sobre el destino y la manera en que “la naturaleza” castiga a quienes “no la respetan”. En todo caso, los bellísimos y extraños paisajes pantanosos de la isla amazónica de Marajó imponen respeto.

Mientras que los veteranos directores Lacerda y Yamasaki logran resultados apenas medianos con sus bellas actrices jóvenes con antecedentes en telenovelas, Anita Rocha da Silveira, en su ópera prima, Mátame, por favor, hace prodigios con un reparto de actrices adolescentes que tienen escasa o nula experiencia en producciones audiovisuales (la pujante televisión brasileña es un beneficio, porque genera oficio y estructura industrial, pero también una carga, por sus criterios de belleza estandarizados y su estilización peculiar de la actuación). Es, junto con Boi neon, uno de los films más destacados de este festival y del cine brasileño reciente. El paisaje de Barra da Tijuca (un barrio de Río de Janeiro) nunca fue mostrado, como aquí, en toda su inherente extrañeza, con sus conjuntos residenciales vistosos implantados en medio de baldíos descuidados y entre vías de alta circulación. El naturalismo estricto y convincente de las actuaciones y los diálogos sirve de plataforma para un marco que tiene algo de desencajado y pesadillesco (con mucho del tono de las primeras novelas de Chico Buarque). La cámara nunca se va de la Barra, pero omite el mar, y nunca enfoca a ningún ser humano que no sean las quinceañeras y sus amigos varones (algunos, unos años mayores que ellas). Los adultos están en los autos que pasan por el fondo o en la Policía, cuyas sirenas se escuchan, o en los programas de radio, pero nunca se ven. Las reuniones evangélicas a las que todos comparecen tienen como pastora a una adolescente que se viste y canta como Xuxa. Las noticias sobre cadáveres de muchachas violadas y asesinadas encontradas en los arenales de la Barra no llaman la atención de un carioca, pero de pronto aquí esas noticias aparecen con una densidad anormalmente excesiva y son el asunto de conversaciones, exageraciones morbosas, angustia y paranoia. En Bia, la protagonista, una creciente e indefinida angustia desemboca en fantasías agresivas, atracción homosexual y morbidez. Secuencias de montaje de selfies dejan en el aire el afán de autoexposición de las chiquilinas como objetos de atracción, que es también autoexposición a la potencial violencia. Hay escenas de suspenso y miedo, pero la película nunca se concreta como thriller o slasher: simplemente nos planta en ese mundo inquietante, que es tan sólo una extrapolación realista-mágica de una realidad a secas. La dirección es notable en todos sus aspectos, con algunas imágenes de contundente ingenio y fantasía visual, extrañas e interpeladoras miradas de los personajes a la cámara, curiosas superposiciones de sonido e imagen, y la presencia de la cruel poesía de Augusto dos Anjos. El plano final produce escalofríos.

Las demás películas son, o pretenden ser, “normales”, es decir, ceñidas a un patrón asimilable por la doble norma Hollywood/Rede Globo. Entre ellas, Nise, el corazón de la locura es una de las más sólidas. Fue exhibida en el último Festival de Punta del Este y comentada en la cobertura correspondiente, así como el melodrama Prueba de coraje (otra de las coproducciones con Uruguay).

Operaciones especiales, de Tomás Portella, es como una Tropa de elite con más afán “policíaco” (tiroteos, persecución de autos, villano odioso, héroes queribles) y una moraleja menos inquietante. Se ubica en una ciudad ficticia del interior de Río de Janeiro. Los conflictos involucran a la Policía, a la diáspora de criminales escapados de las favelas ocupadas por la Policía y el Ejército en 2010, a la estructura criminal preexistente en el lugar y a la población común. La película fantasea con una fuerza policial estrictamente honesta: primero se muestra todo lo que se podría lograr con recursos e integridad moral; luego empieza a quedar claro que la corrupción y el crimen no son totalmente extirpables, porque son parte del tejido mismo de la normalidad y la institucionalidad. El asunto queda picando, pero el film no llega a mirarlo de frente, porque prefiere ocuparse del supuesto valor de entretenimiento de su línea principal sobre la mujer policía novata y bella que tiene que sobreponerse a su falta de experiencia y a los prejuicios de sus colegas varones.

Locas y santas, de Paulo Thiago, combina humor costumbrista con autoayuda: Beatriz (encarnada por la carismática y divertida Maria Paula) tiene un marido distante, una madre anciana, una hija rebelde y un trabajo que empieza a caer en la rutina; decide pegarle un sacudón a todo eso y sale, confiada y ejemplar, a construir su felicidad con objetivos replanteados. La película no parece observar que su holgura económica y su condición de mujer madura pero bella y de “buena familia” no son compartidas por cualquiera, y encima agrega soluciones deus ex machina para insinuar que todo es posible con un poco de voluntad y no tanto esfuerzo. Por ahí hay una secuencia en Buenos Aires que pretende hacer chistes simpáticos con cantores de tango y la hinchada de Boca, y resulta francamente patética. Hay muchas imágenes turísticas de Río y Buenos Aires.

En Jonas, la directora Lô Politi da muestra de haber estudiado y apreciado mucho cine: alguna alteración de la cronología, subtextos simbólicos, una variedad de enfoques fotográficos y de montaje, uso expresivo del sonido y de la música, producción cuidada.

Lo que le falta a este debut es lo más básico en una obra narrativa: una historia sólida. Después de cometer un crimen con su amada como testigo, a Jonas no se le ocurre salida mejor que secuestrarla. Por supuesto que hay obras maestras basadas en planes criminales estúpidos (piénsese en Fargo). Pero es difícil asimilarlo cuando, como aquí, la estupidez se contempla con un matiz heroico-romántico, como si la directora no se percatara, no se compadeciera o no se riera ante la serie de decisiones desesperadamente cretinas que perpetra el protagonista durante el metraje. (Un detalle menor pero ilustrativo: a la secuestrada la tiene amordazada y atada de pies y manos, pero las manos están atadas una a la otra delante del cuerpo; es decir que, en cualquiera de los largos ratos en que Jonas la deja sola, ella podría perfectamente sacarse la mordaza y desatarse los pies). El subtexto consiste en que el personaje principal se llama Jonas y el lugar donde decide ocultar a la muchacha es un carro alegórico con forma de ballena. El final abierto parece, en este caso, una salida de emergencia (¿cómo carajo termino esta historia?), recargada de patetismo escolar (la tragedia en pleno carnaval, el fuego y la lluvia, la alegría y la angustia).

Mundo can, de Marcos Jorge, en cambio, es discreta y “transparente” en lo estilístico, pero muchísimo más efectiva en cuanto thriller. Al igual que Jonas, lidia con secuestros y mafiosos en la zona suburbana de San Pablo, con sus hinchadas futboleras, sus grupos evangélicos y sus centros semilegales de juegos electrónicos. La historia tiene unas pizcas discretas de Tarantino y de El cabo del miedo, pero en términos generales es bastante original; uno está todo el tiempo con la intriga de qué va a pasar, y todo ocurre en un marco de razonable verosimilitud. Los subtítulos no hacen justicia a los excelentes diálogos elaborados con lenguaje popular, que sintonizan además con la excelente banda musical samba-funky. Lo que se capta en cualquier idioma es el carisma de los dos actores principales, Babu Santana y Lázaro Ramos, ambos excelentes.